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La idea de reunir un Concilio fracasó estrepitosamente. El papa vivió en el destierro hasta la caída de Napoleón, sin doblegarse en ningún momento. El emperador quedó en evidencia y perdió simpatías en la misma Francia.

      El tercer error fue, más que la invasión de Rusia (1812), a la vista de la creciente tirantez entre los dos colosos, la idea de convertir aquella guerra en una cruzada contra las «hordas orientales». Si Napoleón creía que uniendo en un gran ejército tropas de todos los países europeos, unía a Europa, estaba completamente equivocado, y más en una época en que su simpatía en el continente era cada vez menor. En la campaña rusa participaron tropas de veinte naciones pertenecientes al Sistema Continental, muchas de ellas de mala gana. La equivocación consistió, además, en pensar que un territorio inmenso solo podía ser conquistado por un ejército inmenso. Aquel enorme conglomerado de 670.000 hombres, el mayor de los tiempos modernos, no podía ser dirigido con eficacia ni con sincronización de movimientos, aparte de las enormes dificultades logísticas que se presentaban para avituallarlo. Por otra parte, los rusos, inteligentemente, se retiraron sin ofrecer ocasión a una batalla decisiva, pero procurando ganar tiempo, esto es, dejando llegar el invierno. Napoleón entró en Moscú, pero de nada le sirvió la conquista, porque la ciudad fue incendiada y destruida por los propios rusos.

      Napoleón ordenó retirada cuando ya era tarde, hostilizado por las tropas enemigas y un pueblo ruso en armas. Se estaba consagrando la «revuelta de los pueblos», iniciada ya cuatro años antes en España. La nieve, los pantanos y los sabotajes provocaron más bajas que el propio ejército ruso. La fuerza y la moral de Napoleón estaban ya agotadas cuando en 1813 se formalizó la última coalición. La colosal batalla de Leipzig o «batalla de las naciones», quedó aún indecisa, pero el emperador hubo de retirarse a Francia, donde, acosado por varias fronteras a la vez —y ya abandonado de muchos franceses— hubo de rendirse, para ser trasladado a la isla de Elba como soberano de un diminuto reino (1814). Todavía hubo un último intento napoleónico, el llamado «imperio de los Cien Días» —1815—, aprovechando las disidencias en Francia. Napoleón, que fiel a su costumbre, avanzó sobre Bélgica para aislar a británicos de prusianos, fue sin embargo sorprendido por ambos en Waterloo, y enviado prisionero a la isla de Santa Elena, en el centro del Atlántico, donde terminaría sus días en 1821. Con la caída de Napoleón triunfaban dos elementos tan contrapuestos como el Antiguo Régimen y los nacionalismos románticos.

      La revolución, que había iniciado su ciclo en América, cerraría ese ciclo en América. Era lógico que la independencia de Estados Unidos, desde fines del siglo XVIII, alentara la de los territorios dependientes de España y Portugal (no tanto la del Canadá, arrebatado por los ingleses a Francia, sometido a ocupación militar, y con una población muy débil). Cierto que las condiciones de los países iberoamericanos no eran las mismas que las de los anglosajones. La América española no estaba formada por una sociedad de colonos, pertenecientes casi todos a una sola clase, sino por un complejísimo conglomerado étnico, distribuído además sobre un territorio que iba de California a Patagonia, sumamente diversificado por la geografía y los climas. Era un hecho que tendría singular importancia en el reparto de poderes resultante de un movimiento emancipador.

      Estos territorios estaban habitados por unos 17 millones de hombres, de los que solo unos 4 eran blancos. Los demás podían ser indios, mestizos —los más numerosos—, negros o mulatos. En muchas partes, y especialmente en los virreinatos nuevos —Nueva Granada y Río de la Plata—, creados en el siglo XVIII, florecía una burguesía comercial criolla, muy influyente, y no siempre bien avenida con la de origen peninsular, también establecida en los principales puertos. América española había prosperado en la centuria de las Luces, mediante un tráfico cada vez más intenso con Europa, y contaba con familias acomodadas y cultas, a la altura de las del Viejo Continente. Pero estas clases florecientes pensaban que podrían alcanzar una prosperidad aun mayor con un régimen de independencia, que les permitiera comerciar no solo con España, sino con el resto del mundo. A este deseo se unía la proliferación de las ideas de libertad que ya iban ganándose a todas las clases distinguidas de Occidente.

      Por si ello fuera poco, en el siglo XVIII se había operado lo que J. Lynch llama «la segunda conquista de América». La expresión, probablemente, no es acertada, pero responde al prurito de los políticos españoles de racionalización y centralización, idéntico al operado en la Península. Se crearon dos nuevos virreinatos, numerosas intendencias, y una frondosa burocracia, eficaz, pero exigente, se desparramó por todo el continente. Quizá lo más decisorio fuera la sustitución del funcionariado criollo por el de origen pensinsular, tal vez mejor preparado en las técnicas de la administración, pero que venía a quitar los puestos a los nacidos en América. Ya a fines del siglo XVIII o principios del XIX se iniciaron los primeros movimientos secesionistas —entre ellos los Comuneros del Socorro, Nariño, Gual, Miranda—, facilmente sofocados, pero que a los ojos de los americanos dieron especial gloria a los «precursores».

      Pero el hecho que vino a cambiar radicalmente la situación fue la invasión de España por las tropas napoleónicas. Así como en la Península se había formado una Junta Central, también en muchas capitales de América se constituyeron Juntas, teóricamente españolistas, que no obedecieron al rey intruso de Madrid. Gran parte de ellas se titularon «Juntas defensoras de los derechos de Fernando VII». No está bien explicado el mecanismo mediante el cual estas Juntas pasaron de españolistas a independentistas. En todo caso, este cambio se opera entre los años 1808 y 1810.

      La emancipación de la América española es un hecho muy complicado. Aparte la heterogénea composición de aquellas sociedades, entre los residentes blancos había realistas españolistas, realistas independentistas, liberales españolistas y liberales independentistas. Al fin fueron estos, en los que se juntaban el número y la influencia, los que se impusieron.

      —En Caracas, aunque la Junta actuaba teóricamente en nombre de Fernando VII, uno de los principales patricios, Simón Bolívar, pidió una Constitución y una Declaración de Derechos. Perdió Caracas ante las tropas del españolista Monteverde, aunque la recuperó en 1813. En la cuenca del Orinoco, otro españolista, Boves, levantó a los llaneros, que pusieron en serio peligro la independencia venezolana, y recuperaron Caracas, mientras Bolívar declaraba la «guerra a muerte». Era aquella una guerra civil más que otra cosa, en la que se discutían principios e intereses muy distintos. Mientras tanto, aparecía un nuevo foco independiente en Bogotá, con Nariño.

      España, agotada por la guerra napoleónica, apenas pudo enviar en 1815 una pequeña fuerza de 10.000 hombres, mandada por el general Morillo. Se trataba, sin embargo, de tropas entrenadas, que vencieron facilmente a Bolívar, el cual tuvo que refugiarse en Jamaica, apoyado por los ingleses.

      —En Chile había una sociedad más homogénea en lo racial, con unos 500.000 blancos y solo 100.000 indios, pero con un reparto muy desigual de fortunas, por la existencia de grandes hacendados. Grupos ilustrados, más numerosos, aunque menos ricos, imprimieron el giro de la Junta hacia la formación de una «Patria Nueva», bajo la dirección de Bernardo O’Higgins. Pero la lucha entre españolistas e independentistas —no siempre violenta— tardó bastante en decidirse. Cuando ya predominaban los segundos, el virrey de Perú, Abascal, envió tropas a Chile, que tomaron Santiago en 1814. La rebelión parecía dominada.

      —Lo que hoy constituye Argentina era también una zona de muy claro predominio de la población blanca. Buenos Aires, con 50.000 habitantes, era una culta población mercantil, mientras en el interior eran mayoría los hacendados más afincados en las viejas tradiciones, a los que, sin embargo, les interesaba la disposición de amplios mercados a donde poder exportar sus productos. R. Zorraquín nos pinta felizmente aquella sociedad de funcionarios, terratenientes y comerciantes, relativamente homogénea, pero no siempre bien avenida.

      Aquí la pugna entre la administración española más los agentes mercantiles peninsulares, partidarios de mantener el monopolio, y la burguesía criolla que deseaba el librecambismo, se había manifestado desde algún tiempo antes. El golpe definitivo lo dio un pretendido cabildo abierto en Buenos Aires, al que sin embargo no acudió el

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