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primeros, que no han podido acceder, porque no caben todos en el puesto de mando. Unos son dueños de los resortes del Estado; los otros son dueños de la calle.

      En Francia, y especialmente en París, el poder de la calle estaba ejercido por los clubs, y por las secciones, nombre que se daba a los distritos electorales, en cuya sede se peroraba y se discutía de política. En cuanto a los clubs, la mayoría toman curiosamente el nombre de una orden religiosa, pues se reunían en los antiguos conventos incautados. Así los feuillants o fuldenses eran los más moderados; los jacobinos se convirtieron en una fuerza de choque extremista y bien organizada. Aunque los más radicales eran los cordeliers o franciscanos, llamados también «enragés», rabiosos. Los girondinos no llegaron a ser propiamente un club, pero sí un grupo bien caracterizado, partidario de no llegar tan lejos como los jacobinos en las formas de la revolución, pero sí de extender sus máximas al exterior: como informaba el embajador español, conde de Fernán Núñez, aspiraban a «llevar la Revolución al mundo entero».

      De estos clubes salían las consignas, las manifestaciones multitudinarias, los oradores callejeros que hablaban desde tribunas improvisadas. Había algunos, como el ciudadano Barlet, que llevaban su propia tribuna portátil. La radicalización de la Revolución comenzó a operarse cuando en junio de 1791 se descubrió un intento de fuga del rey (la fuga de Varennes), que fue detenido y obligado a regresar a París. Luis XVI seguía siendo necesario, a juicio de muchos revolucionarios, pero desde entonces se le vio con desconfianza. Los monárquicos, como Mirabeau, La Fayette, Barnave, Sieyès, comenzaban a verse desbordados por republicanos, como Robespierre, Danton o Marat.

      Fueron los girondinos los que impusieron el criterio de la guerra exterior. Esta podría no solo propagar la revolución, sino dar a los franceses un sentimiento popular-patriótico: por primera vez no iban a defender a su rey, sino a su patria, y la guerra podría unir en un solo haz a tantos grupos dispersos. Las potencias europeas, especialmente Austria, Prusia y Rusia, habían visto la revolución francesa con más satisfacción que recelo, pues parecía debilitar a su más poderoso enemigo, Francia. Se dieron cuenta un poco tarde de su error. El 20 de abril de 1792, Luis XVI, contra su voluntad, declaraba la guerra a Austria.

      Sin embargo, a los revolucionarios radicales les convenía que la lucha comenzara con derrotas, para justificar la toma de medidas extremas, que de otra forma no hubiera sido posible adoptar en un supuesto régimen de libertades. Y esto fue, efectivamente, lo que sucedió, cuando los prusianos se adelantaron a los austriacos y comenzaron la invasión de Francia. «Sin la guerra no hubiera habido terror, y sin terror nada de anticipaciones socializantes ni de victoria revolucionaria» (Godechot). Por otra parte, estas derrotas desacreditaron a los girondinos y fueron dando cada vez más influencia a los jacobinos.

      En agosto de 1792, uno de los generales del ejército invasor, el duque de Brunswick, redactó un imprudente manifiesto, amenazando pasar a cuchillo a los parisinos si se resistían o maltrataban a su rey. La amenaza era por entonces todavía muy lejana, pero sirvió para crear una conciencia de «gato acorralado» muy útil a los radicales. El 10 de agosto, los grupos más revolucionarios asaltaban el palacio de las Tullerías y tomaban preso a Luis XVI, que sería meses más tarde ejecutado. Se proclamó la República, y la Revolución se vio abocada de pronto a extremos imprevistos en un principio. Al mismo tiempo, la inesperada victoria de Valmy salvaba tanto a Francia como a la Revolución.

      La sobrerrevolución o segunda revolución vino a cambiar las cosas si cabe más que la primera. Hasta entonces, la vida se había desenvuelto en un clima de relativa normalidad, los horarios o las vestimentas eran los de costumbre, y las victorias militares eran celebradas con un Te Deum. Los cafés estaban llenos y vistosos carruajes llevaban a gentes distinguidas al teatro, a las tertulias literarias, a la ópera. Desde el otoño de 1792, todo cambió. Al anochecer, según una carta del abogado Kervesau, París «parecía un desierto»; las gentes se refugiaban en sus casas, presa del temor, y cualquier arbitrariedad por obra de los exaltados resultaba ya posible. Se impuso, por obligación o por miedo, el uso del pantalón largo (el «culotte» o calzones era un símbolo de distinción aristocrática), se ordenó el empleo general del tuteo y el tratamiento de «ciudadano». Las iglesias fueron clausuradas o destruidas. Para acabar con los contrarrevolucionarios, o siquiera contrarios a las ideas revolucionarias, comenzó a funcionar el invento del Dr. Joseph Guillotin, una máquina para matar de manera «higiénica», como entonces se decía con cierto orgullo. Por la guillotina pasaron Luis XVI, su esposa María Antonieta, muchos de los nobles que no habían conseguido huir, personas de temple conservador, y gran cantidad de clérigos (massacres de séptembre). Luego, pasado el tiempo, visitaron la guillotina tantos revolucionarios como antirrevolucionarios, pues nadie había aprendido aún que la libertad conduce al pluralismo, y por entonces toda disidencia era considerada como un peligro mortal para la Revolución.

      Se reunió la asamblea republicana, la Convención, compuesta por 750 miembros, elegidos democráticamente, aunque, por razones sociológicas o psicológicas hasta ahora nunca estudiadas, solo participó en los comicios el 15 por 100 del censo. «Una minoría comprometida políticamente votó a la asamblea más audaz de la historia de Francia» (F. Furet). En ella, los girondinos, partidarios de la libertad económica, se opusieron por un tiempo a los jacobinos, que preferían un estricto control estatal.

      Fue una época de signos: el Árbol de la Libertad, el Altar de la Patria, la Fuente de la Regeneración, el Nivel de la Igualdad, las alfombras de flores y la suelta de pájaros: aunque aquel clima idílico se veía cada vez más perturbado por las numerosas y muchas veces sumarias ejecuciones, que trataban de presentarse también como una fiesta. Hasta se inventó un nuevo calendario, ideado por Fabre D’Eglantine: el año fue dividido en doce meses de treinta días cada uno, que llevaban los nombres de las manifestaciones de la naturaleza (Germinal, Floreal, Pradial, etc.). El mes se dividía en décadas, cuyo último día era de descanso. También eran de fiesta los cinco últimos días del año, que no pertenecían a ningún mes, y completaban el total de 365.

      Pero la Revolución era un hecho demasiado importante como para limitarse a la vida interna de Francia. Pronto se volvió a la guerra. Esta vez fueron las potencias europeas, alarmadas por la ejecución de Luis XVI y la propaganda internacionalista de los girondinos, quienes la declararon. En febrero de 1793, Gran Bretaña, Holanda, Prusia, Austria, España, entraron en territorio francés. Se repetía la alternativa de dos años antes: o la invasión, o un poder omnímodo para salvar la Revolución. Se declaró la lévée en masse, que llegó a movilizar un millón de hombres, el terror llegó a sus últimos extremos, e hizo víctimas suyas tanto a antirrevolucionarios como revolucionarios, los jacobinos liquidaron a los girondinos, y la represión del levantamiento campesino de carácter tradicional en La Vendée dio lugar a actos de verdadero genocidio. Sin embargo, la mayor parte de los franceses, o por lo menos los más decididos, respondieron a la crisis y lograron el mantenimiento del régimen revolucionario. Himnos patrióticos trataron de enardecer a los soldados, mientras mujeres, ancianos y niños trabajaban en la retaguardia por la victoria total. Esta vez la movilización resultó: el pueblo, por obra de la peur —una mezcla de terror y de entusiasmo, también muy difícil de describir—, se puso en pie de guerra, y después de iniciales derrotas, aquella masa de un millón de hombres, increíblemente bien organizados por Carnot, consiguió rechazar la invasión. Y ésta justificaba toda clase de durezas y de represalias en la retaguardia.

      Los jacobinos se apoyaron inicialmente en el pueblo, inspirando a las secciones y a los sansculottes que dominaban la calle; una vez que tuvieron el control del poder, abandonaron esta política y se erigieron en únicos dominadores. Se promulgó la Ley de Sospechosos, que permitía juzgar y condenar a muerte por razón de simple sospecha, y el Comité de Salud Pública, en aras de la necesidad de salvar la Revolución, llevaba a la guillotina tanto a los tibios como a los desviacionistas, como Danton. Se llegó así a una verdadera dictadura de Robespierre, secundado por radicales como Saint-Just y Hébert, todos partidarios de un «terror virtuoso», que en aras de un purismo revolucionario total, trató de modificar la vestimenta, los usos y costumbres, los nombres, y hasta el uso del matrimonio. Es difícil explicarse cómo en nombre de una revolución destinada a alcanzar la libertad, la igualdad y la fraternidad (y parece probable que la mayoría

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