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vida de Leonardo.

      Corina sobrevivió al peor dolor que había tenido que enfrentar en toda su vida. Horas de psicoterapia, amigas leales, soledad, deporte, lectura y cursos. Llenaba los vacíos que otras mujeres ocultan detrás de las compras, con cursos. De lo que fuera: repostería, novela negra, inglés, italiano, zumba, fotografía. El máximo considerado desde su inutilidad, dejando a salvo que saber siempre suma y no resta, fue el de sommelier de té. Lena, su hermana, le decía: “Si te hace bien, hazlo, pero en todos lados te sirven un té común, ensobrado; salvo que viajes a Japón o a Londres no podrás usar esos conocimientos jamás”.

      Concluida la etapa de cursos y aferrada al running cada día más se había mudado e iniciado una nueva vida. Corina, que era psicóloga, había decidido cambiar de domicilio su consultorio. Subalquiló uno en una casa también en el vecindario de Palermo, donde atendían otras tres colegas; una de ellas, su mejor amiga, Verónica Marino.

      Corina vivía el momento, llevando al máximo su capacidad de disfrutar. No tenía cuestiones pendientes con nadie dado que sabía muy bien que la fatalidad estaba acechando siempre, y le resultaba terrible imaginar la pérdida de un ser querido habiendo dicho palabras que no quería decir o cosas que no sentía, o peor aun habiendo callado lo que debía ser dicho. Por suerte, nada de eso había sucedido con Leonardo.

      Sin embargo, ella era imprevisible, esa era su cicatriz. Había sellado su duelo con la íntima decisión de que haría lo que tuviera ganas y que nada se proyectaría más allá de la noche del mismo día. Era muy simbólico que esa convicción conviviera con su necesidad diaria de correr. ¿Por qué lo hacía? ¿Adónde quería llegar si creía que no había más que unas horas seguras por delante?

      Alejandro era el primer hombre que le había interesado de verdad luego de la muerte de su esposo. Corina lo deseaba para sí y no le importaba el precio que hubiera que pagar. Simplemente porque para ella la felicidad valía todo lo que tenía. Cuando el destino quería algo se lo llevaba sin consideración alguna, entonces, ¿por qué no podía ella ser como el destino?

      Ella llevaba la tristeza inevitable en su historia, pero no cargaba mochila alguna de sufrimiento y reía. Reía con tanta fuerza cuando algo le provocaba ganas de hacerlo, que brillaba y era imposible no pensar que definía la felicidad plena con su gesto.

      Las jornadas de running se sucedían en los bosques de Palermo y sumaban empatía, chistes, risas, intercambio de números de celulares, roces, halagos prudentes, suspicacias y deseo contenido. Cada día los encuentros eran una cita tácita que ambos esperaban, incluso y mejor cuando llovía. Una mañana, ella fue por más.

      –Alejandro, me gustas, te gusto. El juego de seducción es ya insostenible. Si no me besas en el próximo minuto, creo que no vendré más a este lugar…

      El cielo se había puesto gris por completo. Antes de que pudiera terminar, Alejandro tomó su rostro entre las manos a plena luz del día, olvidándose de quién era y la besó.

      Comenzó a llover. La escena no podía ser más romántica y provocadora. Sus labios eran un elixir de atrevimiento. Las lenguas hallaron su par, y en el instante siguiente nada más importó. Se sintió tan vivo, tan intenso, que Corina creyó que su corazón iba a salir de su cuerpo para estallar libremente y organizar una fiesta.

      –Vamos a mi casa –susurró ella. Y allí fueron, empapados de agitación. Se descubrieron, se desnudaron, se acariciaron, se besaron, se entregaron al todo o nada, que es la vida a veces. Fue en la piel la confirmación de lo que ambos habían sentido ya repetidas noches antes de dormirse, aunque no estuvieran juntos.

      Y en la misma ducha, que ahora lo relajaba del tormento, habían hecho el amor con la lentitud que imponen las ganas de querer detener el tiempo, y la pasión de lo prohibido que se desea a perpetuidad.

      El agua seguía golpeando su rostro cuando Corina, vestida con una camisa blanca y un pantalón corto, entró a la ducha y lo sacó de sus pensamientos.

      –¿Estás bien, amor? –sonrió mientras la tela de la camisa, como consecuencia del agua, comenzaba a adherirse a sus pechos resaltando el sujetador también blanco.

      –¿Estás loca? ¿Qué haces vestida en la ducha?

      –Hago lo que quiero: besarte –respondió. Y lo hizo. Lo besó como si no hubiera un mañana.

      Alejandro la desnudó. La subió a horcajadas y sus cuerpos se amoldaron al deseo. El agua que los recorría agudizaba sus sentidos y, juntos llegaron, sin salir de la ducha, al lugar donde vive el placer de los amantes. Algunos le dicen “paraíso”. Para Corina era solo “aquí y ahora”. Para Alejandro era “algo desconocido”.

      CAPÍTULO 8

      To be me

      Ser uno mismo, simplemente uno mismo, es una experiencia tan increíble y absolutamente única que es difícil convencerse de que a todo el mundo le pasa algo tan singular.

      Frase atribuida a Simone de Beauvoir,

      Francia, 1908-1986

      BOGOTÁ

      Isabella caminó hacia la oficina como sumergida en un trance. Pasaba de la angustia y la desolación al enojo. Sentía que daba pasos hacia atrás en su destino. Desde que se había enamorado de Matías la vida le sonreía. Porque era amor del bueno. Un ser que le daba todo lo que necesitaba para sentirse plena y a quien ella le correspondía de la misma manera. Se divertían juntos, compartían cada cosa simple de la rutina cotidiana como si fuera un plan de vida. Desde el desayuno o mirar una película hasta brindar juntos en la bañadera repletos de espuma y rodeados de velas aromáticas cuando la noche era especial. Hablaban de todo lo que les sucedía y estaban contentos de haberse encontrado.

      El matrimonio de Isabella con Luciano parecía un recuerdo muy lejano, aunque habían pasado tres años, en la unidad de medida de su tiempo eso estaba a años luz de su presente. Solo había vuelto a verlo para los trámites del divorcio que ya había concluido. Él se había quedado con todo porque su ira y sus abogados no cedían a un acuerdo justo. Isabella, quien no quería discutir por dinero y necesitaba dar vuelta esa página y avanzar, había resignado lo que le correspondía. La felicidad, a veces, conlleva decisiones sostenidas en priorizar el bienestar y no bienes de valor económico. No había querido que un juez le diera la razón; aunque la tenía, había elegido la paz y la alegría junto a Matías.

      Había aprendido, no sin dolor, a elegir qué batallas pelear. Sin embargo, estaba delante de una que no admitía desistir sin que eso significara hacer algo que no deseaba y que cambiaría su vida para siempre. Era tan simple, ella no quería tener hijos, y él, sí. Ocho palabras daban clara evidencia de una situación sin solución posible. La salida implicaba perder al amor de su vida. Por momentos, sentía que no tenía derecho a quitarle la posibilidad de ser padre y, luego, la enfurecía que no fuera suficiente con la vida preciosa que compartían.

      Llegó a su despacho, encendió la computadora y se dispuso para una nueva jornada laboral. Ya había tenido la primera conversación con Lucía y ese día terminaba la semana y debía darle una respuesta.

      Desde su despacho, Lucía, que había aprendido a decodificar las emociones de la joven con solo verla, acababa de terminar de leer la columna de opinión “Atrapada”. No le quedaban dudas. Algo serio le ocurría. Quería ayudar. La llamó por el interno y pidió café para ambas a su secretaria.

      –¿Sabes algo?

      –No, dime.

      –Me quedé pensando en la pregunta final de “Atrapada”, siempre te respondo sin meditar, pero esta vez debería decir que no lo sé. No sé de qué soy capaz por amor –señaló.

      –¡Bienvenida a las dudas! –respondió Isabella con dolorosa ironía–. Déjame decirte que eso no es problema comparado con la certeza de lo que sabes

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