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No necesito más –tenía ganas de llorar, pero resistió–. Esta conversación es en vano, me cambiaré para ir a trabajar. Puedes usar tú el auto, prefiero caminar –agregó. Si bien ambos trabajaban para la revista Nosotras y cada uno tenía su despacho, no siempre compartían el mismo horario, además, por orden de Lucía, Matías se ocupaba de tareas fuera de la oficina.

      A Isabella le molestó esa pregunta, la enfrentaba a lo que hubiera ocurrido casi con certeza, porque sometida como vivía en aquel momento, seguramente hubiera continuado con el embarazo de haberse producido. Agradeció que no hubiera sido así.

      Posiciones opuestas sobre un mismo tema no deberían comprometer una relación, pero eso estaba ocurriendo. No existía mitad de camino en el conflicto que los unía porque era también el motivo que los separaba. Matías nunca había creído en la distancia o el tiempo como una variable para solucionar conflictos de pareja. Isabella creía en él, pero no era capaz de convertirse en madre en nombre del amor que sentía. ¿Era ese el principio del fin?

      CAPÍTULO 5

      Mushotoku

      Cuando mi maestro y yo caminábamos bajo la lluvia, él me decía: no camines tan rápido, la lluvia está en todas partes.

      Frase atribuida a Shunryu Suzuki,

      Japón, 1904-1971

      BUENOS AIRES

      Adrián Heredia trabajaba en el hotel desde hacía casi tres años. No había planeado ser el encargado del Mushotoku. En realidad, nada en su vida era consecuencia de un plan. Adrián era de los que creían que todo sucedía por alguna razón, que había que estar atento a las señales que las emociones enviaban. Si se enfocaba en su interior, podía ver cómo el destino las colocaba con carteles luminosos a la sombra de los pensamientos.

      Para él, planear no servía. Nada salía nunca conforme lo organizado. Nadie era completamente dueño de su vida, solo de la capacidad de buscar felicidad y paz de la mejor manera. No creía en los proyectos a largo plazo. Se enrolaba en los principios del budismo zen, que era más una filosofía que una religión. A través de la meditación, y después de estudiar diferentes religiones y corrientes de pensamiento, Buda llegó a una serie de conclusiones que ayudan al ser a liberarse, que no es otra cosa que evitar el sufrimiento y ser feliz. Y ese era el propósito diario de Adrián. Era un hombre interesante, inteligente y generaba empatía con quien lo escuchaba porque su manera de hablar y el contenido de sus palabras hipnotizaban a quien fuera su oyente.

      Tres años antes, su madre había muerto solo un mes después de que le diagnosticaran un cáncer de páncreas. En su lecho de muerte le había dicho: “Hijo, sé feliz. No te unas a ninguna mujer que no pueda ver lo valioso que eres. Te amo”. Luego, sus ojos se habían cerrado para siempre. Adrián sabía de qué hablaba. Tristemente, su madre había sido “invisible” para su padre, siempre. Muchas veces se había planteado qué definía a una mujer ¿La suma de sus acciones? ¿El rol que ocupaba? ¿La capacidad de hacer muchas cosas bien a la vez? ¿Su apariencia? ¿Sus ideas? ¿Lo conseguido? ¿Lo perdido?

      Adrián no tenía una respuesta, pero sabía lo maravillosa que era su madre, y le dolía que su padre no la valorara. Ese hombre de pocas palabras daba por sentado y había asumido como cotidiano y normal el gran esfuerzo de esa mujer que había dedicado su vida al servicio de los demás.

      Mientras todo marchaba conforme las exigencias tácitas, y la mochila de esa dama resistente se hacía cada vez más pesada, su esposo no veía que crecía también la posibilidad de su derrumbe emocional y físico. Adrián, sí. De chico callaba. De adulto enfrentó a su padre muchas veces. Cuando su madre murió abandonó la que había sido su casa, y en la que permanecía a pesar de tener su propio apartamento solo por ella. Sabía que él era la razón de su vida. Las estructuras sociales arraigadas a su crianza no le habían permitido a Estela pensar en la posibilidad de dejar a su esposo, quien murió tiempo después de que ella falleciera.

      Con la partida de su madre, la vida para Adrián cobró otro significado. Las prioridades cambiaron, el eje principal de atención se modificó y los latidos de su corazón dependían pura y exclusivamente de lo que tenía ganas de hacer, siempre guiado por su paz interior y la voz de su corazón. Procuraba que lo definieran hechos, sueños y entrega. Vivía la vida como se presentaba y había dejado sus viejas mochilas emocionales en algún lugar donde se transformaron en olvido.

      Luego, cuando falleció su padre, Adrián pensó que quizá también había sido invisible para él, y aceptaba ese hecho como parte de un catálogo familiar que no había elegido. Su padre solo le había reprochado todo lo que no era, pero nunca había sido capaz de ver el hombre en el que se había convertido. Sus actos honestos y nobles, su esfuerzo, su generosidad.

      Después de leer mucho sobre filosofía zen, Adrián había entendido que el problema no era suyo y había perdonado a su padre. Tenía cuarenta y dos años y vivía feliz su presente. Reservado, amable y muy selectivo a la hora de elegir compañía. Pocas mujeres podían seguir el ritmo de sus convicciones y su modo de vida; por eso, luego de la última ruptura, estaba solo. Había trabajado durante años en un banco como cajero, primero, como tesorero después, pero siempre sabiendo que ese no era su lugar en el mundo. Renunció cuando Emilia Grimaldi lo entrevistó y le ofreció el puesto de encargado del hotel Mushotoku. Ese nombre era una señal; significaba dar sin buscar recibir, hacer sin esperar nada a cambio, abandonar todo sin miedo a perder, porque se supone que en la ausencia de intención es cuando se obtiene todo.

      Había visto el aviso, luego de la muerte de su madre, e internamente algo lo había guiado hasta allí. No se había equivocado; llevaba casi tres años trabajando en el hotel y le encantaba lo que hacía. Casi no recordaba su vida anterior como tesorero del banco.

      Ese día, cerca de las cinco de la tarde, Emilia aún no había llegado. Preocupado, Adrián la llamó.

      –Hola, Emilia. Disculpa que te llame. Te aviso que todo está perfecto en el hotel, pero como no has venido, quería saber si precisas que me quede más tiempo –así era él, el “hombre de las soluciones”, como ella solía decirle. Prudente. Jamás preguntaba de más y parecía siempre saberlo todo.

      –Hola, Adrián… La verdad es que tuve un inconveniente –qué modo sutil de decir que su vida había estallado en mil pedazos. Inconveniente: que no conviene. Impedimento u obstáculo para hacer algo. Había dicho una estupidez. Debió decir fracaso: caída o ruina de algo con estrépito y rompimiento. Eso era exacto. No lo hizo. Solía buscar definiciones en su mente, amaba hablar con propiedad. Emilia era literal.

      –Estoy complicada –continuó. Complicada: enmarañada, de difícil comprensión–. ¿Puedes quedarte?

      –Sí, por supuesto. No sé cuál sea el inconveniente –remarcó haciendo notar, sin decirlo, que intuía que la palabra minimizaba algo serio–, pero si puedo ayudarte, cuenta conmigo. Si es necesario me quedaré toda la noche.

      Lágrimas mudas continuaban cayendo por el rostro de Emilia. Internamente agradeció la presencia de Adrián Heredia en su trabajo, en su vida. Él siempre estaba para ella. Si bien no se contaban intimidades, solían mantener conversaciones muy profundas. Hablaban en general de la vida, de los valores y de los acuerdos con la felicidad. Sin embargo, discrepaban en los planes y el tiempo. Mientras Emilia tenía su vida entera proyectada milimétricamente, Adrián había soltado todas las estructuras sin dejar de ser responsable de sí mismo y de sus acciones. Parecía que sabía vivir, disfrutar, estar para los suyos igual que para el mundo entero. Porque sabía mirar a su alrededor y, entonces, podía ver y apreciar lo que el destino ponía delante de sus ojos.

      –¿Qué haría sin ti? –dijo todavía inmersa en sus pensamientos.

      –Supongo que si abandonas la idea de planearlo todo, podrías hacer lo que quieras aunque yo no esté –dijo Adrián con cierto humor–. Pero considerando que no eres capaz

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