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      Belén volvió al ordenador y él pasó a los vestuarios. Sacó la llavecita de la taquilla y la abrió. Le encantaba tener taquilla, porque además de ser un signo de antigüedad en el club, de solera, era una de las pocas cosas que su madre no podía controlar. La taquilla del club era solo suya, y la llave, única también. En la taquilla podía ocultar cualquier cosa. Hasta una pistola. ¡No, qué cosas se le ocurrían! ¡Para qué quería él una pistola! Se cambió, salió al frontón. Buenas tardes, José Mari, hola, José Mari, todos o casi todos le llamaban José Mari. Odiaba que le llamaran así, pero con José Mari se había quedado y con Chema a veces. Chema le gustaba más. Chema le llamaba Concha, una compañera de carrera pariente lejana de su madre, con la que salía de vez en cuando, porque decía que era más moderno y a Concha le gustaba todo lo moderno.

      3

      «A ver si puedo acercarme un día de estos», le había dicho a Ana. Pero la semana había pasado, y luego la otra y no había ido. La llamaba, para preguntarle cómo se encontraba, pero no iba, lo retrasaba conscientemente, y, sin embargo, no dejaba de pensar en el encuentro, de merodear por los alrededores del chalé por ver si la veía sin ser visto. Pero nunca la vio. Luego, ella se marchó de viaje. Lo supo por la muchacha:

      ─La señora está de viaje.

      ─¿Cuándo volverá? ─No se atrevió a preguntar dónde.

      ─No le puedo decir. Si es por algún asunto de trabajo, puede hablar con doña Luisa.

      Él no sabía quién era esa doña Luisa ni a qué se refería con lo del trabajo.

      ─No, no es de nada de trabajo.

      ─¿Quiere que le deje algún recado?

      ─No, no.

      ─¿Puede decirme de parte de quién para anotarlo?

      ─Un amigo.

      Colgó con fastidio. El viaje de Ana no estaba previsto en su estrategia. Quizás había cometido un error retrasando tanto el encuentro.

      ─Qué, ¿todavía no has ido a verla? ¿Y para cuándo lo dejas? Las cosas en caliente ─le recriminó su madre.

      ─He tenido cosas que hacer.

      ─¡Qué tendrás tú que hacer! ¡Como no sea ir a ese club que te está dejando en el chasis! Entre lo mal que comes y que no paras de hacer ejercicio… Bueno, haz lo que quieras. Si no quieres ir a verla, no vayas: quedas como un ineducado, pero tal vez sea mejor así.

      ¿Quién la entendía? Si iba, porque iba, y si no iba, también. El caso era regañarle, corregirle.

      Llegaron las Navidades y como siempre, se marchó a León con su madre. Pensó que allí vería a Ana, pero tampoco:

      ─Ha venido, sí, pero como un meteoro. Solo ha pasado la Nochebuena y la Navidad. Y al día siguiente se marchó. Al Caribe, creo. Nadie la ha visto. Yo tampoco. ¿Te parece normal irse al Caribe en vez de quedarse con sus padres?

      Quedaron un rato en silencio madre e hijo. ¡El Caribe! ¡Cuánto le gustaría a él ir al Caribe, o a cualquiera de esos lugares exóticos con mucha vegetación y extensas playas! Su madre y él podían irse al Caribe y hasta dar la vuelta al mundo si no fuera tan tacaña y vendiera de una vez las tierras de su padre, pero no le daba la gana: «Cuando me muera, quiero dejarte el patrimonio íntegro». ¡Cuando me muera! ¡Siempre estaba con eso! ¿Y para qué le serviría a él el patrimonio íntegro cuando tuviera ochenta años?... Ana en el Caribe y ellos allí, acurrucados junto a la mesa camilla, con la modorra puesta, la de la siesta y la del aburrimiento.

      ─¿Y a Rosalía? ¿Has visto a Rosalía?

      ─No. Hace mucho que no la veo.

      ¡Claro, como la iba a ver si estaba muerta!

      ─Yo creo que Rosalía cuando cerró la pensión, se fue a vivir a Galicia.

      ¡Rosalía! ¡Aquella hermosa patrona de la calle Pelayo donde estuvo de huésped mientras estudiaba! Era leonesa, como su madre, y también la conoció por ella: «Vete a verla y dile que vas de mi parte. Tiene una buena pensión y es limpia como los chorros del oro». Y él fue. Y se quedó. Y tuvo aquella historia con Rosalía hasta que ella se empeñó en lo que no podía ser. Fue una pena, porque Rosalía era discreta; mejor dicho, fue discreta hasta que murió el marido. Luego, se equivocó. Lo quería solo para ella. Esa fue su equivocación. Perdió el norte y ahora estaba muerta.

      Se recostó en la butaca, ahíto de comer. Se quedaba a veces tan dormido que, al despertar, no sabía dónde estaba. Su madre también dormía y con frecuencia le despertaba con sus ronquidos. A media tarde, llegaban las visitas. Todas ellas viejas, caducas, sin aportar novedad o interés alguno; solo hablaban de hijos, nietos, del servicio y de lo caro que estaba todo. ¡La monserga de siempre y los piropos de siempre!: «¡Qué guapo estás, José Mari! ¡Cómo se nota que tu madre te cuida bien!».

      Las amigas de su madre también le llamaban José Mari, como en el club, y, sin embargo, sonaba distinto: el tono de las viejas era maternal y un poco ñoño; el «José Mari» del club, a burla, a desprecio, como ese apelativo que se da a quien se trivializa, al que no se tiene en cuenta.

      Su madre sacaba el Málaga Virgen, las pastas, los mazapanes, los polvorones, el chocolate y el café con leche. La comida casi se juntaba con la merienda y la merienda con la cena. En quince días, engordaba un par de kilos. Luego, cuando volvía a Madrid, tenía que machacarse en el gimnasio. Pero ahora había que comer como si fuera un capón, como un cebado capón, como un eunuco en un gineceo de viejas. Las oía reír como un eco benéfico, apartado de los placeres del mundo, pero también de sus sinsabores. Comer y dormir, dormir y comer y nada más. Ejercicio, lo justo, que hacía un frío que pelaba para pasear, y de sexo menos, que no se atrevía a masturbarse por miedo a que su madre entrara en la habitación (siempre lo hacía sin permiso) y le pescara, o lo descubriera por las sábanas que, seguro, miraba con lupa. Pero en el fondo era hermosa aquella laxitud, aquel dejarse llevar por esa vida animal tan simple, una vida de cochiquera o de gallinero, sin tener que pensar, sin tomar decisión alguna, limitándose a ser dócil y apacible. La docilidad no dejaba de ser una conquista: era poner la vida en manos de otro. Él, en las de su madre. Era el tributo que tenía que pagar a cambio de tener la vida resuelta y no tener que levantarse a las seis y media de la mañana para ir a trabajar como casi todos los mortales. Su madre le había salvado de la rueda de la noria. ¿De qué se quejaba si vivía como un rey? Un rey modesto, pero un rey. Navidad, Semana Santa y agosto, eran el tributo a una madre que le había salvado del enorme esfuerzo de ganarse la vida; eso y su casi doncellez.

      Pero no siempre pensaba así: su sentimiento hacia ella era ambivalente; unas veces la glorificaba y otras la culpabilizaba de que a sus cuarenta y seis años estuviera solo, sin mujer ni hijos. ¿Pero de verdad tenía la culpa su madre?... ¿No la había utilizado más de una vez como pretexto para romper o interrumpir compromisos iniciados, amistades de las que su madre no tenía ni el más mínimo conocimiento? ¿Quién era el verdadero culpable entonces? Siempre buscaba excusas para eludir la realidad, siempre se enamoraba de imposibles: mujeres famosas, actrices, periodistas, cantantes, presentadoras de televisión, o de aquellas que, pese a ser más asequibles y cercanas, como Ana, estaban casadas. Mitos. Se enamoraba de mitos. Ninguna chica sencilla, asequible; una compañera de clase, por ejemplo. Concha era excepción, y para eso… Pero esas dificultades, esos obstáculos de extraño mitómano, en vez de desalentarle le estimulaban, le hacían sentirse seguro, le exculpaban de su inacción, de la opacidad de su comportamiento. ¿Qué iba a hacer la zorra si las uvas estaban tan altas, sino decir que están verdes? Todo eran pretextos para no presentar batalla, para no incorporarse al mundo adulto, para esquivar una realidad que le producía un extraño temor. Todas las que él había situado en el pedestal de las imposibles, Ana incluida, le brindaban, por su condición de tales, la coartada perfecta para permanecer como macho incólume. Pero ¿las deseaba en realidad o se inventaba el deseo, para justificar la identidad de ese primer yo, y así camuflar a ese otro segundo, parapetado, inédito y secreto? ¿De verdad era su madre la culpable? En parte, al menos por haberle protegido

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