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de compromiso por parte de él; de agradecimiento, por parte de ella.

      ─Me gustaría verte. A ver si puedo acercarme un día de estos.

      ─Cuando quieras.

      ¿Por qué decía si puedo acercarme si siempre podía, si no tenía nada que hacer, si no tenía ningún horario que cumplir? Hablar por hablar. Pero era bueno dar la impresión de estar ocupado. Un hombre de cuarenta y seis años, debe estar ocupado.

      ─Te llamaré.

      ─De acuerdo. Muchas gracias por tu llamada.

      Colgaron. Primero ella. Luego él.

      Acto seguido, como si estuviera al tanto, como si lo adivinara, llamó su madre:

      ─¿Hablaste con Ana?

      ─Sí, ahora mismo.

      ─¿Y qué te ha dicho?

      ─Lo que tú me contaste.

      ─¿Nada más?

      ─Nada más. No parecía querer entrar en detalles, estará harta de repetir lo mismo.

      ─¿Le notaste algo raro?

      ─¿Cómo qué?

      ─Por lo que te dije de la otra.

      ─Puede ser un bulo.

      ─De bulo, nada. Lo sé de buena tinta. Fue una tía de Anita quien me lo contó. ¡En fin!, pobrecilla. ¿Le has dicho que irías a verla?

      ─Sí. Que vaya cuando quiera, que se alegrará.

      Su madre carraspeó. Sabía de sobra lo que significaba aquella carraspera artificial que sacaba a colación cuando algo no la convencía del todo:

      ─Bueno, ve a verla, pero nada más. ─¿Qué habría querido decir su madre con aquel «nada más»?─. Lástima que yo no esté allí para acompañarte. ¿Sabes si harán funeral? Si te enteras, avísame. Procuraré ir.

      ¡No, que no viniera! ¡Siempre que su madre aparecía por Madrid, le calentaba la cabeza, le causaba trastornos! Además, se empeñaba en ir de compras y le quitaba de ir al club, y él se resentía cuando no podía ir al club. No podía dejar de ir al club.

      ─Ya sabes. Vete a verla, pero nada más.

      ─Que sí, que sí.

      ¿Por qué insistía su madre en eso? No la entendía: siempre contándole cosas de Ana, alabándola, tentándole con ella, y cuando se le abría la posibilidad de verla, de tratarla, le frenaba. ¿Para qué tanto hablar de Ana si luego le decía «vete a verla, pero nada más», como si se tratara de un peligro? ¿Era Ana peligrosa?...

      Se echó en el sofá con gesto de cansancio. Las parrafadas de su madre le agotaban y empañaban su tibia alegría reconquistada. Sin embargo, su madre tenía razón: todas las mujeres que le habían gustado se habían vuelto peligrosas. Y Ana le gustaba. Su madre lo sabía, lo adivinaba. Parecía meterse por los escondrijos de su cerebro y descubrir los secretos que él intentaba celosamente guardar, con solo mirarle. Pero, aun así, no estaba bien. Alimentar esperanzas, levantar castillos en el aire para hacerlos rodar luego como naipes, no estaba bien, y su madre siempre le hacía lo mismo. Era una extraña Celestina: aireaba la pieza, se la hacía ver, conseguía que él la desease y luego, de pronto, la retiraba de su vista. Solo le permitía hacerse fantasías, ilusiones, esa especie de fuego fatuo, pero cuando llegaba la hora de la realidad, se imponía. Abrupta o sibilinamente, pero se imponía: unas veces regalándole, otras echándole en cara los sacrificios pasados, su sufrida viudez y exigiéndole el pago de su sacrificio: «¡me quedé viuda tan joven! ¡He tenido que pelear tanto!».

      Se incorporó y fue a la cocina: eran las tres. Siempre comía a las tres, era un esclavo de las horas, pero la llamada de su madre le había quitado el apetito. ¡Él, que deseaba haberse quedado rumiando a solas las palabras de Ana, recordando el sonido de su voz, una voz bastante neutra, por cierto, imaginándola al otro lado del teléfono, pálida, ojerosa, de negro, y su madre se había metido por medio destrozando el encanto! ¡Siempre destrozando el encanto!

      Abrió la nevera: sobre sus bandejas una pizca oxidadas, se alineaban en humilde maridaje, en deslucido bodegón, media pizza decorada con aceitunas negras y lonchas de bacon un tanto arqueadas ya (la otra media se la había comido por la noche), un poco de paella, dos huevos duros, un tomate, unas frutas de apagado aspecto, limones, muchos limones (nunca le faltaban desde que leyó un libro sobre sus propiedades curativas), una botella de vino barato, rosado por más señas, una lata abierta de mejillones, flotando los sobrevivientes en su salsa aceitosa y rojiza, media lechuga desflorada exhibiendo impúdica parte de su tronco, un trozo de queso y unas latas de cerveza de marca vulgar. Cogió el trozo de pizza y lo que quedaba de la paella y lo metió en el microondas. Le gustaba el microondas. ¡Menudo invento! Era su juguete doméstico, lo que ponía una nota de modernidad en una cocina casi monacal. Le gustaba el ruidito que hacía cuando el platillo daba vueltas como burrito de noria, y luego el ¡clic!, que a veces le sobresaltaba. En él calentaba todo: el agua para las infusiones, el café, la leche, y toda esa comida preparada que compraba y que su madre llamaba porquerías. Cuando lo encendía, José María silbaba expectante una musiquilla inconcreta, inventada seguramente, surgida a lo espontáneo, que enfatizaba cual pajarillo en celo. También silbaba, mientras hacía sus labores domésticas y al desplegar los retrovisores de su viejo coche, de ese coche que su madre le regaló cuando ¡al fin! acabó la carrera. Silbaba con suavidad, delicadamente, con ese mimo contenido que ponía en todo. Pero ya fuera en la cocina, arreglando sus metros cuadrados de ratita presumida y cuidadosa, en el coche o en cualquier sitio, siempre silbaba de la misma forma: sin entusiasmo, rutinariamente, a medio gas... Ese silbido daba una idea bastante aproximada de su manera de ser: todo en él era, excepto en el deporte donde se volcaba, comedido, cauteloso, monocorde, escurridizo y decididamente subterráneo, como si quisiera pasar desapercibido.

      Cuando el arroz y la pizza estuvieron calientes, los puso en la bandeja junto al queso y los mejillones, y se fue al cuarto de estar. Nunca decía salón, sino cuarto de estar. Encendió la televisión, por si decían algo de Juancho, pero no dijeron nada; solo la voz de Ana durante la breve conversación que habían tenido, circulando, retumbando en su cerebro. Tenía que preparar el plan para ir a verla. No podía hacerlo así como así, sin planificar. Debía anunciarse debidamente, hacerse desear, y luego, esperar un poco, lo justo, pero ¿cuál era el tiempo justo? Ni muy pronto, de manera que ella pudiera pensar que estaba impaciente, ni retrasándolo tanto que la visita de pésame careciera de sentido. Maquinar sobre esto, sobre el cómo y el cuándo, le devolvió el apetito. Cogió pan y pringó la salsa de los mejillones, aun sabiendo que no debía hacerlo si quería seguir poniéndose el cinturón en el mismo agujero. ¡Trabajo costaba! ¡Caminatas extenuantes, natación, tenis, frontón! ¡Pero lo conseguía, lo conseguía! A sus cuarenta y seis años se mantenía como un jovenzuelo: atlético, sin una arruga, sin una cana; bueno, alguna, muy pocas y esas pocas le daban carácter. Nada se conseguía sin sacrificios y moderarse en la comida era el mayor de todos, que le gustaba comer, como a su madre. Pero había días que era preciso premiarse, comer sin ningún tipo de remordimientos, y hoy, precisamente, era uno de esos días, un día especial, de fiesta: Juancho había muerto y Ana estaba viuda.

      Por la tarde, después de una breve siesta, fue al club. Se encontraba pletórico: hacía mucho que no se encontraba en tan buena forma.

      ─Buenas tardes, Belén ─saludó a la recepcionista, una chica alta, espigada.

      Belén levantó la mirada del ordenador y le echó una sonrisa:

      ─Buenas tardes, José Mari. ─ ¡Cómo le tenía que decir que no le llamara José Mari!, pero estaba tan contento que hasta se lo pasó─. ¡Qué bien se te ve hoy! ¿Alguna buena noticia?

      Belén siempre le trataba con condescendencia y cierta guasa, como si fuera un adolescente que no acabara de crecer, lo que también le molestaba.

      ─Tal vez ─dijo con aire misterioso.

      Ella le miro entre burlona e incrédula.

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