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es lo normal, la familia lo es todo. Los hijos son un sueño a cumplir cuando se ama como yo te amo.

      –Mi familia eres tú. Deberías enterarte de que existe la posibilidad de familia sin hijos y lo es todo también. No te amo menos por eso.

      –Bella, por favor. Debemos resolver esto juntos, iré contigo a Nueva York, sé que Lucía puede intervenir y puedo trabajar allá un tiempo. Te amo –dijo y se acercó. Intentaba bajar el nivel de conflicto.

      Isabella contenía las lágrimas. Lo besó sin pensar. Por un instante, ambos sintieron el amor que los unía.

      –Perdóname, pero quiero ir sola –respondió.

      Matías sintió una puntada en el alma.

      –Necesito aire –dijo para salir de allí y que ella no lo viera llorar.

      Después de haber dicho lo que pensaban, ¿volverían progresivamente a ser lo que ya no eran? ¿Era ese el motivo por el que muchas historias de amor en los libros o en el cine terminan con la pareja unida y feliz y no dan cuenta del después?

      Luego de haber sostenido irónicas verdades entre guerras y milagros, la pregunta es: ¿Hay siempre un después del después o ese momento solo conjuga finales?

      CAPÍTULO 11

      Madrugada

      No supongas. No des nada por supuesto.

      Si tienes dudas, acláralas. Si sospechas, pregunta.

      Miguel Ruiz, 1997

      BUENOS AIRES

      La tristeza de Emilia no cedía y la incondicionalidad de Adrián sostenía no solo su negocio sino también su alma rota. Él, fiel a su idea de que había un momento para todo y de que las cosas sucedían en el exacto tiempo en que debían ocurrir, ni antes ni después, no preguntaba. Esperaba que naturalmente una confesión le diera las razones de tanta tristeza. Aunque no le gustaba conjeturar, era evidente que la cuestión se relacionaba con el matrimonio ya que ella dormía en el Mushotoku desde la fatídica tarde en la que había ingresado a la recepción con lentes oscuros ocultando su angustia, y desde ese momento Alejandro no había ido más al hotel. Habían pasado varios días desde esa primera noche en la que ella había llorado sobre su hombro sin decir nada.

      Algo lo empujaba a pensarla continuamente. Suponía que la causa podía ser que estaba a cargo del hotel y tomaba muchas decisiones de las que siempre se ocupaba ella, pero ¿por qué a la noche? ¿Por qué la recordaba y pensaba el modo de ayudarla a superar su problema justo cuando debía descansar y no tenía obligación de hacer nada? Siempre la había admirado y respetado, ninguna de esas dos cosas explicaba lo que sentía.

      Eran las tres de la madrugada cuando se dirigía al dormitorio que él ocupaba a veces, cuando se le hacía muy tarde para regresar a su casa, y volvió a escucharla llorar. Golpeó con suavidad la puerta de su habitación. Del otro lado, Emilia llevaba largo rato observando la nada. En ese lugar cerrado donde habitaba su soledad no necesitaba disimular. Le había hecho bien conversar con su madre; aunque le había trasladado una gran preocupación, también significaba que a partir de que Beatriz sabía, Emilia podría ir a su casa y, simplemente, desplomarse en su hombro o compartir largos silencios que se parecían, por instantes, a la paz que necesitaba.

      Alejandro la había llamado solo una vez, pero ella no había respondido. No tenía fuerzas, y él no había insistido. Evidentemente, la comunicación era por culpa, no por algo concreto.

      Supo que era Adrián quien golpeaba. Le abrió, enfundada en un pijama azul con la angustia como señal en su mirada verde. Sonrió levemente. Casi una mueca que desentonaba con el resto de su rostro.

      –¿Qué haces aún despierto? –sabía que había un ingreso en un horario fuera del habitual, pero creía que habían pasado horas. Sumida en su dolor, no reconocía la dinámica del tiempo.

      –Una última recorrida. Por excepción, aceptamos el check in de unos pasajeros que llegarían de madrugada. ¿Recuerdas? Vienen justamente de Japón.

      –Sí, es que estoy algo desorientada con la hora –justificó–. ¿Les gustó su habitación?

      –Sí, mucho.

      –Me alegro –respondió.

      La noche estaba agradable. Sin ponerse de acuerdo se habían sentado en los sillones enfrentados ubicados en el balcón; ella, en el de doble cuerpo; él, en uno individual.

      –Ya es tiempo –dijo Adrián de pronto.

      –Es lógico. Te debo una explicación. Trabajaste por ti y por mí, todos estos días. Lo reconoceré en tu paga, pero supongo que sí, que ya es tiempo de que te cuente lo que me sucede.

      –No. No quiero más paga de la que hemos convenido, y cuando digo “ya es tiempo” no me refiero a que llegó el momento de que me cuentes lo que te pasa. Eso sucederá o no, según tus sentimientos.

      –Entonces ¿ya es tiempo de qué?

      –Es tiempo de que enfrentes el tema, de que hagas las preguntas necesarias y obtengas las respuestas. Que dejes de encerrarte en suposiciones, porque eso haces, ¿verdad?

      Emilia pensó un instante. Estaba confundida.

      –No lo sé. No… Creo que todo es muy claro, no hace falta suponer.

      –Ya es tiempo de que busques la explicación adecuada para poder hacer lo que corresponda y seguir adelante.

      –¿Por qué supones que no tengo respuestas?

      –Porque te has mudado a una habitación en tu hotel, lloras a escondidas y estás hablando conmigo, aquí, de madrugada. Eso es tristeza, y siempre hay interrogantes en torno a ella. Acaso no te has preguntado ¿por qué a ti?

      –Eso sí –reconoció–. ¿Y qué es para ti una explicación adecuada cuando todo es muy evidente?

      –No todo es lo que parece, Emilia. Menos aun cuando las emociones están en un extremo casi fuera de control. Una explicación adecuada es la que llega con la calma. Cuando es posible dialogar, cuando se puede pactar sinceridad, sin rencores ni crueldades innecesarias. Si vives aquí, el conflicto es con tu esposo; debes hablar con él.

      Emilia se quedó reflexionando sobre eso. La única respuesta que tenía era se acabó el amor y la imagen de Alejandro subiendo a su auto, conducido por una mujer rubia. Así, breve, sin gritos ni cuestionamientos. Luego, largos días de ausencia y silencio. Ni siquiera se había ocupado de buscar sus cosas o pedirle la mitad de todo, nada. ¿Había más para interrogar? ¿Había mayor calma posible que esa? ¿Cuál era el “momento de calma” en ese escenario de absoluta y rotunda indiferencia?

      –Yo creo que las cosas son lo que son, Adrián, no parecen nada, son… –silencio. Era su modo de invitarla a continuar–. Me da mucha vergüenza lo ocurrido –vergüenza: turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción humillante. Frecuentemente supone un freno para expresarse. Nada más perfecto que esa definición para explicar el modo en que se sentía.

      –¿Vergüenza? “Vergüenza es robar” decía mi madre. Aquí se trata de tener el valor para enfrentar las situaciones sin buscar atajos o excusas. Tú no eres capaz de nada que sea una vergüenza –repitió la palabra haciendo énfasis en ella. Emilia buscó en su memoria el significado literal de lo que sabía que no hacía. Enfrentar: hacer que alguien se mantenga en actitud de oposición ante un problema o situación difícil, sin eludirlos, asumiendo el esfuerzo que suponen y luchando de acuerdo a las exigencias.

      –Dicho así… Eres tan vehemente –agregó. Era cierto. Lo miró. Sus ojos celestes, su paz. Su espalda ancha, sus hombros bien torneados, un hombre que no era

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