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de un ejército perfectamente organizado, que desde la segunda mitad del siglo XVII gozaba fama de ser el más eficaz de Europa. El prurito de Napoleón fue el de batir por separado a sus dos rivales antes de que llegaran a unirse, y lo consiguió. En otra marcha increíble, derrotó a los prusianos en Jena (1806), antes de que pudieran recibir ayuda, y ocupó Berlín. (Mientras las tropas napoleónicas patrullaban por las calles de la capital prusiana, Fichte, en su gabinete, escribía sus Discursos a la Nación Alemana, base del ya inmediato nacionalismo alemán, y de otros nacionalismos europeos, que iban a lanzarse contra los propósitos unificadores y globalizadores de Napoleón). Más trabajo costó al corso la invasión de Polonia, entonces en su mayor parte en manos de los rusos, pero al fin Varsovia fue ocupada, y la batalla de Friedland forzó la paz de Tilsit. Napoleón quiso dar a esta paz el carácter de un tratado casi entre iguales, para ganarse por mucho tiempo, o quizá para siempre las buenas relaciones con Rusia. Europa quedaba dividida en dos zonas de influencia: el Este para Alejandro I de Rusia, y el centro y Oeste para Napoleón: éste hizo ver al otro emperador que un reparto así no solo garantizaría la paz del continente, sino la grandeza de los dos países, que en adelante ya no tendrían rival. Inglaterra quedaba sin aliados en Europa, y no parecía fácil entonces que pudiese volver a conseguirlos alguna vez. La paz, bajo una nueva forma de equilibrio, parecía asegurada por largo tiempo. Cuando alguien preguntó a Napoleón por el momento cumbre de su meteórica carrera, la respuesta fue: tal vez Tilsit.

      Fue en Berlín donde el Emperador trató de asegurar un nuevo orden europeo. Todo el continente debería mancomunarse mediante alianzas y matrimonios entre casas reales. Se favorecerían los intercambios y las comunicaciones, hasta llegar a la total supresión de las barreras arancelarias. Napoleón suponía que Francia, primer país industrial del continente, obtendría ventajas de este primer mercado común. También se fomentarían los intercambios culturales. Desaparecerían las luchas entre Antiguo y Nuevo Régimen mediante sistemas monárquicos que ampararían los derechos de los pueblos.

      Al mismo tiempo, se decretaba el «bloqueo continental» —que algunos autores confunden indebidamente con el sistema continental—, por el que todos los países europeos se comprometían a suspender su comercio con Inglaterra. Esta, aislada, no tendría más remedio que pedir la paz y sumarse al Sistema.

      El Sistema Continental no surtió los efectos que se esperaban, en parte porque la mayoría de los países de Europa no colaboraron con gusto con Napoleón, y en parte también porque un mercado común solo era posible con amplias comunicaciones marítimas. Antes de la aparición del ferrocarril, el transporte terrestre resultaba unas diez veces más caro que el marítimo, y Europa no estaba preparada para constituir un todo intercomunicado sin utilización más que de su propio territorio.

      El Bloqueo Continental fue así un arma de dos filos. Los ingleses declararon a su vez el contrabloqueo, y los puertos europeos quedaron en gran parte paralizados. Faltó el contacto con el exterior, y sobre todo faltaron dos elementos imprescindibles para el desarrollo económico: los metales preciosos que llegaban de Ultramar, y el algodón, producto fundamental para la industria manufacturera de entonces. América, fuente de riqueza no solo para España y Portugal, sino indirectamente para todo el occidente y centro de Europa, se perdió de una vez para siempre, y otros mercados mundiales quedaron prácticamente imposibilitados para los negociantes continentales. Fue así como Europa, ya empobrecida por revoluciones y guerras, se empobreció todavía más. La economía francesa, después de un leve auge, reanudó su decadencia hacia 1810.

      Por el contrario, Gran Bretaña, aunque sufrió las consecuencias del bloqueo —sobre todo en el abastecimiento de granos, de que era deficitaria— pronto compensó las pérdidas de su comercio con el Continente mediante un incremento de sus intercambios con el resto del mundo. Es este precisamente el momento de la decisiva consagración de Inglaterra como gran potencia industrial y marítima. Puede parecer extraño que un país de apenas doce millones de habitantes (frente a los veintisiete de Francia), incapaz de autoabastecerse de subsistencias y con el ejército más débil de todas las potencias europeas, fuera capaz no solo de conjurar los efectos del bloqueo, sino de alcanzar la victoria final. Hay que tener en cuenta, por supuesto, la enemiga de muchos europeos a Napoleón y el hecho de que el bloqueo continental no fuera nunca completo, ni mucho menos. Pero la clave del éxito británico radica en su dominio de los mares, mientras las potencias continentales se dedicaban a despedazarse entre sí. Gran Bretaña nunca tuvo que sufrir los efectos directos de la guerra, y pudo permitirse el lujo de mantener un pequeño ejército. En cambio, la política mundial le permitió encontrar mercados en América, en Sudáfrica, en la India.

      A su gran capacidad comercial es preciso unir un desarrollo industrial sin precedentes. Los ingleses de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX están llenos de iniciativas, inventan métodos nuevos de hilaturas o tejidos, y con evidente sentido del riesgo —muchos quebraron, pero el conjunto marchó adelante— se lanzaron a la aventura de la inversión. Y se encontraron, además, con gentes enriquecidas que confiaban en ellos y les concedieron los créditos necesarios para la que la empresa pudiera cuando menos ensayarse. Sin este doble espíritu de iniciativa —el del inventor-fabricante y el del socio capitalista— difícilmente puede explicarse la primera revolución industrial británica. Ahora bien, si ya en el último tercio del siglo XVIII Gran Bretaña se había transformado en la primera potencia del mundo en la manufactura del algodón y de la lana, más importancia, tiende a darse hoy, como ha hecho ver Morazé, al segundo capítulo de la Revolución Industrial, el que toma como elementos fundamentales el carbón y el hierro. Es esta segunda forma de industria la que moviliza más hombres y capitales, y la que acabará transformando el mundo. Y esta segunda y más decisiva revolución es la que comienza a operarse en Gran Bretaña justo por los años de las guerras napoleónicas.

      La máquina de vapor, simbiosis del carbón y el hierro, revolucionó todos los sistemas mecánicos, tanto de trabajo como de transporte, y ayudó como ningún otro ingenio humano al trabajo del hombre. En 1805 se botó al agua el primer barco de vapor. En 1806 se instaló en Manchester la primera fábrica movida por máquinas de vapor. En 1810 había ya en Gran Bretaña 222 altos hornos, en los que el excelente carbón de hulla de los Midlands permitía obtener hierro fundido de la mejor calidad. Mientras el Continente se debatía en continuas guerras, Gran Bretaña se enriquecía, conquistaba nuevos mercados exteriores, importaba materias primas vedadas a los europeos y ponía las bases de un imperio mundial.

      La paz de Tilsit, en 1807, había puesto las bases de un nuevo equilibrio. Pero era difícil que las ambiciones de los dos Imperios, el occidental de Napoleón y el oriental de Alejandro I no rompiesen tarde o temprano aquel equilibrio. Para el corso, la posesión de Constantinopla y los Estrechos turcos era sagrada, aunque no había llegado todavía el tiempo de agenciarse aquellos territorios de tan alto valor estratégico («Constantinopla es la llave del mundo»); ¿y si mientras Napoleón buscaba otros objetivos en Europa Alejandro se le adelantaba? De todas formas, ¿no sería posible que Rusia, con su inmenso potencial demográfico, acabase por ser la primera potencia del mundo si no se la detenía a tiempo? El problema de Napoleón era que no podía darse descanso si quería mantener perpetuamente su posición hegemónica.

      Tres errores cometió entre 1808 y 1812 que acarrearían al cabo su ruina. El primero fue la intervención de España, en 1808: donde la disputa por la corona entre Carlos IV y su hijo Fernando VII le llevó a actuar de árbitro, según su costumbre; y en un golpe de audacia, que no supuso difícil, concibió la idea de convertir al país en un nuevo satélite: el rey de España no sería Carlos ni Fernando, sino José Bonaparte, hermano mayor del Emperador. Pero si los reyes resultaron manejables, los españoles no se sometieron a tales manejos. La batalla de Bailén (julio, 1808) fue la primera derrota de un ejército napoleónico. Y pese a la entrada en la Península de toda la Grande Armée, la defensa española, unidos miliares y civiles en un concepto nuevo de «guerra total», hizo la vida imposible a los invasores. La de España fue la única guerra permanente (1808-1814) de la época napoleónica, y supondría un desgaste irreparable para los ejércitos franceses.

      El segundo error fue la invasión de los Estados Pontificios en 1809,

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