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Obi era acorde a la lucha de su país y de sus ancestros. Si bien se había informado sobre la esencia de la tierra del padre de su hija y había terminado comprendiendo un poco mejor, no por eso dolía menos.

      Veía un paralelo claro con la sabana: en África todo ser viviente debe ser fuerte para sobrevivir. Algo de esa verdad era parte de su vida, porque tenía una hija afro. Pero María Paz se sentía sola y ya no quería eso. No lo pensaba en términos de pareja sino de plenitud. A excepción de su pequeña, casi nada despertaba en ella gran interés. Había perdido su brillo, sus ganas de ser la que había sido. Solía pensar que entre la María Paz que amó bajo las estrellas en África y la que vivía ocho años después en Buenos Aires no había nada en común. Solo las unía la memoria. Y eso no le gustaba.

      Ese presentimiento que le anunciaba angustia se mezclaba con otra sensación de vértigo. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? No lo sabía, pero tenía claro que era importante.

      A la mañana siguiente llegó al periódico; había tomado una decisión.

      –Juan Pablo, necesito hablar contigo –si bien no eran amigos, la relación que los unía con el director editorial del periódico estaba basada en la alta estima de años de trabajo en común en la redacción.

      –Dime, ¿en qué puedo ayudarte?

      –Siento que estoy atrapada en mi escritorio. ¿Podrías tenerme en cuenta si surge algún viaje para cubrir la noticia que sea?

      Su jefe se sorprendió.

      –Fuiste tú, en esa misma silla, la que me pidió permanencia en la ciudad, ¿recuerdas?

      –Sí. Lo recuerdo muy bien. Pero Makena ha crecido y mi perspectiva es otra. En aquel tiempo, mi prioridad era la estabilidad.

      –¿Y ahora quieres irte?

      –Lo dejo en manos de mi destino. Estoy abierta a lo que pueda surgir.

      –Bien. Solo te daré un consejo que no me pides.

      –¿Cuál?

      –Ten en cuenta que nuestras dudas viajan con nosotros –dijo–. No me digas nada, solo recuérdalo cuando sea el momento –agregó.

      Esa transición que ocurre entre un estado y otro, ese devenir de las circunstancias que se enreda con el deseo común de la mayoría de los seres humanos, ¿acaso no debería ser una misión naturalmente posible ser feliz para los que creen que esos momentos son lo único importante que hereda la vida?

      ¿Por qué las dudas? ¿Por qué el vacío? ¿Por qué la distancia y el sinsabor?

      CAPÍTULO 7

      Amantes

      Ella es impredecible.

      Nunca sabes si te va a amar o te odiará, si va a huir o te pedirá que no te vayas nunca.

      Miguel Gane, 2016

      BUENOS AIRES

      Alejandro apoyó los brazos sobre los cerámicos blancos y permaneció así unos minutos, no supo cuántos, rememorando la manera en que había dejado a Emilia. Sentía el agua de la ducha, primero sobre su rostro, y después desvaneciéndose sobre su cuerpo cansado. Las gotas, como un recorrido inevitable y letal, seguían el camino de sus formas para morir en la superficie plana que lo sostenía. Pensó que cualquier hombre estaría aliviado y feliz por no tener que ocultar la existencia de otra mujer en sus sentimientos, ni fingir que todo estaba bien con su esposa. Cualquier hombre, pero no Alejandro Argüelles. No podía olvidar la expresión desesperada de la mujer con quien, alguna vez, había decidido pasar el resto de su vida. Esa de quien creyó haberse enamorado. Muchas veces le había dicho “te amo” y había imaginado que era para siempre. “Te amo, Ems”, entre sábanas blancas, en un parque, de viaje en Nueva York, en París, en el campo, en la playa, en la sala de guardia en la que esperaban para que le enyesaran un brazo cuando se había caído de la escalera, en Aspen, aquella inolvidable Navidad, en sus cumpleaños…, en Tokio besándola en el castillo de Yuri, y en otros tantos lugares en los que habían compartido momentos. “Te amo”, le había dicho, “te amo”, dos palabras que salían de sus labios naturalmente, como si no hubiera otra verdad posible, pero había.

      Nunca le había mentido. No sentía que fuera un traidor. Desde que Corina Soler estaba en su vida los “te amo” habían sido reemplazados por extenuantes y culposos silencios. Solo quedaba la manera en que la llamaba, “Ems”, pero vacía del sentido que la motivara la primera vez. Por eso la había dejado, porque ella merecía su honestidad por brutal que fuera. Siempre era mejor ser sincero. Así, en el cruce de un tango ya escrito, un abrupto dos por cuatro había puesto el punto final. Había cambiado dos palabras, “te amo”, por cuatro bien diferentes, “se acabó el amor”. Un compás que sonaba con lágrimas vivas.

      La rutina, los planes exactos de Emilia, sus horarios, su compromiso ininterrumpido con su hotel, su necesidad de que todo fuera perfecto en su trabajo y en la casa. Esa obligación tácita de dar respuesta siempre. Sus estructuras y horarios para cada actividad, incluso la ausencia de creatividad en la intimidad, esa permanente condición de saber cómo y cuándo ocurriría cada suceso lo había agotado.

      Emilia controlaba pasado, presente y futuro. Era equilibrista de situaciones y nada, jamás, caía de las bandejas que llevaba sobre ambas manos con copas de cristal simbólicas, llenas de decisiones y planes, que representaban cada vínculo, responsabilidad y día en el almanaque de su existencia. Ninguna cuestión escapaba a su control. No tenía mala intención, eso era seguro, pero ¿lo hacía por ella? ¿Por los otros? ¿Por miedo? ¿Por qué?

      El control incuestionable al que Emilia sometía su vida había erosionado de manera lenta el amor que los unía, hasta reducirlo a nada. Un día, ese amor se había acabado, no era un amor roto, herido o desgastado. No era un sentimiento que pudiera sanar o volver a latir. No era un amor que agonizaba. Simplemente no estaba allí; en todo caso era un amor ausente. Un amor que había partido al lugar donde se supone que van los restos de los amores perdidos en medio de los errores humanos y las señales que no fueron vistas. Había, tenía que haber, en algún lugar de la tierra, un cementerio de amores que no lo lograron. Un lugar como aquellos en los que descansan los soldados que no vuelven de la guerra. Allí estaban esparcidas las cenizas del que había sido el amor de Alejandro y Emilia. No se sentía contento por eso. No era agradable fracasar en ninguna de sus formas, pero era todavía peor permanecer en la comodidad de lo que no funciona, resignando en ese acto vano la felicidad que espera en otro sitio. Justo al lado de un amor imprevisible y vertiginoso que le devolvía vida a su cuerpo, a su alma y a sus emociones.

      El matrimonio que Emilia había adoctrinado con la finalidad de que cumpliera el plan previsto y deseado había empujado los ojos de Alejandro hacia Corina, un ser que vivía la vida como se presentaba porque había aprendido, a fuerza de un gran golpe, que nadie es dueño del tiempo o de los planes. El opuesto literal y preciso de su esposa.

      En ese escenario emocional, una mañana, casi seis meses antes, la había encontrado en los bosques de Palermo, muy temprano, en su jornada de running. Un día sucedió a otro con el mismo horario. Primero, una sonrisa a la distancia al reconocerse, luego, un saludo distante y simpático. El misterio. El paulatino interés. Y, casi de inmediato, las ganas de encontrarla. Recordar su imagen. Afeitarse y perfumarse. Pensarla. La irresistible y silenciosa atracción que, supo después, había sido recíproca. El engaño mental, ese con el que para algunos se consuma la infidelidad más peligrosa. La que tiene oportunidad de conllevar sentimientos y compromiso.

      Correr a la par. Competir. Reír. Disfrutar el aire, el cielo, la vida. Charlas sobre el césped, cosas en común, placeres con los que Alejandro había fantaseado y que Corina gozaba y le hacía vivir en plenitud.

      Una historia trágica,

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