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que ella lo liberara a través de lo que escribía, pero tenían confianza.

      –Isabella, no solo te has ganado mi cariño, sino que, además, de algún modo formas parte de la familia que elijo. Tu padre es el mejor amigo de mi pareja –dijo refiriéndose a Ignacio–, y tu madre es la pareja de mi hermano Rafael y una mujer extraordinaria. En definitiva, te quiero no solo por las personas que nos unen sino, más aún, por lo que tú eres. Creo poder preguntar. ¿Qué sucede?

      –No necesitabas toda esa introducción, sé que me quieres y yo a ti. No me molesta que preguntes –Lucía sonrió–. No quiero tener hijos y Matías, sí. Fin del relato –agregó.

      Lucía se quedó mirándola, en silencio. Ella no tenía hijos. La comprendía. Fue prudente de todas maneras.

      –¿No quieres ahora? O…

      –No quiero porque es mi decisión de vida. Mi derecho. No quiero ahora ni nunca. No es un tema de momentos adecuados –remarcó.

      –Entiendo…

      –Qué bien porque para él es chino mandarín –dijo con ironía. Lucía no pudo evitar sonreír ante su ocurrencia.

      –Podría decirte que, tal vez, Matías desista para poder continuar contigo, pero no lo haré porque te conozco y, aunque así fuera, no aceptarás que viva a tu lado conformándose y que duerma entre ustedes latente el posible reproche de su paternidad negada, ¿verdad?

      –¡Exacto! Tú comprendes. ¿No vas a preguntarme por qué no quiero?

      –No.

      –¿No?

      –No. Ya lo has dicho, es tu derecho. La maternidad es una elección. Un compromiso irreductible mientras vivas, y quizá, luego de la vida, porque dudo que una madre se desentienda de los hijos después. Imagino a la mía, protegiéndome desde la eternidad.

      –¿Por qué para ti es tan simple y para él imposible de entender?

      –Porque yo no tengo hijos. Elegí no tenerlos. Y mi esposo, en su momento, compartía la misma idea. Además, los tiempos han cambiado. La realidad de hoy conlleva nuevos paradigmas. Las mujeres pueden elegir, y tú formas parte de esa nueva generación. En mi época, estudiabas, te graduabas, te casabas, comprabas tu casa, en fin, todo lo había planeado un mandato social silencioso. Ahora puedes simplemente viajar, no tener hijos, elegir tu profesión o ser bohemia y comer día por medio para vivir del arte.

      –Es así, pero no todos tienen tu mente abierta. No quiero contarlo porque me siento juzgada de antemano. La familia, los hijos, se supone que son parte del plan de toda pareja desde que el mundo es mundo. Cuando estaba casada con Luciano tuve un atraso y entré en pánico. Entonces no tenía tan claras las cosas, pensaba que no era el momento. No era feliz en mi matrimonio, pero ahora sé que no se trata de la pareja sino de mí. Porque mi amor por Matías está fuera de debate, lo elegiría siempre otra vez. Tampoco es que piense que un hijo limitaría mi crecimiento profesional o mi vida, porque no es así. Es solo que siento que el rol de madre debe nacer del deseo, y eso a mí no me pasa.

      –Comprendo –no pudo evitar pensar que era una convicción bien fundada y, al mismo tiempo, revolucionaria para las miradas aferradas a estereotipos familiares–. Todo tiene solución, solo eso puedo decirte. Quizá debas cambiar tu perspectiva, dejar ir tu enojo y simplemente ser tú.

      –Yo no veo la salida. No podemos encontrarnos a mitad de camino; es sí o no.

      –Es cierto, pero de los laberintos también se sale.

      –Dime, ¿cómo salgo de este? Yo amo a Matías con locura. No imagino mi vida sin él, pero tampoco con un bebé.

      –Leopoldo Marechal, un escritor argentino, decía que de los laberintos se sale “por arriba”.

      –Pues mi laberinto tiene techo –refutó.

      Lucía sonrió; amaba su capacidad de crear simbolismos intensos. Un laberinto con techo, lo era sin duda alguna.

      –Eres muy joven. Una cosa a la vez. Hoy es hoy. Tu presente te dice que no.

      –No voy a darle falsas esperanzas, no voy a cambiar de postura. Hoy es siempre, para mí.

      –Eso no lo sabes, lo supones. Cuando mi esposo murió juré que jamás volvería a amar a nadie porque no iba a exponerme a pasar por el posible dolor de la pérdida otra vez, y aquí me tienes, enamorada de Ignacio y feliz. Lo que te sugiero es que te enfoques en otra cosa, suelta este tema de momento y que sea lo que deba ser. Porque si algo puedo asegurarte es que lo mejor está previsto en el universo para ti y lo reconocerás. A veces, existen salidas desconocidas esperando por nosotros, aun en los “laberintos con techo”.

      Silencio de ambas.

      –¿Quién se ocuparía de mi trabajo si acepto el reemplazo en Nueva York?

      –Buscaré a alguien. Solo tendrías que enviar las columnas, el resto lo delegaré –las tareas de Isabella abarcaban mucho más de lo que se publicaba.

      Silencio de ambas.

      –Yo… –comenzó Isabella.

      –Antes de que digas una palabra, sabes que puedes viajar con Matías, tiene derecho a sus vacaciones pendientes si lo desea y, por supuesto, también puedo hablar por alguna tarea temporal allá condicionada a tu viaje.

      –Lo sé, pero no. Iré sola. Acepto la propuesta. Formaré parte de To be me por tres meses; luego, la vida irá diciendo.

      –Conocía tu respuesta. Creo que es lo mejor en este momento. Solo te pido una cosa.

      –Dime.

      –No te vayas peleada con él. Dale una tregua al tema y toma este viaje como una oportunidad profesional.

      –Lo prometo. No es mentira de todas formas. Hay algo de verdad en lo que dices.

      Isabella era auténtica, solo de esa manera lograba sentirse bien, cumplir las expectativas de otros formaba parte de su pasado. Era humana y, en consecuencia, imperfecta, justo el tipo de persona que le gustaba ser. Real. Eso la liberaba de las pesadas anclas que cargan los que buscan la aceptación de los demás.

      ¿Un nuevo enfoque? ¿Postergar lo inevitable? ¿Las dos cosas a la vez? No importaba, solo pudo pensar: To be me, y no se refería al acertado nombre de su próximo desafío sino a su decisión. Ser yo.

      CAPÍTULO 9

      ¿Fracaso?

      Cada vez que entramos en una crisis es el absurdo total, comprende que la dialéctica solo puede ordenar los armarios en momentos de calma.

      Julio Cortázar, 1963

      BUENOS AIRES

      Emilia llegó a casa de su madre intentando disimular lo que su imagen y expresión gritaban a viva voz. Estaba mal, era innegable. Beatriz lo supo al oírla por teléfono, pero su hija no había querido adelantarle nada. Quería hablar frente a frente. Le hacía falta su abrazo, sentirse hija. Protegida. Volver a su origen. El mundo fuera de su control la asustaba.

      Beatriz supuso que el presentimiento de su otra hija, María Paz, estaba relacionado con Emilia. La preocupaba mucho qué era lo que podía haber afectado a su hija mayor al extremo de que la otra sintiera el aviso de esa angustia. Quizá porque Emilia era metódica y nada la tomaba desprevenida.

      Emilia tenía llave, Beatriz la escuchó entrar, se puso de pie y fue a recibirla.

      –Hola, mamá –saludó con los ojos desbordados de lágrimas negadas.

      –¡Hola, mi amor! –respondió y la abrazó. Su instinto de madre la guiaba.

      Emilia se desplomó sobre su hombro

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