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minuto.

      Abrazo más fuerte.

      Otro minuto.

      Beatriz contenía sus propias lágrimas.

      Un minuto más.

      Emilia se separó brevemente de su madre, comenzó a secar sus lágrimas con las manos que frotaban sus ojos.

      –Tranquila. Te amo –dijo.

      –Lo sé, mamá. Perdóname. No debí venir. No debí llorar… Me voy…

      –Es el mejor lugar al que pudiste venir porque soy tu mamá. Puedes contarme lo que sea que te ha puesto así.

      –Soy adulta, mamá. No es tiempo de traerte angustias.

      –Dices eso porque no eres madre. Si lo fueras entenderías lo que significa “estar a perpetuidad”. Preocuparme es mi trabajo –dijo acertando, sin saber, en el centro del problema. Emilia volvió a llorar. No era madre o ¿sí? No era su plan. Había concebido ese hijo en un escenario y con una idea familiar que ya no existía. ¿Lo quería estando sola? Sintió que no–. Dime ¿qué pasa? –insistió Beatriz.

      –Necesito hablar contigo –respondió como pudo, evitando el nudo en la garganta que se tragaba la posibilidad de decir más.

      Desde la partida de Alejandro, una semana atrás, hablaba lo indispensable con el mundo y algo más con Adrián, aunque lo mejor con él era que sostenía sus silencios sin preguntar, ni opinar, ni nada. Todavía no le había contado lo sucedido, ni la razón por la cual llevaba días durmiendo en el Mushotoku. A Alejandro se lo había tragado la tierra, ni un mensaje, ni una llamada, ni ir a buscar sus cosas a la casa, nada. Solo vacío. ¿Así terminaba un matrimonio? No podía aceptarlo y menos entenderlo. Habían estado de acuerdo en buscar un hijo. ¿Cómo era posible que, algunos meses después, solo cuatro palabras terminaran con todo? “Se acabó el amor”, imaginó una lápida con esa leyenda y el amor allí, enterrado.

      Había postergado su visita a la ginecóloga. No podía enfrentar esa situación.

      Beatriz había preparado el café de filtro, como le gustaba a Emilia, y había comprado croissants salados, que eran sus preferidos, para esperarla.

      –Yo… estoy mal… –dijo casi en susurros.

      –Eso es evidente. Cuéntame la causa.

      Beatriz ajustaba el abrazo para darle seguridad. Allí, de pie en el recibidor, la contuvo lo necesario, sumergida en el silencio de palabras más perturbador, el que impone escuchar a una hija llorar de modo desgarrador sin saber la razón de su pena. No pudo evitar todo tipo de conjeturas. Si bien ella era de las que creían que no era sano suponer que había que preguntar, no pudo evitarlo mientras la respuesta no llegaba. Aunque estaba convencida de que no se debía dar paso a la duda afectiva, de que no había minutos para dedicarle a cuestiones que dañaran en base a presunciones, ahí estaba, considerando las variables, con música italiana suave de fondo, en un cuadro triste y desolador. ¿Será el Mushotoku? ¿Algún problema con los huéspedes? No. Eso no tenía entidad para semejante angustia. ¿Problemas de dinero? No. Emilia era muy buena administradora de sus ingresos. ¿Pelea con Alejandro? ¿Alejandro? Dudó, pero no creía que fuera para llorar tanto. ¿Su salud? De pronto se alarmó, eso podía ser. Tal vez Emilia estaba enferma de gravedad. Sus suposiciones fueron por más y sintió que se descomponía de miedo… Sí, tenía que venir por ahí el asunto. Con lentitud y mucho cariño, fue separando el abrazo para llevarla a la cocina a tomar el café.

      –Perdón, mami –repitió.

      –Nada que perdonar. Dime de una vez qué sucede –pidió.

      Emilia la miró directo al corazón y se calmó. Su madre le acercó un vaso con agua. Ella lo bebió. Beatriz intentaba reconocer signos. ¿Estaba pálida? ¿Más delgada? Buscaba algo que le anticipara una respuesta.

      –Mamá, ¿soy una persona valiosa?

      –Por supuesto que sí. ¿Por qué preguntas eso? Tus acciones, tu vida son un ejemplo de valor y virtudes.

      –Fracasé –dijo Emilia de modo rotundo.

      –No hay fracaso o éxito, son momentos. Oportunidades. Aprendizaje.

      –Fracasé –repitió–. Y es definitivo –agregó.

      –¿Por qué te juzgas así? –interrogó Beatriz, confundida.

      –Mi matrimonio. Alejandro se fue –ya no lloraba. Sus ojos estaban hinchados.

      Beatriz no podía reaccionar.

      –¿Adónde se fue?

      –No lo sé. Me dejó hace una semana. Se fue con otra mujer.

      Silencio.

      Silencio.

      Proceso de análisis.

      Búsqueda de palabras.

      Cálculo de los daños.

      ¿Planificación de un futuro? No. Nada podía hacerse tan rápido.

      –Pero ¿ustedes estaban mal y no me dijiste?

      –No. Bueno, parece que sí y yo no lo sabía.

      –¿Hablaste con él? ¿Qué te dijo? Debe tener solución, los matrimonios atraviesan crisis –supuso una vez más.

      –No. Casi no hablamos, llegué a casa en un horario en el que se supone que nunca regreso y estaba armando un bolso. Lo sorprendí, creí que viajaría por trabajo, pero no. Me evitó todo lo que pudo, ni siquiera me miraba –recordó–, luego solo dijo: “Se acabó el amor” y se fue sin mirar atrás. Una rubia lo esperaba al volante de su auto en marcha, en la puerta de casa.

      Silencio.

      –¿Se acabó el amor? ¿Así, nada más?

      –Sí.

      –¿Cuándo pasó esto?

      –Hace una semana –coincidía con la alerta de María Paz. Sus hijas eran muy unidas–. Me dijiste que había viajado… –recordó.

      –No pude decirte la verdad. Estuve muy mal… Estoy peor que al comienzo, en realidad.

      Sus mecanismos de análisis fueron a parar al fondo de lo injusto que era todo. Un lugar de mierda: inmundicia. Excremento o situación que repugna.

      Se reacomodó en el lugar que le tocaba y priorizó a su hija. Intentó aconsejarla. Por dentro, la indignación y la sorpresa se adueñaban de todo su ser.

      –Hija, primero debes calmarte. No puedes enfrentar nada así.

      –No puedo calmarme.

      –Deberás hacerlo. Sabes bien que en todos nuestros logros y en lo que aprendimos de nuestros malos momentos, hubo algo común, “nunca nos resignamos y seguimos”, pero con calma –repitió–. Enfócate en eso. Esto se va a solucionar y él volverá –dijo sin pensar. ¿Era eso una opción? No tenía seguridad, otra vez suponía. Gran error–. Y si no lo hace, es él quien te pierde –agregó por las dudas.

      –No es tan fácil, mamá…

      –No dije que fuera fácil, digo que es la única salida. Cuando avanzas a pesar de los problemas, no hay horarios ni límites, solo existe entrega y honestidad. Jamás te rindes o desistes.

      –¿Por qué no te rendiste cuando murió papá?

      –Porque ustedes eran más importantes que mi dolor. Con el tiempo entendí que la vida decide y nunca debemos depender de nadie más. Yo sé que tu padre me espera en la eternidad, pero ustedes eran mi presente y me necesitaban. No pude desistir, rendirme, darme el lujo de una depresión. ¿Entiendes?

      –Sí… –otra vez la maternidad primero. Vencedora.

      –Tienes un

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