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tres cuartas partes, basado en cualidades que poco tenían que ver con lo profesional: «¡es tan bueno y educado! ¡Nunca me alzó la voz!». Si él estaba presente, se avergonzaba un poco, sonreía con el encanto de los tímidos, miraba hacia otro lado y la dejaba hacer.

      Pero las influencias de su madre de nada valieron. Es cierto que los señores cuyo nombre aparecía detrás de las tarjetas con el saludo y casi el besamanos, le llamaron y hasta le recibieron, pero a la larga todo se fue diluyendo, debilitándose, dando por cumplida la cortesía que se les había pedido y acabaron no poniéndose al teléfono, escudados tras el «está reunido» de las secretarias.

      José María tampoco insistió mucho: aquellas llamadas sin respuesta escocían su orgullo. Durante un tiempo siguió mirando las ofertas y acudiendo a citas más o menos concertadas, pero ya sin ilusión, sin ningún convencimiento, solo como el que sigue un rastro, como una inercia. Ya no sentía esa amargura inicial, esa sensación de fracaso que en un principio le acongojó, sino alivio e incluso alegría ante las negativas, ante la vaguedad consabida del «ya veremos si hay algo», que conocía tan bien. Nunca había nada. Había que encajarlo y admitirlo: el tiempo del trabajo, quizás también el del amor, empezaban a pasársele o se le habían pasado por completo.

      Decidió, pese a las protestas de su madre, que se quedaría en Madrid, que solo se verían en vacaciones: «¡cuánta separación y cuánto gasto inútil!», se quejó ella. Pero él se mantuvo inflexible por primera vez, y su madre le ingresaba en la cuenta corriente el día dos de cada mes, siempre el día dos, una cantidad suficiente para mantenerse. Puso también un seguro a su nombre, y en el colmo de la previsión, contrató un fondo de pensiones. Todo quedaba así atado y pactado: el presente, el futuro y la complicidad común. Y como José María no quería seguir rodando por pensiones ni compartir piso con estudiantes, también le compró un piso, un modesto interior en Rodríguez Sampedro, casi frente por frente de la Casa de las Flores: «¡No te quejarás del sitio!».

      Del sitio, no. Del sitio no se quejaba. No obstante, para paliar gastos, José María alquilaba una habitación Y así fue como después de dos o tres vanas tentativas se encontró con Jesús, un funcionario docente a la espera de que le terminaran el piso que había comprado sobre plano en las afueras de Madrid. Jesús y él se llevaban bien; mejor dicho, se conllevaban, sin roces, cordialmente. Jesús preguntaba poco; José María menos. Lo importante era el orden y el pago. El pago, sobre todo.

      Finalmente, todo estaba en orden y su vida de pequeño burgués arreglada: el piso, la cuenta bancaria, y para colmo, el club.

      ¡Qué haría él si no existiera el club! Desde que se hizo socio, era otro. El club le había salvado. ¿Salvado de qué?... Le mantenía activo y eso era importante. ¡Activo, activo, activo! Mantenerse en forma era una manera de controlar la mente y el equilibrio emocional. Se entrenaba con verdadero entusiasmo en la cinta, la piscina, el frontón y el tenis. En el tenis era un campeón. Nada como el tenis le daba aquella sensación de triunfo, de poder, de dominio. En el tenis lograba destacar y ganar, y aquella sensación de triunfo, le emborrachaba. ¡Campeón, campeón! Descargaba sus ardores golpeando la pelota, haciendo del juego una especie de reto, de erotismo, que lo dejaba felizmente exhausto. Un partido de tenis era para él como un auténtico cuerpo a cuerpo en el que era preciso vencer. El tenis, como una buena amante, le remodelaba, le reafirmaba y le embellecía; también le hacía sentirse menos solo: el tenis era, al fin y al cabo, cosa de dos.

      Pero ¿por qué tenía que acordarse de su prima Margarita, de sus años de colegio, de las infructuosas entrevistas, de todas esas cosas que ametrallaban su memoria?...

      Y mientras tanto, Ana en el Caribe, en la playa, en bañador o en bikini y él en León, muerto de frío, acurrucado junto a la mesa camilla, semidormido, indolente.

      4

      En cuanto regresó a Madrid volvió a llamar a Ana y quedaron en verse aquella misma tarde. ¿Qué se pondría para ir a darle el pésame? se peguntaba. Cuando iba con su madre a una visita de duelo, se ponía traje y corbata, pero esta vez no, el traje no le favorecía, le restaba aspecto juvenil y la corbata le congestionaba. Tenía que causar buena impresión: después de dos años sin ver a Ana era como si se vieran por primera vez.

      Abrió el armario donde guardaba de manera ordenada, casi meticulosa, todo su vestuario, y en sitio preferente, encapsulados en sus fundas, los trajes que se ponía para las bodas, los entierros, los acontecimientos, en fin...; aquellos que se puso, esperanzado, para las entrevistas de trabajo, cuando todavía no había tirado la toalla. «La primera impresión es la que vale», es lo que decía su madre, y él se afeitaba, se peinaba, se arreglaba con esmero, se echaba colonia… Pero para él no había valido. Nunca valía para él lo que valía para los demás.

      Cogió un pantalón gris (no le pareció correcto ir en vaqueros), una camisa blanca, una corbata discreta y la cazadora de cuero que conservaba como un tesoro. Le gustaba mucho la cazadora de cuero. Se le ceñía al cuerpo resaltando sus músculos a la par que le estilizaba. Se miró, no sin cierta complacencia, en el espejo de cuerpo entero de una de las puertas del armario: no era alto si se le comparaba con las últimas generaciones, pero sí proporcionado, de anchos hombros, piernas fuertes y cintura en su sitio. Desde hacía años se enorgullecía de poder abrocharse el cinturón en el mismo agujero a base de mucho paseo, mucho deporte y evitando las cenas copiosas. La verdad es que se encontraba joven, con ese aire intacto de los que nunca se han expuesto a nada, como si tuviera el espíritu conservado en formol. Lo del formol se lo decía un tal Santi, con el que a veces jugaba al tenis. Solo algún gesto, eso que se escapa traidoramente cuando nadie nos observa, le delataba. (Eso, lo del gesto que se escapa traidoramente, también se lo decía Santi). Se dio un último peinazo, cogió las llaves del coche y salió a la calle.

      Iba con retraso: eran las seis y media y había quedado con Ana a las siete. Siempre que se citaba con mujeres le gustaba retrasarse. Era una forma de no mostrar su impaciencia. Se dirigió hacia donde tenía aparcado el coche. Cada vez le resultaba más difícil aparcar en su calle; al final, no tendría más remedio que alquilar una plaza de garaje, lo que le desajustaría el presupuesto. Puso el coche en marcha, encendió la música, Por una cabeza cantado por Gardel, y enfiló hacia la carretera de La Coruña. Ana vivía en Las Rozas, lindando con Majadahonda. «Vas a ver a Ana, vas a estar con Ana», se decía mientras Gardel cantaba. «Ve a verla para darle el pésame y nada más». Eso le había dicho su madre: «nada más».

      Llegando a Aravaca se encontró con el atasco. Tenía que haberlo previsto. Los viernes siempre había atasco. Miró el reloj. Era casi la hora. Tamborileó impaciente sobre el volante. Aprovechó el parón para quitar a Gardel: los tangos le ponían triste. Hablaban de amor y deseo. Y de desesperación. Y de nostalgia. Mejor olvidarse. ¿Por qué tenía él nostalgia de algo que ni siquiera había comenzado?...

      Cuando pisaba el umbral de la casa de Ana eran más de las siete y media.

      ─Perdona, la carretera, el tráfico...

      Ana estaba tras la verja. No iba de luto. Esa fue su primera sorpresa. Llevaba falda negra, blusa blanca, chaqueta roja y los zapatos eran de tacón alto, fino, casi de aguja. A su lado, Buck, el mastín, ladraba parsimoniosa e indiferentemente, como si cumpliese una pesada obligación. José María le miró con prevención: no le gustaban los perros; era un animal sucio y le molestaba la falta de higiene. Además, les tenía miedo desde niño. Aunque vivía solo (lo de Jesús era casi una compañía simbólica), nunca se le pasó por la cabeza tener un perro.

      ─Pasa, no te quedes ahí.

      Y después de darle dos besos, avanzó por un senderito de piedra ribeteada de césped. La falda con una rajita atrás, dejaba ver las corvas. Pasaron al recibimiento que ya conocía, con su alfombra de nudos un tanto gastada, el escritorio antiguo de nogal que mostraba sus cajoncitos perfectos y lustrosos, y encima un cuadro antiguo con una Virgen descolorida emergiendo de un fondo oscuro en el que se averiguaba un paisaje impreciso, enmarcado en una moldura gruesa, dorada, un poco saltada por sus bordes, y que parecía de mérito. A la derecha, la escalera que comunicaba con el piso superior que él desconocía, y al fondo, tras la doble puerta acristalada, el salón, con su chimenea en el centro custodiada

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