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que podía pasarle y de lo que dijeran sus padres, y me largué a Alemania, dejándola plantada. Al poco de llegar, mis tíos me escribieron para decirme que la niña, así la llamaban, había muerto. Sin más. Sin explicarme las causas y los porqués. Yo tampoco los pedí. De la criatura, si llegó a tenerla o no, nada me dijeron. Yo tampoco pregunté. Me porté como un cobarde, como un cerdo, esa es la verdad. ─Hizo otra pausa, que acompañó de otro trago─. ¿Cree en el castigo? ─Y antes de que él contestara─. Yo sí, porque desde entonces todo me ha salido mal. Cuando volví a España, no me atreví a ir ver a mis tíos. Pasó mucho tiempo sin atreverme: temía que recriminasen mi actitud. Solo pude hacerlo al cabo de mucho tiempo, cuando ya eran muy ancianos y se habían olvidado de casi todo, hasta de aquella niña que tuvieron.

      ─Y en Alemania, ¿cómo le fue?

      ─No tuve suerte, volví poco más que con lo puesto y tuve que agarrarme a lo que encontré, que no era mucho. Cogí una representación que me ofrecieron de unas camisetas. Era una forma de escapar, de estar de un lado para otro. De olvidarme. En mis viajes por Levante me enamoré de una valenciana que cantaba por los baretos de Benidorm: el pueblo ya era famoso por los rascacielos y el festival. Me enamoré hasta las trancas. Todos me advirtieron de que no me casara con ella, pero no hice caso. No duramos ni tres años. No tuvimos hijos, ella no quería, y un día se largó. Tenía aspiraciones: se veía cantando en Madrid, en Pasapoga o en Villa Romana. Luego hubo otras, pero ya sin casamientos. Tampoco hijos. Yo los echaba en falta, pero las mujeres con las que conviví no los quisieron. Ahora estoy solo y me acuerdo de mis tíos, de esos pobres viejos que terminaron en una residencia de la comunidad; también de mi prima, la pobre, y de aquella criatura que a saber si nació o si no lo hizo por mi culpa. Y me pesa. Me pesa, sí. ─El hombre quedó un momento callado, enganchado en sus pensamientos, como si se le hubiera parado la cuerda─. ¿Comprende ahora por qué necesito vender la finca, quitármela de encima cuanto antes?... ─Eso dijo: «quitármela de encima cuanto antes», como si se tratara de un enorme e insoportable peso─. Me trae mala conciencia y tengo la sensación de que mientras me pertenezca, no podré levantar cabeza.

      Se despidieron. José María le prometió que se encargaría personalmente del asunto, que pondría todo su empeño, pero decidido a hacer justamente lo contrario: El cuarto secreto de Barba Azul no se vendería. Eliminó anuncios, borró las fotos y quitó el cartelito que ponía Se vende, y si alguien preguntaba por la finca, decía que ya estaba vendida o que no estaba en venta.

      De vez en cuando el viajante le llamaba:

      ─¿Alguna novedad?

      Y él, siempre, respondía lo mismo:

      ─De momento no hay nada. La gente pregunta, algunos han ido a verla, pero nada. La finca tiene sus pegas, usted mismo lo ha visto, pero no se preocupe, que es cosa mía.

      ─¿Y su madre? ¿Ha hablado con su madre?

      ─Algo le he dicho, pero dice que quiere verla. Va a venir un día de estos.

      Pero, naturalmente, la madre no venía. Tampoco le había dicho nada. ¿Para qué? De sobra conocía la respuesta.

      Otras veces era él quien llamaba al viajante para darle falsas esperanzas: «Tengo buenas expectativas… Mañana viene a verla un matrimonio. Hay una pareja de Madrid muy interesada. A mi madre ya le he hablado. Es muy posible que la convenza».

      Disfrutaba jugando con él. No sabía por qué, le gustaba hacerle sufrir o suponer que lo hacía.

      ─¿Por qué le dices eso si no hay nada? ─le decía su compañera.

      ─Quiero comprarla yo. Por eso le doy largas.

      ─¿Tú?

      ─Sí, yo.

      ─Entonces, ¿a qué esperas?

      ─A que mi madre se muera.

      Y era verdad que a veces se veía enterrando a su madre, a su amada y odiada madre en aquel lugar.

      Al final, terminaron echándole de la agencia, o él se despidió, no lo tuvo muy claro; su interés en conservar aquella finca, de preservarla en su total aislamiento, le incapacitaba para vender. Obstaculizaba la venta de las fincas cercanas, extendiendo el lazareto a kilómetros a la redonda. No quería a nadie cerca, intrusos que pudieran acabar con su privacidad, nada construible cerca de El cuarto secreto de Barba Azul. Solo pájaros, flores, árboles, naturaleza. Nada más que naturaleza. El escenario perfecto para esa especie de camposanto donde depositar a todas las imprudentes que le habían descubierto o estuvieran dispuestas a descubrirle. Él era distinto. Selectivo y distinto, y nada debería turbar su silencio ni desvelar su secreto.

      Fueron seis meses los que trabajó en la agencia; seis meses de su vida de los que su madre no tuvo noticia, como si hubiera vivido en otra galaxia, como si hubiera tomado cuerpo en otro individuo; seis meses en los que iba a la agencia huido, escapado; como un polizón.

      El tiempo había pasado, el pueblo crecido, pero la finca seguía sin venderse. A veces se preguntaba qué habría sido del dueño, de aquel viajante que decía tener mala conciencia, y si todavía seguiría expiando su desgracia. Un domingo, una semana después de que fuera a darle el pésame a Ana, se encontró con una antigua compañera de la agencia y le preguntó por él:

      ─Murió. De un infarto ─y luego, como en secreto─: En una casa de citas. ¡Pobre hombre! ¡Qué final más triste!

      El que se merecía, pensó, y mirándolo bien, hasta le había hecho un favor. ¿Qué hubiera pasado si una excavadora hubiera descubierto los restos de aquella prima que abandonó y de ese niño que quizás no llegó a nacer? Pero también era consciente de haber contribuido a su muerte: tal vez si la finca se hubiera vendido, si se la hubiera quitado de encima, «mientras sea mía, nada me saldrá bien», la suerte de aquel hombre podía haber cambiado. De acuerdo con esto, el viajante se había convertido en otra víctima suya, otra más que añadir a su lista de venganzas. Bueno, venganza no era la palabra apropiada, se decía, sino justicia: el viajante había purgado su pecado. Todos debían purgar sus pecados.

      ─Y tú, ¿cómo lo sabes?

      ─Su viuda se presentó en la agencia.

      ─Es cierto, estaba casado. ─Y se acordó de lo que le contó de aquella valenciana que cantaba por los bares de Benidorm─.

      ─Ha bajado el precio. Le corre prisa.

      Siempre, después de visitar El cuarto secreto... entraba en un bar, siempre el mismo bar y se premiaba con una caña, solo con una caña. El camarero se la daba bien tirada, con una espuma casi compacta y un platito con aceitunas. «¿Alguna otra cosa? ¿Jamón, morcilla, conejo al ajillo?», preguntaba, pero él siempre decía que no, que estaba bien, aunque tuviera un hambre voraz.

      Pero ese día, no. Ese domingo, no. No habría premio, ni caña bien tirada, ni aceitunas: su refugio estaba amenazado y se sentía como si una espada pendiera sobre su cabeza.

      A la vuelta pasó por la casa de Ana. Todo parecía silencioso. Se acordó del libro que le había dado y que todavía estaba sin leer. Y se sintió más triste aún.

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