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tengas razón –respondió por primera vez. Adrián sonrió, sorprendido.

      –¡No puedo creerlo! Toda una posibilidad que por fin consideres darme la razón.

      –Ya conversaremos. No sé a qué hora voy. Luego te llamo.

      –Bien. Cuídate –se despidió.

      Adrián se quedó anclado en esas últimas palabras por unos instantes. Algo sucedía.

      –Disculpe –una pasajera interrumpió sus pensamientos, ¿puedo merendar aquí? –preguntó refiriéndose a la maravillosa sala de estar en la que se ubicaba la recepción.

      –En verdad, aquí no. Preservamos este espacio para lectura con música acorde y cuidamos el aroma cuidadosamente en beneficio de los sentidos de los pasajeros. Pero, si gusta, puedo acompañarla al lugar donde funciona la confitería y estará muy bien allí.

      –Me gusta aquí –reiteró.

      –Deme la oportunidad de mostrarle el lugar adecuado y verá que prefiere quedarse ahí –insistió Adrián con su encantadora sonrisa.

      –Bien. Es usted muy persuasivo –agregó la pasajera que debía tener unos ochenta años de caprichos acumulados, además de mucho dinero con el cual comprarlos.

      Llegaron al espacio. Sonaba la tradicional música japonesa hogaku. El aroma del ambiente era perfecto, así como las mesas y las sillas con apoyabrazos. Una empleada se acercó a ellos.

      –Por favor, Akira, ubica a la señora en nuestro mejor lugar, con vista al jardín –indicó Adrián–. Si está de acuerdo, claro –agregó mirando a la huésped.

      La mujer, maravillada con la vista del extraordinario jardín estilo japonés que había diseñado un paisajista, no pudo disimular la sonrisa de aprobación que se dibujó en su rostro.

      –Sí, estoy de acuerdo. Creo que, tal vez, usted tenga razón y este sea mejor sitio.

      –Tal vez, señora Márquez. Solo tal vez –sonrió–. Ya me lo dirá usted después, si lo desea.

      Adrián se retiró, satisfecho. Siempre lograba el mejor resultado de una manera conciliadora. Volvió a la recepción. El rostro de Emilia regresaba una y otra vez a su mente. ¿Qué estaba sucediendo? Pensó en volver a llamarla, pero lo consideró invasivo.

      Dos horas después, Emilia, con lentes oscuros, entró al hotel y le indicó al empleado de la recepción que le facilitara las llaves de alguna habitación que estuviera desocupada; dormiría allí esa noche. Adrián se acercó y al mirarla comprendió que ella no estaba bien y que pretendía ocultar su angustia detrás de las gafas. Así, como leyendo su alma, le habló con ternura.

      –Te cuento que me quedaré en el hotel toda la noche y no tengo intenciones de dormir; si necesitas hablar, estaré cerca –le dijo. No preguntó. No hacían falta detalles o explicaciones para percibir la gravedad de un problema que, evidentemente, había aniquilado la expresión y había alterado la exacta rutina de Emilia.

      –Gracias –solo eso pudo decir. Quería encerrarse a llorar.

      Entró a la habitación, cerró las cortinas y se apoyó sobre la pared de la ventana principal. Lentamente fue dejándose caer hasta desplomarse sobre el piso. Abrazada a sus rodillas liberó su agobiante angustia. En ese instante sintió que lo mejor sería morir. Pensó cómo escapar de la vida. Lo imaginó de mil modos posibles, como si, por decisión, su corazón pudiera dejar de latir, y en esa simpleza lograra terminar con el tormento que implicaba la impotencia. Coqueteó con la muerte desde las súplicas, la llamó en sollozos, la invitó a venir por ella, aunque en verdad lo que quería era matar su dolor y no dejar de vivir. Aceptar lo que ocurría no parecía una opción posible.

      Había llegado al Mushotoku como alguien que está separada de su peor preocupación latente. De la peor pesadilla que suponía no poder hacer nada para evitar lo que estaba ocurriendo.

      Sin darse cuenta, pretendía que la noche, el insomnio y el dolor tremendo de su alma no estuvieran allí, pero estaban. Los sentimientos gritaban sus silencios a la nada.

      –Soy yo. ¿Puedo pasar? –dijo Adrián golpeando con suavidad la puerta.

      Ella no respondió. Él volvió a golpear.

      Emilia lo dejó entrar. Al ver sus ojos hinchados de llorar y la tristeza que había en su rostro, Adrián la abrazó. No preguntó nada. Solo la dejó llorar sobre su hombro largo rato, y cuando sintió que había alivianado un poco su angustia, le preparó un té con el set que había en cada dormitorio.

      –Emilia, no sé qué sucede, pero el corazón manda, el nuestro y el de los otros, y es siempre fiel a lo que lleva dentro, el resto es solo cuestión de circunstancias. A veces, duele ver lo que no supimos mirar antes.

      Ella seguía llorando. Él se sentó en el piso, a su lado, y la abrazó en silencio hasta que se durmió sobre su pecho. La tomó en brazos, la acostó sobre la cama y se sentó a su lado. Así los descubrió el amanecer.

      Seguía lloviendo.

      CAPÍTULO 6

      Transición

      El secreto del cambio es enfocar toda tu energía no en luchar contra lo viejo sino en construir lo nuevo.

      Frase atribuida a Sócrates,

      Grecia, 470 a.C.-399 a.C.

      BUENOS AIRES

      María Paz se había quedado dormida junto a su hija bajo la luz de las estrellas de la habitación pensando en aquel cielo que la había cubierto ocho años antes en Johannesburgo. Su historia la definía. Amaba la naturaleza, los animales y ser libre. Desde pequeña había soñado con recorrer el mundo. Así, desde muy joven dedicaba todos sus ahorros para viajar a lugares exóticos. No llamaban su atención los destinos tradicionales, la atraía el magnetismo de los sitios que gritan una realidad diferente, lugares que guardan sus misterios y parte de su historia como un tesoro individual, que se ofrecen a ser conocidos pero no vulnerables.

      Fue en una escala en el aeropuerto de Johannesburgo, durante un viaje con destino final en Singapur, cuando encontró el lugar que necesitaba su alma. Lo supo de inmediato. Cuando la primera impresión es tan intensa, no deja opciones para cambio alguno de opinión, y transforma los deseos en certezas.

      Atraída por los colores de la gran variedad de artesanías, había ingresado a un local que la enamoró y la transportó por alquimia a donde no estaba. Una espiritualidad milenaria la envolvió y la hizo parte de lo que no conocía, pero deseaba. Comenzó a escuchar tambores que parecían hablar su propio idioma, empezó a oler la magia de una tierra de lucha, se conectó con la calidez de su gente, amó la libertad de su fauna y sintió cómo sus latidos se unían al ritmo de un país que había redefinido el concepto de paz. Recordó lo poco que sabía de Nelson Mandela. Muchos años en prisión, elegido el primer presidente negro al ser liberado, había unido una nación fragmentada al borde de una guerra civil. ¿Por qué nunca había investigado más? ¿Por qué? Quizá porque las cosas suceden cuando deben hacerlo; ni antes, ni después. Supo que ese negocio llamado El espíritu de África cambiaría su vida para siempre. Lamentó no haber planeado quedarse allí, pero entre su corazón y sus emociones la vida escribió la seguridad de cuál sería su próximo destino. Miró sobre el mostrador y vio una pila de libros. Instintivamente, como si estuviera segura de que algo decía allí para ella, tomó en sus manos un ejemplar de Ébano de Ryszard Kapuściński.

      El vendedor del local percibió su interés y se acercó a ella.

      –África es imposible de definir de una sola manera. Es un mosaico de contrastes, de vidas, diversidades,

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