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El hombre que no quería hacer el amor. Carmen Resino
Читать онлайн.Название El hombre que no quería hacer el amor
Год выпуска 0
isbn 9788418633027
Автор произведения Carmen Resino
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
El frontón era un reto en solitario en el que se movía con indudable destreza. Lanzaba como auténtico pelotari la pelota contra la pared y su mano, su fuerte mano, su cada vez más fuerte mano, la recogía: pim-pam, pim-pam. Al principio de jugar notaba que la mano se le abría, se le hinchaba y se le llenaba de callos. Luego, calor, mucho calor, como si ardiera. Luego, nada. Su mano era una especie de pala, efectiva, potente, y cuando se embalaba, cuando dominaba ese ir y venir de la pelota con la sola fuerza de su mano, se sentía aún más libre y poderoso que con el tenis. Era como si estuviera solo contra el mundo y que, pese a estarlo o precisamente por eso, podía vencer.
Nadar era otro reto; más comedido, más íntimo, pero reto también; de manera que después de haber peloteado casi una hora, se dirigió a los vestuarios, abrió su taquilla, se puso el bañador, el gorro reglamentario, las gafas, y se fue a la piscina. Al principio braceó intensamente, devorando la calle que le correspondía. Tocaba pared y volvía, volvía y tocaba pared. Luego empezó a ralentizar, a deslizarse de un lado para otro en forzada lentitud, como si quisiera estudiar todos y cada uno de los recodos de aquel pequeño océano claustrofóbico y doméstico. Parecía, yendo de un lado para otro, con aquellos movimientos lentos, sus ojos a través de las redondas gafas, un tiburón en un acuario.
Eran casi las nueve cuando salió del club. Al pasar por los vestuarios y por recepción, muchos le saludaron: «adiós, José Mari. ¿No vienes a tomar una copa?», le preguntaban con cierta sorna. Santi, que salía del bar, se disculpaba: «perdona, chico. Se me olvidó reservar. ¿Vienes a tomar algo?... ¿Otro día?... Nos vemos. ¡Ciao!». Odiaba a la gente que decía ¡ciao! Sonaba a falso, a mentira. Belén le observaba, dibujando una leve sonrisa en su pintada boca. Demasiado pintada, pensaba él.
6
Todos los domingos desde que su madre le compró el coche, un Volkswagen Polo que un poco más tarde sustituyó por un Golf GTI, verde oscuro metalizado, salía al campo. Calzado con zapatos cómodos y armado de prismáticos, había visitado muchos de los desconocidos y bellos pueblos de Madrid; pateado zonas húmedas, embalses, cantiles y cortados para contemplar águilas, cernícalos y halcones peregrinos. Le encantaba observarlos y le maravillaba su forma de volar, de planear, de caer en picado, de atacar.
Un compañero del club le había hablado de una escuela muy cerca de Villanueva del Pardillo donde hacían ala delta: «es fantástico volar. La sensación de verte en el aire no se parece a nada, no puede compararse con nada… Si puedes, no dejes de hacerlo». No necesitaba que le tentaran: desde que había observado a las águilas y a los halcones, se moría de ganas de probarlo. Se imaginaba surcando los cielos, planeando, ascendiendo, viendo desde las alturas las casas y las cosas diminutas, los hombres como hormigas, lejos de su alcance, sorteando el aire y volviendo a descender en picado como ellas, como las rapaces. Pero no fue posible. Casi nunca era posible lo que le gustaba. Los cursos eran caros, al menos para su presupuesto, y la ilusión de practicar una de esas actividades se esfumó la misma mañana de domingo que fue a informarse y luego, por la tarde, cuando se lo dijo a su madre.
─¡Qué ocurrencias! ¡Voy a pagarte un curso de esos para que te estrelles! Si te pasa algo me arruinas la vida. ¿Es eso lo que quieres? ¿Arruinarme la vida? Nada, nada, olvídate.
Menos consiguió por la vía indirecta:
─ ¿Por qué no vendemos lo de papá? ─Se lo había propuesto en más de una ocasión, y ella siempre le contestaba lo mismo:
─¿Me dices de veras que vendamos lo de tu padre? ─Su madre hacía la pregunta con suavidad, con una humildad casi franciscana, sin alzar la voz, pero él sabía que era su forma sibilina de actuar, de imponerse, y que, a la más mínima, se le desbocarían los caballos.
─En realidad, ¿para qué queremos todo eso?
─¿Cómo que para qué lo queremos? Por si vienen malos tiempos. Hay que prever. No olvides que tú no ganas ─ella siempre se lo soltaba, le arrojaba a la cara su incapacidad para ganarse la vida─. Vender una propiedad, lo último. ¡Óyelo bien! ¡Lo último! ¿Te falta algo acaso? ─A su madre siempre le parecía que tenía de sobra─. Tienes un buen techo, estás comido, trajeado, y tienes para tus pequeños vicios. ¿Para qué más? ¿Alguna queja? ¿Acaso no cumplo?
Y con lo del cumplimiento, ponía punto final. Era un diálogo de sordos en el que ella decía siempre la última palabra. ¡Siempre le callaba la boca hablando de previsión, de futuro, de su temor por él cuando ella desapareciera! «Cuando yo muera, todo será para ti». Buen argumento. Pero ¿cuándo sería eso, si era fuerte como un roble? ¿A qué esperaba para darle la parte de su padre? El hecho de que para verse rico y libre tuviera ella que morirse, le hacía desear, de manera inconsciente, su muerte. Se la imaginaba metida en el ataúd, quieta para siempre, sin hablar, sin hacerle recomendaciones, esas interminables recomendaciones, y casi se le escapaba un grito de alegría. Pero no. Aquella tirana de la protección, tenía una salud de hierro. A veces pensaba con espanto si le sobreviviría. ¡Tendría gracia que él se fuera al hoyo antes que ella! Estaba en lo mejor de su vida. ¿Por qué tenía que esperar a ser un viejo? Quería de una vez el pájaro en mano, la realidad concreta, y no el ciento volando de después. ¿De qué le valdría heredar cuando ya no pudiera hacer parapente ni acercarse a las cataratas Victoria?
Pero era verdad que tampoco tenía queja: ella cumplía. Todos los meses, regularmente, ponía en su cuenta corriente una cantidad, casi siempre la misma, que solventaba sus necesidades. Pero ni un duro más, ni un capricho más; mucho menos un viaje, cuando su madre sabía que él deseaba conocer los lugares más recónditos del planeta. Roma, Londres, París, Venecia… quedaban para otros. A él eso de las antigüedades, los museos, el tiempo pasado, le tenían sin cuidado, pero ¡aquellos sitios que te descargaban de adrenalina! ¡Recorrer el Amazonas, adentrarse en las selvas tropicales, lanzarse sobre un cable por encima de las cascadas y los precipicios, visitar el Gran Cañón, patear los desiertos interminables, acampar en extraños parajes, donde las iguanas, los enormes lagartos y los cocodrilos compiten! ¡Ir hasta el fin del mundo, hasta las soledades heladas donde habita e hiberna el oso blanco, ese gran depredador! Pero nada. Tenía que renunciar y esperar. Tampoco volar. No le quedaba otra que aparcar el coche cerca de la escuela y ver cómo otros oscilaban por el aire como arriesgadas cometas. Todo eran renuncias. Bueno, tenía el club, debía conformarse con el club. El club no era mal sustituto: le permitía desfogarse y ganar. Sobre todo, ganar. El riesgo, la aventura, tendrían que esperar a que su madre muriera. ¡Y para entonces...! Siempre que le venía a la cabeza el desear su muerte, lo rechazaba como si se tratara de una obsesión supersticiosa: si ella muriera después de haberlo deseado, ¿cómo se sentiría? ¿Con qué ánimo podría disfrutar de la herencia apetecida? El sentimiento de culpa lo aniquilaría, lo aplastaría. ¿O tal vez no? Pero por si acaso, arrojaba de sí los malos pensamientos y callaba. Y aguantaba. Y como no le quedaba otra, aparcaba el coche cerca del campo de entrenamiento y resignado,