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como la propia revolución política.

      Los principios del Nuevo Régimen no surgieron de la nada, y se fueron generalizando en la conciencia de muchas personas cultas a lo largo del siglo XVIII, y especialmente de su segunda mitad. Pueden tener raíces socioeconómicas —el convencimiento de la inutilidad e injusticia del orden estamental, el deseo de igualdad de oportunidades, o, como entonces se decía, de «la fortuna abierta a los talentos»; el deseo de un orden económico más libre—; aunque hoy por lo general se estima que el factor más importante fue el ideológico. El racionalismo, un movimiento que comenzó a desarrollarse ya a fines del siglo XVII, consagra en el XVIII (o «siglo de las luces») el prevalecimiento de la razón humana sobre el dogma, la normativa rígida o la costumbre consagrada.

      Son los «filósofos» de la Ilustración los que difunden las ideas de libertad política, regularización administrativa, supresión de las barreras sociales o económicas, con un cuerpo de doctrina que aparece ya sumamente elaborado, al punto de que la Revolución propiamente dicha no necesitó improvisar ningún principio fundamental nuevo. Montesquieu enunció la teoría de la separación de poderes, Rousseau el dogma de la soberanía popular, Sieyès la teoría de la disolución de los estamentos y la jerarquización de la escala social según el mérito, Adam Smith el principio del liberalismo económico. Los continuos contactos entre los pensadores o ensayistas dieciochescos —por ejemplo, en la empresa colectiva de la Enciclopedia, que nació con un expreso fin ideológico, o con la continua correspondencia entre intelectuales europeos e incluso americanos—, permitió esa República de las letras que según Th. Molnar fue decisiva para la consagración de un cuerpo de doctrina coherente. Las mismas o muy parecidas ideas circulaban por Francia, España, Alemania, Italia, Rusia, también en los ambientes más cultos de América. Que en unas zonas del mundo occidental triunfase o no la Revolución depende del grado de difusión de estas ideas, de la estructura social, de la fortaleza de las instituciones del Antiguo Régimen y de la mayor o menor participación de los grupos populares en los intentos revolucionarios.

      I. EL PERÍODO REVOLUCIONARIO (1776-1814)

      1. LA EMANCIPACIÓNDE LOS ESTADOS UNIDOS

      El proceso revolucionario comenzó en América y culminó en América. El hecho puede parecer sorprendente, porque tanto las estructuras sociopolíticas vigentes como el desarrollo del pensamiento teórico hacen suponer como más lógico el inicio de su desencadenamiento en Europa. Pero es preciso tener en cuenta que en las colonias británicas que hoy son los Estados Unidos faltaban los elementos de resistencia: la realeza, la nobleza, o el propio ejército real comandado por nobles. Aparte de que los hechos, por obra de unas circunstancias inesperadas, se precipitaron en América del Norte, y tiene todo el valor de un símbolo que el país que iba a convertirse por muchos motivos en el más representativo —y también el más poderoso— de la «Edad Contemporánea» fuese el primero en penetrar en esa Edad.

      El adelantamiento norteamericano fue uno de los hechos que inspiraron por los años 60 del siglo XX a R. Palmer y J. Godechot su teoría de la «Revolución Atlántica». Esta teoría, combatida durante un tiempo, especialmente por la escuela marxista, no ha sido nunca rebatida del todo, y viene cuando menos confirmada por un hecho: los primeros países en que triunfó el Nuevo Régimen fueron países bañados por el Atlántico: Estados Unidos, Francia, Bélgica, España, Portugal, Brasil, Hispanoamérica. También tiene la revolución norteamericana un cierto sentido de revolución internacional. En ella participaron simbólicamente, y no por casualidad, héroes de los más diversos países europeos: Lafayette, Kosciusko, Steuben, Mazzei: que lucharon en territorio americano, más que por la independencia de los Estados Unidos en sí, por la causa de la libertad.

      Por eso parece que es ociosa la discusión entre quienes pretenden que lo ocurrido en Estados Unidos entre 1774 y 1784 fue un movimiento de emancipación y los que defienden que fue una revolución política: las dos teorías no son incompatibles, y la guerra de liberación americana tuvo rasgos de ambas cosas a la vez. No fue una revolución en el sentido de que no se levantó contra un Antiguo Régimen propiamente dicho imperante en aquel territorio, y sobre todo en el de que no supuso ninguna transformación social (abolición de privilegios, etc.); pero cuando los Estados Unidos se proclaman como una colectividad independiente, adoptan todas las formas propias del Nuevo Régimen.

      El territorio que se levantó en 1776 contra la dominación británica estaba formado por trece colonias distintas, New Hampshire, Massachusetts, Conneticutt, Rhode Island, New York, New Jersey, Pensilvania, Maryland, Delaware, Virginia, Carolina Norte y Sur, y Georgia. Iban desde las fronteras de Canadá, que había sido francés, y nunca fue incorporado a la misma administración que las colonias, a la de Florida, un territorio que desde el siglo XVIII se disputaban ingleses, franceses y españoles. Su población apenas pasaba entonces de los cuatro millones de habitantes.

      A su vez, las colonias tenían administración bastante diferente entre sí, de acuerdo con su origen o con los derechos alcanzados ante la metrópoli. Dependientes de la corona británica, y cada cual dirigida por un gobernador nombrado o aceptado según los casos por el monarca, disponían de organismos semiautónomos, como los consejos y asambleas de colonos. Durante mucho tiempo gozaron de la que se llamó «negligencia saludable», por parte de los británicos, más interesados en comerciar con aquellas dependencias que de establecer en ellas un estricto control administrativo.

      Es preciso matizar el tópico de que «todas las colonias eran iguales», así como el de que «todos los colonos eran iguales». Formadas en épocas históricas muy distintas, cada región tenía su propia personalidad. Cabe distinguir tres grupos: las colonias el Norte —lo que en general se llamó y llama Nueva Inglaterra— estaban habitadas por puritanos, austeros y tradicionales, dedicados a la pequeña agricultura o pequeñas industrias; las del centro, encabezadas por Nueva York y Filadelfia, habían sido pobladas por cuáqueros, y poseían un carácter eminentemente comercial; mientras al Sur, las Carolinas y Georgia eran tierra de grandes propietarios, y de cultivos extensivos, facilitados por la abundante mano de obra negra.

      Por tanto, puede hablarse de los primitivos estadounidenses como de un pueblo sencillo, un tanto patriarcal, sin grandes contrastes sociales e incluso económicos —excepto en lo que respecta a los esclavos agrícolas—, en marcado contraste con las complejas estructuras sociales de Europa. Los historiadores norteamericanos gustan de decir de sus predecesores que «eran gentes sencillas, naturales, como usted o como yo»: lo cual puede significar ya un exceso de generalización.

      Las Trece Colonias poseían una administración independiente entre sí; pero aun a pesar de sus diferencias —o precisamente gracias a ellas— los contactos mutuos eran muy frecuentes, en cuanto que sus economías resultaban complementarias. Sin embargo, solo poco a poco se fue formando una conciencia común, «norteamericana», conciencia que estuvo muy lejos de consagrarse hasta que sobrevino el movimiento de protesta contra la metrópoli. Tanto como esta conciencia común jugó el papel de las nuevas ideas venidas de Europa. También en Norteamérica hubo «ilustrados», tertulias intelectuales y logias masónicas, que cumplieron un papel nada despreciable. Tales ideas pudieron ser patrimonio de una minoría —Crane Brinton estima que los independentistas militantes no pasaban del l0 por 100 de la población—; pero quienes las profesaban eran por lo general las personas más prestigiosas e influyentes.

      Todos los autores están de acuerdo en que la primera causa precipitante de la rebelión norteamericana está en la guerra de los Siete Años (1756-63), que no sólo afectó con sus gastos y molestias al territorio, sino que significó un recrudecimiento del régimen colonial. Los británicos afianzaron su autoridad y disgustaron a los colonos con decisiones como el Acta de Quebec, que confería un régimen especial a los canadienses, sin posibilidad de que los norteamericanos se expandiesen hacia el Norte; y cedían Florida a los españoles, lo que les frenaba toda posibilidad de expansión por el Sur. Al mismo tiempo, se acentuaba el «pacto colonial», que obligaba al comercio exclusivo con la metrópoli, y a los nuevos impuestos como consecuencia de la penuria del erario británico después de la guerra.

      Los

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