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para alcanzar una aceituna y me di cuenta de que llevaba una pulsera extraña en la muñeca izquierda.

      —¿Es un reloj? —pregunté.

      —No —me explicó—. Es un Fitbit. Lo sincronizas con el ordenador y hace un seguimiento de toda tu actividad física.

      Me acerqué para que me lo enseñara. Dio un toquecito a la parte más ancha de la pulsera y aparecieron unos puntitos de luz en la superficie que bailaban de un extremo a otro.

      —Es como un podómetro —siguió explicando—, pero con actualizaciones, y mucho mejor. El objetivo es dar diez mil pasos al día. Cuando lo consigues, vibra.

      Me metí un trozo de salami en la boca.

      —¿Con fuerza?

      —No —dijo ella—. Es como un cosquilleo.

      Al cabo de unas semanas me compré mi propio Fitbit y entendí lo que quería decir. Aprendí que diez mil pasos, para una persona de mi tamaño, son unos seis kilómetros. Parece mucho, pero puedes cubrir esa distancia en un día normal con mucha facilidad, casi sin darte cuenta, sobre todo si en tu casa hay escaleras y suelen llamar a tu puerta para entregarte un paquete o para hablar sobre pájaros, algo que sucede bastante cuando estoy en mi casa de West Sussex. Una tarde de abril una persona llamó a mi puerta porque quería venderme un banco de madera. Me dijo que era paisajista y que lo había comprado para un cliente suyo.

      —La semana pasada me dijo que le encantaba, pero ahora dice que prefiere ver otras alternativas. —Bajo aquel sol de justicia el pelo del chaval era del color de un polo de naranja—. Los que me lo vendieron no aceptan devoluciones y, bueno, me preguntaba si usted querría comprármelo. —Señaló hacia una camioneta que no tenía nada escrito en el costado y se puso furioso cuando le dije que no me interesaba—. Al menos podría echarle un ojo antes de decir que no —dijo.

      Empecé a cerrar la puerta poco a poco.

      —No hace falta. —A continuación solté la excusa que me saca de casi todos los líos desde que vivo en Inglaterra—. Soy norteamericano.

      —¿Qué quiere decir con eso? —dijo él.

      —Nos gusta estar de pie —respondí.

      —Ese truco es más viejo que la tana —me dijo mi vecina Thelma cuando le conté lo que había pasado—. Ese banco lo había robado del jardín de alguien, te lo aseguro.

      La idea fue secundada por el señor que vino a vaciarme la fosa séptica.

      —Cíngaros —dijo.

      —¿Perdón?

      —Romaníes —dijo—. Cíngaros.

      —Eso quiere decir gitanos —me explicó Thelma, y luego añadió que el término políticamente correcto era «itinerantes».

      Yo también estaba viajando cuando me compré el Fitbit y, como el cosquilleo me gustó tanto, no solo por la sensación física sino por la idea de superarme a mí mismo, empecé a caminar por el aeropuerto en vez de hacer lo que siempre hago, que es quedarme sentado en la sala de espera mirando a la gente mientras me pregunto quiénes van a morir primero y por qué causas. También empecé a subir por las escaleras normales en vez de por las mecánicas y a evitar las pasarelas móviles.

      «Cada pequeño gesto cuenta», me dijo mi vieja amiga Dawn. Ella suele comer mientras hace hula hoop con un aro enorme en la cintura y todo el mundo sabe que va al gimnasio tres veces al día. También tenía un Fitbit y habría matado por él. Otros conocidos míos no estaban tan satisfechos. Gente que había llevado uno hasta que se le había acabado la batería, y luego, en vez de recargarlo (algo que no podía ser más sencillo), lo habían guardado en el cajón de los trastos, junto con otros aparatos de los que se habían ido aburriendo a lo largo de los años. Para gente como Dawn o como yo, personas obsesivas hasta el paroxismo, el Fitbit es nuestro entrenador personal, que nos anima de manera constante a subir de nivel. Durante las primeras semanas de tenerlo puesto, cuando llegaba al hotel y veía que llevaba, por ejemplo, unos doce mil pasos, volvía a salir a la calle para caminar otros tres mil.

      —Pero ¿por qué? —me preguntó Hugh cuando se lo conté—. ¿Es que doce mil no son suficientes?

      —Es que —respondí yo—, mi Fitbit sabe que puedo hacerlo mejor.

      Pienso en aquella época y me da la risa. ¡Quince mil pasos! ¡Ja! ¡Eso no son ni once kilómetros! No está mal si te pilla en pleno viaje de negocios o si una de tus piernas es una prótesis. Pero si estoy en Sussex, eso no es nada. Nuestra casa está al final de una explanada, el lugar perfecto para la idea que tienen los ingleses sobre «deambular». De cuando en cuando sigo una ruta específica, pero en general prefiero caminar por el borde de las carreteras, en parte porque es más complicado perderse con esa técnica, pero sobre todo porque me dan pánico las serpientes. Las únicas venenosas que hay en Inglaterra son las víboras y, aunque me han dicho que son raras de ver, yo ya me he encontrado tres atropelladas. Encima conocí a una mujer llamada Janine a la que le había mordido una. Tuvo que pasar una semana en el hospital.

      —Fue culpa mía —me dijo—. No tendría que haber salido de casa con esas sandalias.

      —Tampoco es que estuviera obligada a morderte —repliqué—. Podría haber seguido con sus cosas.

      Janine era ese tipo de persona que se culpa a sí misma hasta cuando la atracan. «¡Eso me pasa por llevar encima cosas que pueden interesarles a otras personas!», diría, sin duda. De entrada, su actitud me fascinó. Pero al poco tiempo empecé a sentir deseos de venganza por lo que le había pasado y empecé a llevar conmigo un palo mataserpientes, o al menos algo que pudiera usar para agarrarlas por el pescuezo y lanzarlas contra los coches que pasaban a toda leche por la carretera. Es un palo de ésos con una especie de garra en uno de los extremos, diseñado para recoger basura del suelo. Con él en la mano puedo caminar, tener menos miedo a las serpientes y aplacar mi obsesión por el orden y la pulcritud, todo a la vez. Llevo tres años limpiando las calles de la zona de Sussex en la que vivo, pero antes del Fitbit lo hacía yendo en bici y utilizando las manos para recoger la basura. No me iba mal, pero mi técnica era más que mejorable. Yendo a pie no se me escapa ni media: un guante de bebé atrapado en unos arbustos, una bolsa de patatas fritas metida en el agujero de un árbol, una caja de cerillas de color marrón olvidada en una zanja. Y aparte los clásicos de siempre: latas, botellas y el papel megagrasiento en el que viene envuelto el fish and chips. Salta a la vista dónde acaba mi territorio y dónde empieza el resto de Inglaterra. Es como salir de los jardines del castillo Sissinghurst y entrar en Fukushima después del tsunami. El contraste es apabullante.

      Desde que me compré el Fitbit he visto cosas con las que jamás habría imaginado que me cruzaría. Una vez vi una vaca con manchitas color café que tenía dos patas larguísimas saliéndole de la vagina. Esa tarde había salido a deambular con mi amiga Maja, que fue la que echó a correr para avisar al granjero. Yo me quedé en el sitio, vigilando a la vaca, lleno de envidia al pensar en los pasos extra que mi amiga estaba sumando con esa carrera. Después de llevar tanto tiempo viviendo en el campo, lo normal sería que ya hubiera visto nacer a más de un ternero, pero no: era mi primera vez. La sorpresa más grande me la llevé al ver la nula exaltación de la madre. Se pasaba un rato gimiendo flojo tirada en la hierba y, al rato, se levantaba y empezaba a comérsela, todo el rato con las patas de su hijo asomándole por detrás.

      «¿Estás de coña? —me daban ganas de decirle—. ¿No aguantas ni cinco minutos sin comer?»

      A su alrededor había otras vacas y ninguna de ellas parecía alterarse lo más mínimo ante la escena.

      —¿Crees que sabrá que hay un bebé al otro extremo de esas patas? —le pregunté a Maja cuando volvió—. A cualquier mujer le explican en el hospital qué va a pasar antes de dar a luz, pero ¿cómo interpreta ese dolor un animal?

      Me vino a la cabeza la primera vez que tuve una piedra en el riñón. Fue en 1991, en Nueva York, cuando no tenía ni dinero ni seguro médico. Todo lo que sabía era que me

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