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agosto (Termidor) de 1794, el Terror alcanzó su máximo. De acuerdo con cifras oficiales, en ese mes y en París fueron condenadas a muerte y ejecutadas 1.200 personas. En Lyon y en Nantes hubo famosas matanzas, y en Nevers Fouché sustituyó los fusilamientos por ejecuciones a cañonazos. El número total de víctimas es muy difícil de calcular, porque no existen datos sobre todas las ejecuciones, y las cifras han solido ser tergiversadas, tanto por los partidarios como por los enemigos de la Revolución. Contando las represiones en masa a la población civil no combatiente de La Vendée, es indudable que los muertos por razón de sus opiniones pueden ser algunos cientos de miles.

      Pero en aquel mes de Termidor un grupo de revolucionarios, que comenzaron a sentir lo que se llamó nausée de l’échafaud (asco del patíbulo), organizó un golpe de estado. Los dirigieron Carnot, Barras, Fréron, Tallien, Fouché, hombres que no podían considerarse menos exaltados que Robespierre o St. Just, pero que ya no soportaban su política. La Convención fue sustituida por un Directorio, y Robespierre, St. Just y noventa más fueron a su vez enviados a la guillotina. Aparentemente, el Terror había cambiado de dueño. En realidad, una nueva mentalidad se estaba apoderando de los ánimos, y el proceso revolucionario, que había llegado a extremos imprevistos, ya no haría más que retroceder, o regresar parcialmente a lo de antes.

      Dice L. Ford que «había en el Directorio muchos regicidas, pero ningún idealista». Con Robespierre y St. Just se había acabado la época de los «iluminados», y con ella la del fundamentalismo revolucionario. Se imponía el sentido común. No se trataba de volver atrás, sino de conservar los frutos de la revolución. Con todo, esto equivale a decir que la revolución se hacía, en sí, conservadora. El ambiente se tornó más apacible, la vida más placentera, volvieron las diversiones, las fiestas y los trajes de vivos coloridos. Los hijos de los revolucionarios, ahora enriquecidos, vestían ostentosamente de «increíbles» y de «maravillosas». Un cierto aire de frivolidad privaba en los ánimos: era el disfrute después de tantas zozobras y de tantas durezas. También, en muchos casos, asomó la cabeza la corrupción. Se copiaban formas y costumbres del Antiguo Régimen, aunque los principales beneficiarios eran gentes que había contribuído a acabar con él.

      El Directorio hubo de sofocar levantamientos tanto de los realistas como de los revolucionarios radicales. Para ello recurrió con frecuencia al ejército, necesario también para las guerras exteriores, que tuvieron un respiro en 1795 con la paz de Basilea, pero regresaron bien pronto. La campaña del general Bonaparte en Italia (1797) fue espectacular. Viendo ya en él un peligro de caudillo militar, el Directorio le encargó de una absurda operación lejana, la conquista de Egipto, en que el general consagraría, sin embargo, su fama, hasta hacerla legendaria. Curiosamente, la Revolución —o lo que quedaba de ella— iba cayendo en manos de aquellos nuevos militares.

      Que la Francia revolucionaria acabaría bajo el poder militar era, por tanto, un hecho previsible, y así lo previó, por ejemplo, Sieyès, un hombre que había tenido un papel importante en los primeros momentos, que había corrido serio peligro en la época del Terror, y volvía, con el reflujo de los tiempos, a encontrarse de nuevo en la cresta de la ola. El militar capaz de acaudillar la nueva época histórica parecía ser Dumoriez, héroe de la guerra del Rhin. Pero su muerte prematura dejó paso a otro oficial aún más joven y más brillante, Napoleón Bonaparte. Ahora bien, la extraordinaria personalidad de Bonaparte, una vez que las circunstancias le hubieron hecho dueño de una Francia en efervescencia, sin los pesados resortes amortiguadores propios del Antiguo Régimen, y con nuevas posibilidades de movilización, daría lugar no sólo a una nueva época en el país, sino a un nuevo planteamiento de la dinámica europea, y como consecuencia, de la del mundo occidental. A una situación extraordinaria —la Revolución— sucede otra situación extraordinaria —el intento de imperio napoleónico— y como consecuencia de ella, durante quince años más, Europa se desangrará y se empobrecerá. Gran Bretaña dominará por siglo y medio los mares, y toda América se hará independiente, confiriendo un nuevo planteamiento geopolítico al mundo civilizado. Por su parte, la Revolución, cuyo destino parecía ser en 1799 triunfar o fracasar, ni triunfa ni fracasa, sino que se transforma. La derrota de Napoleón en 1814-15 supone al fin y al cabo la derrota de las formas de poder derivadas de la Revolución; pero no una derrota de sus principios ni de sus posibilidades históricas, porque las ideas revolucionarias, difundidas aún más en todas partes por la presencia napoleónica, seguían vivas y ya nadie podría permitirse ignorarlas.

      Napoleón Bonaparte nació en Ajaccio, Córcega, en 1769, un año después de que la isla fuese incorporada a Francia. Medio italiano, medio francés, llegó a transformarse por su genio y su ambición, en un «ciudadano del mundo», como quiere Emil Ludwig. Napoleón es el personaje histórico más biografiado (170.000 títulos) y sobre el que se han hecho más interpretaciones: desde las que le consideran heredero de los girondinos, o de la idea carolingia, a la que ve en él al último de los condotieros italianos. Su personalidad es en el fondo indescifrable, no sólo por enormemente rica, sino por contradictoria. Napoleón, con muchas ideas en la cabeza —que él sabe barajar como nadie según las circunstancias—, se contradice constantemente cuando explica lo que quiere.

      El único rasgo indiscutible es su genio fuera de lo común. Posee un excepcional golpe de vista («mi ventaja es ver claro»), una extraordinaria voluntad y dominio de sí mismo (es capaz de dormirse cuando quiere, incluso en plena batalla), y una capacidad de mando a la que nadie osará oponerse. Militar de carrera, fue uno de los generales más famosos, si no el más famoso de la Historia («el secreto de la victoria consiste en ser el más fuerte en el punto decisivo»; con la particularidad de que Napoleón supo intuir siempre ese punto, y escogerlo); pero su genio como militar no debe ofuscarnos su talento como gobernante, patentizado por ejemplo en el célebre Código, imitado luego por veinte naciones. Convertido en un mito, los franceses de todas las ideologías le siguen considerando su héroe nacional.

      Después de una increíble expedición a Egipto, Bonaparte dio un golpe de estado contra el Directorio el 18 de Brumario (9 de septiembre) de 1799. El Directorio era ya incapaz de contener la corrupción y la inflación en el interior y las guerras revolucionarias —llevadas aún por inercia, pero que amenazaban con la invasión de Francia—, en el exterior. Bonaparte sustituyó el Directorio por un Consulado, del cual formaron parte él —como Primer Cónsul—, Sieyès y Ducos. Pronto se vio que la aplastante personalidad del Primer Cónsul convertía a los otros en figuras decorativas. «Sólo tiene que dar un codazo para quitarnos de enmedio», comentaba Sieyès.

      Haciéndose sentir como imprescindible, Napoleón no tuvo la menor dificultad en convertirse en Primer Cónsul, luego en Cónsul único, más tarde en Cónsul vitalicio. Solo le faltaría hacer el cargo hereditario (para lo que instauró el Imperio). Gran parte de su secreto consistió en asumir «toda» Francia. No sería cabeza de los monárquicos ni de los republicanos, sino de unos y otros; no sería representante del Antiguo Régimen ni de la Revolución, sino de ambos. «Desde Clodoveo hasta el Comité de Salud Pública, asumo como mía toda la historia de Francia». Su papel de árbitro y de concertador le dio un margen inmenso de maniobra.

      «Paz dentro y paz fuera: eso deseaban los franceses del Consulado» (Pabón). Y fue un militar quien les procuró esa paz. Una nueva Constitución —la del Año VII— dio primacía al ejecutivo sobre el legislativo. La asamblea, elegida por sufragio restringido, tendría un papel secundario. «La moderación es la base de la moral, y la primera virtud del hombre». La moderación se imponía tras los excesos revolucionarios, y la nueva Constitución fue aprobada por más de tres millones de votos contra 1500. El Nuevo Régimen cambiaba de filosofía.

      Napoleón arregló la Hacienda, saneó la administración y la hizo más funcional; y la economía, aunque siempre en dificultades, mejoró. Se siguió una útil política de obras públicas. Uno de los grandes logros fue el conjunto de Códigos (Civil, Penal, de Comercio y otros) elaborados por un conjunto de expertos dirigidos por el Cónsul. El Código Civil (1804), lógico, sencillo y genial, fue uno de los pilares del ordenamiento

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