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      ─De crímenes y de misterio ─y simulando enfado─: Un amigo como tú, debería saberlo. ─Y como él se azorase, ella rio─: No me hagas caso: es broma.

      Rieron.

      ─No te pega nada.

      ─¿Por qué?

      ─No das el tipo.

      ─No te fíes de las apariencias. Los escritores somos engañosos por naturaleza. ¿Qué pensabas que escribía? ¿Novela rosa?

      ─Bueno, no sé… No entiendo de literatura, pero ¿por qué de crímenes?

      ─Son interesantes. No el crimen en sí sino las causas, lo que lleva a una persona, a veces aparentemente normal, a cometer un crimen, a convertirse en asesino. Pura psicología como verás.

      Ahora recordaba que Ana era psicóloga, y no lo recordaba porque había querido olvidarlo: desde que estuvo en aquel sitio odiaba todo lo que oliera a psicología, esa manía de bucear por los tortuosos senderos de la mente, tantas y tantas preguntas…

      ─La línea divisoria que separa al asesino de un individuo que consideramos normal, es tan estrecha, tan sutil, que apenas se nota.

      ─¿Tú crees?

      ─Estoy convencida.

      A veces le molestaba la rotundidad de Ana, la seguridad que ponía en sus opiniones.

      ─No estoy de acuerdo: todos distinguimos claramente entre el bien y el mal.

      ─El bien y el mal son conceptos morales. Mejor sería hablar de normalidad o de enfermedad, de cordura o de locura. Pero ¿qué es la normalidad? ¿Qué la locura? ─Y ante el gesto de impotencia de José María, Ana se echó a reír─. Bien, por supuesto que no me estoy refiriendo a la locura con mayúsculas, esa de las alucinaciones y la camisa de fuerza, sino a esa pequeña locura cotidiana, subterránea, larvada día a día; la que empieza con pequeñas manías, con fijaciones, con obsesiones, y que, sin darnos cuenta, puede acabar en locura y en crimen. La mayor parte de los asesinatos los cometen la llamada gente corriente, esa que no figura en los psiquiátricos ni en los archivos policiales. Tú y yo, podemos ser asesinos en potencia.

      ─¡No, qué disparate!

      ─He dicho en potencia.

      ─Ni siquiera en potencia.

      ─Bueno, posible y afortunadamente, no lo seamos nunca. Hasta ahora, tenemos, o creemos tener controlados los resortes de la mente, pero un día, por cualquier detalle nimio, pueden descontrolarse los controles de vigilancia, y casi sin darnos cuenta, traspasar la línea, esa sutil línea de la que te he hablado…

      ─¿De verdad te parece tan fácil?

      ─Todos tenemos algo que nos obsesiona, que nos preocupa… ─Él sonreía y negaba; negaba y sonreía─. ¿No? ¿De veras?... ¿Ni siquiera secretos, terribles y pequeños secretos? ─José María volvía a negar. Se acordaba de cosas, de bastantes cosas, pero negaba─. ¡Qué raro! Todos tenemos secretos que quisiéramos llevarnos a la tumba. Yo, al menos.

      Gema entró con una bandeja de sándwiches.

      ─¿De qué hablabais? ¿Interrumpo?

      ─¡De crímenes! ─dijo Ana en un tono irónico, falsamente dramático─. José María se ha quedado muy extrañado al saber que escribo novelas de misterio. Temo haberle asustado.

      ─No me extraña. ¡Mi madre y sus teorías! Seguro que te ha dicho que cualquiera de nosotros puede ser un asesino. ¿A que sí? No le hagas caso. Deformación profesional. Aunque, te aseguro: es muy buena. Si no has leído nada suyo, ya puedes empezar.

      ─Perdón, perdón. Siento no estar al día ─dijo José María intentando bromear.

      ─Pues eso tiene fácil enmienda ─dijo Ana levantándose y cogiendo un libro de uno de los estantes, se lo dio─: toma, para abrir boca.

      José María lo cogio: la tapa tenía un fondo blanco y unos dibujos en negro laberínticos. El oscuro origen de los comportamientos se titulaba. Sonrió, dio las gracias y lo puso junto a él. De vez en cuando lo miraba, como si se hubiera sentado a su lado a un visitante incómodo.

      ─Gracias ─volvió a decir.

      ─No me las des. Te he puesto en un compromiso.

      ─Ahora está maquinando una nueva novela. ─Era de nuevo Gema a José María. Y a su madre ─: Por cierto, ¿cómo vas?

      ─Mal. Estoy atascada. Las musas, como dice Serrat, deben estar de vacaciones. Y lo peor es que Marisa me presiona.

      ─No es Marisa. Es la editorial. De manera que ya sabes lo que tienes que hacer: encerrarte y darle a la cabeza.

      ―Lo sé, lo sé.

      La conversación transcurrió durante un rato a tres bandas, entre bromas y veras, en un tono desenfadado y normal, demasiado normal. Llevaba algo más de una hora y todavía no habían hablado de Juancho. De literatura sí, pero no de Juancho. ¿Era aquella una visita de pésame?... A todas las visitas de pésame a las que había ido, todas las amigas de su madre eran viudas, auténticas viudas, de las que lloraban, hacían misas y vestían de negro, no se hablaba más que del muerto. ¿Era Ana una auténtica viuda? ¿Cómo iba a serlo con aquellas piernas cruzadas tan sabiamente, la falda corta, tal vez demasiado corta y aquella blusa, que casi dejaba transparentar el sujetador?

      ¡Qué distinto de cuando murió su padre! Su madre se vistió de viuda por fuera y por dentro, le hizo funerales y le lloró durante tres años, y eso que se llevaban mal. De pronto le entraron ganas de irse. Se levantó.

      ─Bueno, yo ya me voy.

      ─¡Qué prisa tienes! ─dijo Ana.

      ─Ya es tarde. Mientras llego…

      Gema le dio un par de besos, pero no le dijo ¡llámame! como otras veces. Ana le acompañó hasta la puerta seguida de Buck.

      ─Hasta cuando quieras ─le dijo ella.

      ─Cuídate ─le dijo él mientras le daba dos besos protocolarios. ¡Qué distintos de los que había imaginado!

      Ana cerró la cancela, le dijo adiós con la mano y él se metió en el coche. Buck le dio la espalda con el aire cansino y majestuoso de un aprendiz de león con mansedumbre de ternero.

      En cuanto llegó a su casa colocó el libro en la pequeña librería donde todavía sobrevivían unos libros de la mortificante ingeniería y de la carrera de Empresariales que no llegó a acabar. Estaba deseando desembarazarse de él. Allí quedaría, olvidado, como otro más, sin leer. Se sentía tan decepcionado que casi le daban ganas de llorar. ¡Qué distinto el encuentro de como lo había imaginado! Pensó que Ana le recibiría a solas, que hablaría de Juancho, y que él, aprovechando ese momento de debilidad, la cogería la mano mientras le decía consoladoras frases. Luego la habría besado primero en el cuello, suavemente, y luego en la boca, y ella se habría dejado besar. Sí, eso era lo que había pensado y lo que habría querido. Y, sin embargo, no había sucedido nada de eso. Ana no estaba necesitada de consuelo; Ana no era de esas viudas que esperan que se las deje consolar y convencer. Ana no necesitaba que la sacasen de la atonía, del impasse… Quien lo necesitaba era él. Ana, aquella mítica mujer de Juancho era fuerte, y además de psicóloga, escribía novelas de crímenes. ¿No era lo más contrario a lo que había imaginado?...

      Eran más de las once de la noche y se estaba quedando adormilado cuando sonó el teléfono: era su madre.

      ─¿Has ido a verla?

      ─Sí.

      ─¿Cómo la has encontrado?

      ─Bien, muy guapa ─se le escapó.

      ─No te estoy preguntando por eso. Que si está muy afectada.

      ─Pues no mucho, la verdad. La encontré muy entera. Como si no hubiera pasado nada.

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