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–responde Aire sonriéndole–. Básicamente viviremos aquí este verano, si no tienes problemas con eso –Ari tiene un enamoramiento de colegiala por Carlos desde que comenzamos a venir aquí. Lo que podría parecer un poco extraño considerando que el dueño de Encanto está cerca de los cuarenta, salvo que se parece bastante a un joven Antonio Banderas. Eso se suma a su acento puertorriqueño y al hecho de que el hombre sabe cocinar. ¿Quién puede culpar a una chica por estar un poco embelesada?

      –Siempre son bienvenidos –dice–. Pero intenten no aprovecharse demasiado de mi política de recargar bebidas sin cargo, ¿sí?

      Le agradecemos por los nachos y se marcha para atender otra mesa.

      –Listo –Jude se reposa contra el asiento y limpia sus manos.

      –¿Qué? –despego la mirada de una fotografía de un pez rape–. ¿Ya terminaste?

      –Solo son doscientas cincuenta palabras. Y esta tarea no contará para nada. Confía en mí, Pru, es una manera del líder tiránico de poner a prueba nuestra lealtad. No lo pienses demasiado.

      Frunzo el entrecejo. Ambos sabemos que es imposible que no lo piense demasiado.

      –Ese es bueno –dice Ari y señala con su nacho hacia el libro. Una gota de salsa aterriza en la esquina de la página–. Ups, lo lamento.

      –No quiero ser un pez rape. –Limpio la mancha con mi servilleta.

      –La consigna no dice qué quieres ser –dice Jude–, solo pide una especie de adaptación que podría ser útil.

      –Tendrías una linterna incorporada –añade Ari–. Eso podría ser útil.

      Tarareo pensativa. No es terrible. Podría incluir algo sobre ser una luz brillante en momentos oscuros, lo que tal vez sea un poco poético para una tarea de ciencias, pero igual.

      –Está bien –digo y posiciono la computadora en frente de mí. Guardo el documento de Jude antes de empezar uno nuevo.

      Acabo de terminar mi primer párrafo cuando suena una conmoción en la puerta del restaurante. Echo un vistazo y veo a una mujer jalando de un carro con ruedas repleto de parlantes, equipo electrónico, una pequeña televisión, una pila de tres… carpetas y varios cables.

      –¡Llegaste! –dice Carlos desde detrás de la barra tan fuerte que, de repente, todos están mirando a la mujer. La recién llegada se detiene y parpadea para que sus ojos se ajusten al cambio de la luz brillante del sol a la iluminación tenue del restaurante. Carlos se apresura hacia ella y toma el carro–. Llevaré eso. Pensé que podías instalarte por aquí.

      –Oh, gracias –agradece y acomoda un largo flequillo teñido de color rojo cereza. Además de los mechones que casi cubren sus ojos, su cabello está peinado en un rodete alto desprolijo; pueden verse sus raíces rubias. Viste prendas que demandan atención: botas de vaquera desgastadas, jeans oscuros que tienen tantos agujeros como tela sana, un top de terciopelo color borgoña y suficientes bisuterías para hundir a un pequeño barco. Es muy diferente de las ojotas y short de surf que la gente viste en la calle principal a esta altura del año.

      También es hermosa. De hecho, deslumbrante. Pero es un poco difícil darse cuenta por la capa de delineador negro y labial violeta corrido. Si fuera local, definitivamente la hubiera visto, pero estoy segura de que nunca la vi.

      –¿Qué te parece aquí? –pregunta Carlos ignorando el hecho de que la mayoría de sus clientes los están mirando.

      –Perfecto. Maravilloso –responde con un leve acento sureño. Carlos, que suele ofrecer música en vivo los fines de semana, se para en la pequeña plataforma en donde se presentan las bandas. Se toma un segundo para inspeccionar el área antes de señalar a la pared–. ¿Ese es el único toma corriente?

      –Hay otro allí atrás –Carlos aleja un carro con vajilla sucia de la esquina.

      –Excelente. –La mujer pasa un minuto girando en su lugar e inspeccionando los televisores instalados por todo el restaurante, casi siempre transmiten eventos deportivos–. Sí, genial. Funcionará. Tienes un lindo lugar.

      –Gracias. ¿Necesitas ayuda para acomodarte o…?

      –Nah, yo puedo. No es la primera vez que hago esto.

      Lo ahuyenta con las manos.

      –Bueno, está bien –Carlos da un paso hacia atrás–. ¿Puedo traerte algo de tomar?

      –Oh. Eh… –piensa unos pocos segundos–. ¿Un Shirley Temple?

      –Seguro –Carlos ríe.

      Carlos regresa al bar y la mujer comienza a mover mesas e instalar los equipos que trajo. Después de unos minutos toma la pila de carpetas y se acerca a la mesa más cercana. Nuestra mesa.

      –¿Acaso ustedes forman parte de la distinguida juventud de Fortuna Beach? –pregunta observando nuestros libros y computadoras.

      –¿Qué está sucediendo? –indaga Ari, señalando con la cabeza hacia las cosas que trajo la desconocida.

      –¡Tardes semanales de karaoke! –responde la mujer–. Bueno, de hecho, hoy es la primera, pero esperamos que sea algo semanal.

      ¿Karaoke? Inmediatamente me cubren imágenes de ancianos canturreando, señoras en sus cincuentas graznando y unos cuántos ebrios que no pueden seguir la melodía y… oh, no. Allí se van nuestras sesiones de estudio en silencio. Al menos el año escolar ya casi termina.

      –Soy Trish Roxby y seré su anfitriona –sigue. Cuando nota nuestras expresiones poco entusiasmadas, señala el bar con su pulgar–. ¿No vieron los carteles? Carlos me dijo que lo ha estado publicitando hace algunas semanas.

      Le hecho un vistazo al bar, tardo un minuto, pero luego lo noto. En la pizarra para tiza al lado de la puerta, sobre la lista de los especiales del día, con letra desprolija, alguien garabateó: únete a nuestro karaoke semanal, todos los jueves a las 18:00 a partir de junio.

      –Entonces, ¿se nos unirán esta tarde? –pregunta Trish.

      –No –respondemos Jude y yo al unísono.

      –No es tan terrible como parece –ríe Trish–. Lo juro, puede ser muy divertido. Además, a las chicas les gusta les canten serenatas, ¿sabes?

      Al darse cuenta de que le está hablando a él, Jude se avergüenza inmediatamente.

      –Eh. No. Ella es mi hermana melliza. –Inclina la cabeza hacia mí y luego gesticula hacia Ari–. Y nosotros no somos… –no termina la oración.

      –¿En serio? ¿Melliza? –Trish ignora lo que sea que Ari y Jude no sean. Sus ojos se posan en mi hermano y en mí por un momento y luego asiente lentamente–. Sí, es verdad. Ahora me doy cuenta.

      Está mintiendo. Nadie cree que Jude y yo somos familia, mucho menos mellizos. No nos parecemos en nada. Él mide un metro ochenta y cinco y es delgado como papá. Yo mido uno sesenta y siete, y tengo curvas como mamá. (A nuestra abuela le encanta bromear y decir que robé los kilos extra de bebé de mi hermano en el útero y me los quedé para mí. Nunca me pareció una broma particularmente divertida cuando éramos niños y no cambié de opinión con el paso del tiempo. Inserte emoji con los ojos en blanco aquí).

      Jude es rubio y superpálido, casi como un vampiro. Su piel se quema a los treinta segundos de entrar en contacto con el sol, lo que hace que vivir en el sur de California no sea ideal para él. Por otro lado, yo tengo cabello castaño y tendré un bronceado semidecente a fines de junio. Jude tiene pómulos, yo tengo hoyuelos. Jude tiene labios carnosos que lo hacen lucir como un modelo de catálogo, aunque odia que diga eso. ¿Y yo? Bueno, por lo menos tengo mi labial.

      –Entonces –Trish se aclara la garganta luego de un instante de incomodidad–, ¿alguno hizo karaoke antes?

      –No –responde

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