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contra las «cinco actas intolerables» de 1767, y finalmente ante los nuevos impuestos. En 1770, los ingleses abolieron estos impuestos excepto el que gravaba el té, producto que sería monopolizado por la británica Compañía de las Indias. Fue justamente la un tanto banal cuestión del té la que abrió la serie de violencias, cuando el 2 de octubre de 1773 un grupo de colonos arrojó al mar los cargamentos de té que tres navíos británicos traían al puerto de Boston (la famosa Boston Tea Party). Los británicos enviaron tropas a la ciudad, mientras los norteamericanos endurecieron sus protestas. De momento, fue una acción policiaca, para resolver una cuestión de orden y de obediencia. Parece que por entonces, los colonos no proyectaban hacerse independientes, sino hacer valer sus derechos. Pero la indignación iba creciendo, y se establecieron «comités de correspondencia» entre las distintas colonias, en los que figuraban ya personas como Jefferson, Adams, Washington, o Patrick Henry.

      A la idea de los derechos de los colonos se fue uniendo, por obra de los intelectuales, la de los «derechos del hombre»; es decir, una filosofía que implicaba una cuestión de régimen y en definitiva de soberanía, actitud que acabaría conduciendo a un intento de independencia de las Colonias respecto de la Gran Bretaña. El independentismo por tanto, —excepto, tal vez, en algunas mentes— fue una idea tardía, y no se generalizó hasta después de que hubo estallado la guerra.

      El descubrimiento de un alijo de armas que los colonos habían escondido, condujo a la intervención abierta de las tropas británicas, y a la respuesta armada de los colonos. Estos no disponían de un verdadero ejército, y su armamento era precario, hasta que franceses y españoles empezaron a proporcionárselo; pero contaban con un gran entusiasmo y con un jefe de categoría cuando un hacendado de Virginia, George Washington, se reveló como un excelente militar.

      Los ingleses no disponían de grandes efectivos en Norteamérica, pero hubieran podido enviar refuerzos y poseían cuando menos superioridad técnica sobre los colonos. Estos, posiblemente, hubieran tenido que ceder sin la intervención de Francia y España, que declararon la guerra a Gran Bretaña, más que por simpatía hacia los americanos, por desquitarse de las derrotas de años atrás. La contienda con otras potencias distrajo a los británicos y dificultó las comunicaciones marítimas, con lo que las tropas metropolitanas en América se vieron en apuros. La lucha tuvo, y eso conviene no olvidarlo, algo de guerra civil, en parte por razones ideológicas, en parte por la fidelidad de muchos colonos a la Corona. Al finalizar la contienda, más de 70.000 de estos colonos hubieron de exiliarse, por haberse puesto militantemente en contra de la independencia de su propio país; mientras que en Londres se dividieron tories y whigs, estos últimos partidarios de la concesión de la autonomía e incluso de la independencia a los norteamericanos. En 1776, causó escándalo en Inglaterra la publicación por Thomas Payne de un alegato (The Common Sense), defendiendo la causa de los americanos. El conflicto, que había comenzado por razón de intereses, acabó tomando un carácter eminentemente ideológico.

      En 1774, se reunió en Filadelfia el primer Congreso Continental, formado ya por representantes de las Trece Colonias, aunque todavía no se veía en él un indiscutible programa independentista. El segundo Congreso, en 1775, acordó la guerra contra las tropas reales, pero sin decidirse todavía por una ruptura total con la metrópoli. Solo cuando en 1776 R. L. Lee, diputado por Virginia, pidió la formación de una Federación Americana Independiente, se constituyó un comité presidido por Thomas Jefferson, quien redactó una Declaración de Independencia, y al mismo tiempo, para añadir un ingrediente ideológico, la Declaración de Derechos. Emancipación y entrada en el Nuevo Régimen fueron así, en en los nacientes Estados Unidos, la misma cosa. Al mismo tiempo, Washington, al frente de tropas cada vez mejor organizadas, obtenía sobre los ingleses las victorias decisivas de Yorktown y Saratoga.

      Los Estados Unidos, como país formado por una sociedad joven, poco lastrada por el peso del pasado, y sin diferencias demasiado fuertes entre sus miembros, pudieron autoconstituirse con más facilidad que cualquiera de los países europeos. Por de pronto, no necesitaban realizar ninguna reforma social ni abolir seculares estatutos o privilegios. Cuatro millones de hombres que nunca habían visto un rey, no tuvieron inconveniente en proclamar una República.

      De todas formas, las diferencias entre los Estados eran más grandes de lo que pretende el tópico, y hubieron de mediar largas y a veces difíciles negociaciones para erigir un status común. Entre la proclamación de la Independencia y la de la Constitución mediaron 13 años, y el hecho ya puede ser significativo. Entretanto, varios Estados habían elaborado ya su propia Constitución. Pero los norteamericanos fueron desde el primer momento un pueblo realista, en el que cada parte supo ceder un poco de sus aspiraciones. Ni federación de Estados, ni poder unitario, sino un intermedio entre las dos concepciones. Ni democracia pura ni voto de los mejores, sino un sistema de sufragio amplio, pero no universal.

      La Constitución de 4 de marzo de 1789, precisa en lo esencial, flexible en lo accesorio, proclamaba un régimen federal dirigido por un Presidente elegido cada cuatro años, no por los electores, sino por los compromisarios previamente votados por éstos. El poder legislativo recaía en una Cámara de Representantes —luego Congreso—, cuyo número de miembros era proporcional a la población de cada Estado, y un Senado al que cada Estado proporcionaría dos representantes. El poder judicial sería independiente, con un Tribunal Supremo con capacidad para sentar jurisprudencia.

      George Washington fue un Presidente moderado y autoritario al mismo tiempo. Se rodeó de un boato casi monárquico, pero respetó los derechos y las libertades individuales. Aunque teóricamente representante de la voluntad del pueblo, el poder de los Estados Unidos quedó vinculado desde el primer momento a los grandes comerciantes o grandes propietarios, pero provisto de una mentalidad abierta, opuesta a abusos de cualquier género.

      El carácter inicial de los Estados Unidos es muy difícil de definir, libre y tradicional a un tiempo. Las condiciones especiales en que se desarrolló el nuevo país evitaron toda clase de innovaciones traumáticas o de revanchismos. El influjo que el ejemplo norteamericano pudo ejercer en el mundo occidental es muy discutido. Para los revolucionarios franceses, fue una especie de mito, aunque muy pocos llegaron a conocerlo bien. G. Gunsdorf pretende que los americanos buscaron erigir una forma de convivencia más justa y al mismo tiempo más tradicional que la de la propia metrópoli; los franceses, en cambio, iban contra esas tradiciones. Las condiciones fueron muy diversas; las ideas, en muchos casos, parecidas; el influjo, más virtual e idealizado que efectivo.

      Siempre se ha concedido a la Revolución francesa una importancia incomparablemente mayor que a la Revolución americana. No solo porque Francia era el corazón del Antiguo Continente, que entonces asumía un protagonismo fundamental en el mundo; sino, porque, como después afirmó Tocqueville, «desbordó su propio espacio», es decir, no fue una revolución nacional, sino de vocación mundial: unió y separó a los hombres con indiferencia de su patria, un fenómeno que hasta entonces solo habían logrado las religiones. Desde entonces, ya no fue posible la neutralidad: o se estaba con la Revolución o contra ella.

      Por otra parte, la revolución francesa, contrariamente a la americana, transformó las estructuras sociales y económicas, dio lugar a nuevos planteamientos generales de la organización y las formas de convivencia. Francia era, por otra parte, con sus 27 millones de habitantes, un país rico, poderoso, culto e influyente, tal vez el más influyente en el mundo occidental a fines del siglo XVIII, y todo lo que ocurriera en él tenía por fuerza que trascender.

      Con todo, hay muchas corrientes historiográficas que, sin restar un ápice de importancia a los hechos, tienden a matizar un tanto el «mito revolucionario». Ni el Antiguo Régimen era, concretamente en Francia, tan ominoso y opresor como se ha dicho, ni existía ya por entonces un sistema feudal, ni la justicia se aplicaba arbitrariamente; ni tampoco la Revolución vino a traer por de pronto un sistema de libertades generalizadas, ni cambió las estructuras socioeconómicas de la noche a la mañana. El proceso de cambios había comenzado antes y se consagraría más tarde; lo que significa la Revolución es un «impulso acelerado» en ese proceso.

      Ello

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