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mis ojos en blanco mientras alza una mano, su vergüenza momentánea ya está evaporándose.

      –No tienes que decirlo.

      –¿Decir qué? –replico, pero una ráfaga de palabras como “incompetente”, “perezoso” y “sin remedio” merodean por mis pensamientos.

      –Hablaré con el señor Chavez –dice–. Le diré que fue mi error y que puedo enviarle el informe por correo electrónico esta noche…

      –No te molestes –abro mi carpeta de Biología, el informe de laboratorio final descansa arriba de todo, tipeado prolijamente y hasta incluí un gráfico de torta extra sobre toxicología. Me inclino sobre la mesa y apoyo el informe en la pila de hojas.

      Cuando miro atrás, Quint luce… ¿enojado?

      –¿Qué? –pregunto.

      Señala el informe, que ahora desapareció entre los demás.

      –¿No creías que lo iba a hacer?

      –Y tenía razón.

      Giro para enfrentarlo.

      –¿Qué pasó con ser un equipo? Quizás, en vez de hacerlo por tu cuenta, podrías habérmelo recordado. Lo hubiera hecho.

      –No es mi trabajo recordarte que hagas la tarea. Y si vamos al caso, que debes llegar a clase a tiempo.

      –Estaba…

      Lo interrumpo alzando mis manos con exasperación.

      –Lo que sea. No importa. Solo agradezcamos que este “equipo” terminó al fin.

      Hace un ruido con su garganta y, aunque creo que está concordando conmigo, me molesta de todas formas. Llevé adelante a este equipo todo el año e hice mucho más que mi parte. En cuanto a mi concierne, soy lo mejor que le pudo haber sucedido.

      –Ahora bien. –El señor Chavez toma los últimos informes que llegan al frente–. Sé que mañana es su último día de tercer año de secundaria y que todos están ansiosos por disfrutar de sus vacaciones, pero deben venir al colegio igual, lo que significa que aquí está su tarea. –La clase emite un gruñido colectivo mientras el profesor destapa su marcador verde y comienza a garabatear en la pizarra–. Lo sé, lo sé. Pero piénsenlo así: está podría ser mi última oportunidad para impartirles mi sabiduría superior. Denme un momento, por favor.

      Saco una pluma y comienzo a copiar la tarea en mi cuaderno.

      Quint no lo hace.

      Cuando suena la campana, es el primero en salir del salón.

      3

      –En general, no me opongo a hacer tarea –dice Jude mientras pasa las páginas de su libro de Biología Marina mecánicamente–. Pero ¿tarea en el anteúltimo día de clases? Eso es característico de un líder supremo tiránico.

      –Ya deja de quejarte –dice Ari escondida detrás del menú. Cada vez que venimos, se toma su tiempo para estudiarlo, aunque siempre terminamos pidiendo lo mismo–. Por lo menos tienen vacaciones de verano. Nuestros profesores nos dieron una lista detallada de lecturas y deberes para “mantenernos ocupados” durante las vacaciones. Julio es el mes de la mitología griega. Por favor.

      Jude y yo compartimos una expresión de consternación. Los tres estamos sentados en una cabina en Encanto, nuestro lugar preferido en la calle principal. El restaurante es una trampa para los turistas, ubicado justo en la salida de la carretera; hasta se pueden ver rastros de la playa desde las ventanas del frente. Solo se llena de gente los fines de semana, así que es el lugar ideal para pasar el tiempo después de la escuela. En parte porque la combinación de comida mexicana y puertorriqueña es increíblemente buena. Y en parte porque Carlos, el dueño, nos da toda la soda y los nachos con salsa que podamos comer gratis sin quejarse de que ocupamos una valiosa cabina. Si soy honesta, creo que le gusta tenernos cerca, incluso si solo ordenamos comida entre las tres y las seis de la tarde para recibir el descuento del 50 % en los aperitivos especiales.

      –¿Qué? –pregunta Ari cuando nota nuestras expresiones.

      –Estudiaría mitología griega en vez de plancton cualquier día de la semana –responde Jude gesticulando hacia una ilustración en el libro.

      Ari resopla en señal de “ustedes no lo entienden”. Y tiene razón. Desde que nos conocimos hace casi cuatro años, hemos estado discutiendo qué es peor: atender a la prestigiosa secundaria de St. Agnes Prep o sobrevivir a Fortuna Beach High. Jude y yo siempre estamos celosos de los temas desconocidos y los planes de estudio de los que Ari se queja. Por ejemplo: cómo el comercio transcontinental de especias cambió la historia o la influencia del paganismo en las tradiciones religiosas modernas. Mientras que Ari anhela la normalidad de las películas de adolescentes acompañada por la comida de baja calidad del comedor escolar y no tener que vestir un uniforme todos los días.

      Y, quiero decir, parece comprensible.

      Algo que Ari no puede negar es que St. Agnes tiene un programa musical muy superior a cualquier secundaria pública. Si no fuera por sus clases de Teoría y composición musical, sospecho que Ari les hubiera rogado a sus padres que la transfirieran a otra escuela.

      Jude y yo volvemos a concentrarnos en nuestra tarea mientras Ari se distrae con dos mujeres compartiendo un postre en la mesa del costado. Tiene su cuaderno delante de ella y tiene su rostro de estar pensando en una rima para que funcione la letra de su canción. Imagino una balada sobre budín de coco y amor incipiente. Casi todas las canciones de Ari son sobre las primeras etapas de un romance o sobre la angustia turbulenta de amores que terminan mal. Nunca sobre un punto intermedio. Aunque creo que eso podría decirse de casi todas las canciones.

      Leo la consigna otra vez con la esperanza de que tal vez inspirará una idea.

      –Doscientas cincuenta palabras sobre un tipo de adaptación submarina que sería útil en nuestra vida sobre el nivel del mar.

      No es una tarea difícil. Debería haber terminado hace una hora. Pero pasé las últimas noches terminando el proyecto de ecoturismo y mi cerebro se siente como si hubiera pasado por una trituradora de carne.

      –¡Eso es! ¡El tiburón peregrino! –dice Jude y marca su libro con un dedo. La imagen muestra a un tiburón definitivamente espeluznante con su enorme boca abierta, pero no tiene dientes gigantes y filosos, sino algo que parece ser su esqueleto o sus costillas o algo que se extiende hasta su cuerpo. Me recuerda a la escena de Pinocho siendo tragado por la ballena–. Mientras nada recoge la comida que se cruza en su camino.

      –¿Y eso cómo sería útil? –pregunto.

      –Eficiencia. Podría tragar toda la comida que vea. Nunca tendría que masticar o detenerme para comer. –Hace una pausa y sus ojos se tornan pensativos–. De hecho, sería un gran monstruo para Calabozos y Dragones.

      –Sería un monstruo asqueroso –replico.

      Mi hermano encoge los hombros y garabatea una nota en un cuaderno de dibujo que siempre tiene bajo el codo.

      –Tú eres la que está obsesionada con administrar tu tiempo.

      Tiene un punto. Gruño y hojeo mi libro por sexta vez mientras Jude toma la computadora portátil que compartimos y la acerca a él. En vez de abrir un nuevo documento, simplemente elimina mi nombre y lo reemplaza con el suyo antes de empezar a tipear.

      –Aquí tienen, pequeñas abejas trabajadoras –dice Carlos y apoya una canasta con nachos, guacamole y dos tipos de salsa; una dulce a base de guayaba para Jude y para mí y una extra picante, pseudomasoquista del tipo “¿por qué

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