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la idea de volar, empezó a hacer kilómetros por los alrededores, y un domingo, siguiendo las indicaciones de un lugareño, «si a usted le gusta caminar hay parajes muy bonitos monte arriba», descubrió una finca a la que llamó El cuarto secreto de Barba Azul. Estaba situada en un lugar recoleto, apartado y umbrío. Tendría unos dos mil metros, forma trapezoidal y la rodeaba una cerca metálica caída en uno de sus lados en el que matorrales y sotobosque la invadían. En el lado más elevado y estrecho del trapecio se alzaba como impúdico esqueleto, una construcción, posiblemente una cuadra y un palomar, lo que le daba el aspecto de torrecilla o castillete, y un pozo. El conjunto tenía algo de mazmorra, de lóbrego y secreto, como si hubiera albergado una terrible historia, y nada más verlo lo bautizó como El cuarto secreto de Barba Azul, que se acordó de aquel cuento siniestro que de vez en cuando releía. Le pareció tan interesante el hallazgo que lo apuntó en su cuadernito, ese que ni siquiera su madre conocía: «he encontrado un lugar muy interesante, solitario y apartado…». Desde entonces, siempre iba allí. En aquel lugar, a resguardo de viandantes y mirones, creyó encontrar su escondrijo, su refugio particular: si no podía surcar los cielos con el ala delta y volar como el águila, al menos podía esconderse como el conejo en su madriguera. Allí sentía una paz especial, una placidez que ni siquiera consiguió en aquel otro donde estuvo internado y del que su madre no le permitía hablar; «no digas donde has estado. A nadie le importa»; una paz diferente también de la del gimnasio. Allí se sentía fuerte y libre. Realizado y a salvo. Allí no había penas ni remordimientos. Solo paz. Un sitio tranquilo y secreto donde reposar, y cuando la presión de su madre se le hacía insoportable, se decía que, si un día tenía la osadía de matarla, la enterraría allí, también allí, como a las otras, para después, ya libre, irse a matricular en la escuela de pilotos, aunque después, en pleno vuelo, se tirara en picado por no poder soportar los remordimientos.

      Luego vino lo del trabajo. Fue también casualmente, un domingo que paseaba por el pueblo y vio que una inmobiliaria necesitaba vendedores. Entró. ¿Por qué, si nunca había vendido pisos ni le atraía la idea? Pero necesitaba trabajar, en lo que fuera; de lo contrario, se volvería loco. Y también, este era un deseo más inconsciente, no por completo elaborado, porque deseaba introducirse en aquel mundo para ser el guardián, el vigilante secreto de ese Cuarto secreto de Barba Azul que ya consideraba suyo.

      Le recibió un chiquito bastante joven y con aires de saber todo sobre ventas, y después de algunas preguntas que le resultaron humillantes (¿tantas preguntas para algo tan simple como vender pisos?) y de mirarle como si le perdonara la vida, le dijo: «ya te llamaremos». Estaba seguro de que no lo harían, pero a los dos días le llamaban: «si le sigue interesando el trabajo…». Al principio creyó haber oído mal, pero no. El chico le había dicho: «si le sigue interesando el trabajo…». Le dio entonces una alegría tan súbita, tan desbordada, que a punto estuvo de decírselo a su madre, pero en seguida comprendió que no debería hacerlo: «¿tanto estudiar, tanto esfuerzo para terminar vendiendo pisos?». No, no se lo diría. No se lo diría a nadie. Y aunque al aceptarlo lo consideró casi una vergüenza, una humillación, lo aceptó.

      Desde ese momento se consideró otro: tenía, ¡por fin!, algo que hacer, una ocupación. Vestido de traje y corbata, un traje azul marino de bastantes años y una discreta corbata a rayas, mostraba a las parejas, generalmente matrimonios jóvenes con dos niños que deseaban huir de Madrid, los metros cuadrados de los pisos piloto, el chalet pareado, la parcela donde construir… Eran los años del fervor constructivo: por todas partes se abrían agencias inmobiliarias y en todas ellas se ofrecían pisos luminosos con jardines, piscinas, pistas de tenis, club social…; chalecitos independientes y pareados… Todo eran ofertas tentadoras para escapar del agobio de la ciudad, bien de forma permanente o los fines de semana. A la larga, el irse al extrarradio o a la periferia, no ofrecía tantas ventajas como a primera vista pudiera parecer: había que levantarse más temprano y tomar con paciencia los atascos que se formaban en las horas punta o estar pendiente de los horarios de trenes y autobuses, pero el hecho de disfrutar de un trozo de jardín, de verse rodeados de naturaleza, de dormir sin que te despertaran los ruidos de la calle y poder refrescarse en una piscina en los tórridos veranos madrileños, que los críos retozaran a sus anchas por espacios verdes entre columpios y toboganes, compensaban un tanto las incomodidades. «¿Pero no está muy lejos?». A todos les parecía que el piso, el chalé o la parcela (se vendían también muchas parcelas), quedaba muy lejos, que todo quedaba muy lejos. «¿Lejos? En absoluto, y al paso que llevamos, dentro de poco, todo lo más un par de años, estarán en el centro». «Pasen por aquí, la cocina como ven está amueblada, los cuartos de baño con los mejores y más modernos sanitarios, los cerramientos, de lo mejor, y calefacción en todos los cuartos, individual, por supuesto… ─Abría y cerraba puertas─. En este dormitorio caben perfectamente dos camas de noventa. Todos los pisos tienen trastero y garaje, opcional, por supuesto, pero ¿quién no quiere garaje?, ¡y el trastero es tan útil! ¡A la larga, se acumulan tantos trastos!». Se había aprendido bien, casi de memoria, lo que tenía que decir sobre las bondades de los pisos piloto, y los enseñaba con orgullo, como quien muestra a sus hijos, y también, cuándo debía ponerse serio y cuándo sonreír. Se esforzaba en ser un buen vendedor, aunque en su tono, en sus maneras, había algo de falso, de falta de convencimiento; pero lo hacía, y ponía su mejor voluntad, hasta que apareció el viajante.

      Era un hombre de unos cincuenta años, no mal parecido, de facciones correctas, alto, en torno al uno noventa, y de cabeza un poco pequeña para su fuerte complexión. Tenía una expresión triste y cansada, como si la vida no le hubiera tratado bien, algo así como un desvalimiento, que acentuaban unos ojos caídos con potentes y arrugadas ojeras, como la de los paquidermos. Todo en él era un poco elefantiásico, lento, pesado, triste. Parecía, más que moverse, arrastrarse, varado por un gran peso interior. Trató de adivinar su profesión: ¿viajante tal vez? Sí, tenía aire de viajante, de hombre perdido por estaciones de autobús, de ferrocarril, o haciendo kilómetros en su pequeño utilitario. ¿Qué vendería? ¿Telas, vinos, electrodomésticos?...

      ─Verá ─dijo mientras se sentaba, más bien caía, sobre la silla─, querría poner en venta una finca que he heredado. Está cerca de aquí, a unos cinco kilómetros, bueno, puede que algo más, tiene unos dos mil metros, luz, agua y una pequeña construcción que en su tiempo fue cuadra y palomar… ─Sus manos, que movía para explicarse, eran grandes, como dos palas que se movían pesadamente.

      José María le escuchaba aterrado: aquel hombre era, sin duda, el dueño de El cuarto secreto de Barba Azul, y quería ponerlo a la venta. Intentó disuadirle:

      ─¿Por qué quiere venderla? Es una bonita finca.

      ─No me sirve para nada y necesito el dinero.

      ─Si espera un poco más podría venderla por el doble.

      ─Me corre prisa: me trae malos recuerdos. ─Y sonrió con tristeza e impotencia.

      Guardaron silencio unos momentos.

      ─¡Lástima! Si pudiera, se la compraba.

      ─¿Usted? ¿Lo dice en serio?

      ─Tendría que proponérselo a mi madre.

      ─Venga, le invito a un trago y hablamos.

      Se fueron al pueblo. Se sentaron en el primer bar que encontraron. El viajante pidió media botella de vino y él una cerveza. El hombre bebía rápido: parecía tener sed y ganas de explayarse.

      ─Era de mis tíos. Lo único que les ha quedado. La casa que tenían, aquí, en el pueblo, tuvieron que venderla para irse a una residencia. Cuando recibí la notificación del notario, me extrañó: nunca pensé que me dejaran nada. A lo mejor me la han dejado como penitencia, para que expíe lo que hice ─dijo intentando bromear, pero sin conseguirlo.

      ─¿Por qué dice eso?

      El hombre se quedó un momento pensativo. Echó otra calada al pitillo y otro sorbo al vaso.

      ─Mis tíos tuvieron una niña, una pobre niña retrasada. La tenían medio escondida en la finca, en la cuadra concretamente. Como los animales. No les gustaba que la gente la viese. Se avergonzaban de ella. ¡Pobre!

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