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no lograba distinguir apagadas por las conversaciones de la muchedumbre que al atardecer repletaba las veredas y se veía obligada como él a detenerse. De vez en cuando un grito apagado interrumpía pesaroso el rumor de la marcha: ¿Dónde están?

      Sin justificación aparente acudió a su memoria una frase escuchada en reiteradas oportunidades en boca de la Señora: el corazón humano en conflicto consigo mismo. ¿Dónde la habría leído? Soy producto de mis lecturas acostumbra decir, con frecuencia reitera citas casi siempre mal recordadas sin saber a quien atribuirlas y él había adquirido el hábito de evocarlas si encontraba en ellas algún motivo digno de reflexión. Verdad, pensó, a cada corazón su conflicto, y preguntarse dónde están es un conflicto. Doloroso, claro, más allá del tiempo, a la manera de cada cual. En alguna zona profunda todos tenemos un dónde están yacente. También él, seguro, aunque quizás su conflicto fuera justamente carecer de alguno que tuviera el poder de conmoverlo hasta los huesos para impulsar un cambio de vida. O cuando menos de piel. Y quizás en esa carencia residiera la causa del esfuerzo inútil que desde hace tiempo lo desgastaba en la construcción de historias y personajes, personajes y su historia, la mayor parte de las veces abortado en la nada.

      Sí, termina por concluir ahora, no sin cierta decepción, mientras observa el avance de la noche de pie junto a la ventana, su conflicto es carecer de conflictos. Una vida insustancial, se dice, anodina, vidas mínimas, las llamó un novelista del pasado. Nuestra generación, solía decir a sus compañeros de universidad que se burlaban de él motejándolo de tonto grave, no tuvo siquiera el consuelo de una guerra. Ignoraba que a poco andar ocurriría en el país un conflicto más potente que cualquier guerra y que permanecería como tallado a corvo en el alma no solo de su generación sino también de las siguientes, mil veces peor que una guerra que a la larga une y no divide el alma de un pueblo. Aunque en su incipiente adolescencia de opaco provinciano no tuvo ocasión de vivirlo en carne propia rozó tangencialmente su vida con la apagada sensación del dolor ajeno, un rumor lejano del que vagamente oyó hablar en voz baja a los mayores. Y ahí marchaban las dolientes mujeres con su respectiva foto colgada al cuello, preguntándose, preguntando al aire, a los transeúntes impasibles, quién sabe a quién, dónde están.

      ¿Cuándo fue que empezó a escribir? Por más de hurgar en su memoria no puede precisar el año, la época ni referencias que le den una pauta, tal vez lo hizo desde siempre, de niño, muy niño; tampoco tiene una idea de la cantidad de páginas, cuadernos, hojas sueltas y sobajeadas libretas llenas de palabras que nunca dieron con su norte. Comenzó siguiendo la sugerencia –más que eso, es una recomendación, le había dicho– del viejo de castellano, a quien sus compañeros menospreciaban, pero él en secreto admiraba y seguía embobado cada una de sus palabras, alucinado del amor de ese hombre por la letra impresa; cuéntate, le dijo, anota tus sensaciones, hechos, todo, por minúsculos que te parezcan, los simples sucesos cotidianos, malos ratos, pequeñas gratificaciones, encuentros fugaces con amistades o parientes lejanos cuya imagen, mejor todavía, haya comenzado a diluirse. Bajo esas pautas continuó haciendo lo que había hecho por instinto, contando su propia historia en el infructuoso intento de avanzar en un relato, desprendiéndose de a poco de sí mismo para convertirse en personaje. Tras sucesivos fracasos descubrió que tampoco ese era el camino, prefirió volver a bucear en su memoria en el intento de reencontrar seres conocidos pero no los encontró, todos quienes acudieron a su mente le parecieron opacos, inocuos, desangelados; alguna vez leyó que de la vida de esos seres deslucidos, sin sombra de heroísmo podía también tejerse una historia, toda vida por anodina que sea es una novela, decía su maestro, no importan tanto los hechos sino la procesión que va por dentro. Pero todo lo que pudo recordar se volvió humo en la página en blanco. Lo cierto fue el descubrimiento de que escribir, sin conocer la razón, le llenaba la vida, lo desconectaba del mundo aún de los seres más próximos, es lo mío, acostumbraba decirse, mi única instancia de conciliación con el mundo es el intento de entender lo que sucede a mi alrededor. Explicaciones ineficaces e inútiles, porque escribir lo cargaba al mismo tiempo de ansiedad sabiendo de antemano el resultado: cerrar los ojos, tomar el lápiz y lanzarse a borronear las hojas de la libreta para finalmente abandonar la escritura sin encontrar nada aceptable y tirar lápiz y libreta para recomenzar la próxima vez con mayor dificultad e igual desenlace.

      A quien más consiguió aproximarse en busca de un personaje fue a su padre, pero tras reiterados intentos rechazó la idea. Por su parecido a él, ¿desistió de reconocerse en ese yo prestado, que es todo personaje de novela? ¿Miedo al ventarrón destructor de la memoria? Pensó también quererlo demasiado para diseccionarlo en un escrito, pero terminó preguntándose, ¿de verdad lo quiso tanto? ¿No será él, al fin, el responsable si no culpable de las frustraciones que marcaron su vida? No. Nadie puede ser responsable de lo que cada persona construye en pleno uso y usufructo de su libertad y nadie sino él mismo, el Lector, había sido constructor de su propia vida. Injusto sería culparlo. Sin embargo la pregunta continuaba acosándolo, ¿era acaso amor la nostalgia de su recuerdo? La vida de su padre, en todo caso, no fue la única en rozarlo, también otras, aunque nunca con la voluntad de comprometerse en ellas, así no solo había sido espectador de su propia vida sino también testigo inerte y distante de otras.

      –¿En qué piensa tan concentrado?

      Camila ha regresado a la cocina, agitada, el ánimo acelerado pero sonriente.

      –Listo, me desocupé, por suerte hoy parece que, al fin, todo está tranquilo –se sienta a la mesa de la cocina ventilándose la cara con la mano–. ¿Se tomaría un café conmigo? En qué piensa, ¿me quiere decir? No sé si me equivoco pero tiene una cara triste, ¿me va a contar o no?

      –Triste no, Camila– responde volviéndose y apagando el cigarrillo en el cenicero que ella ha puesto a su alcance.

      –Pero bueno, la Señora está dormida, usted nunca me acepta nada pero ahora…

      –¿Y Selmira no vino hoy?

      –Se fue temprano, tenía que hacer en su casa.

      Se levanta Camila para afanarse en torno a la mesa, pone agua a hervir en la tetera, prepara tazas, platos, cucharas, del refrigerador toma una pequeña bandeja de cristal con un queque finamente rebanado.

      –Siéntese– ordena.

      Él obedece. Una vez todo dispuesto, impecable mantel estampado de amapolas suavemente apasteladas, servido el café y tras una satisfecha mirada final a su labor, Camila se sienta frente a él, que no puede dejar de percibir la vehemencia de su voluntad y un potente olor femenino, no propiamente perfume, que emana de su cuerpo esbelto.

      –Esta vez no lo voy a dejar arrancarse –dice agitando el índice–. Siempre me dice que no, cuando se queda pregunta cosas mías y de usted no cuenta nada, ¿con qué cara? Bueno, pues, demuestre ahora si es tan hombre, demuestre que no se debe tener secretos con los amigos, como dice a cada rato.

      El Lector sonríe algo melancólico, revuelve pensativo la taza de café, con lentos movimientos toma un trozo de queque y lo muerde suavemente en un extremo.

      –Bueno, me pilló pues, Camila, qué quiere que le diga.

      –¿Y entonces, qué pensaba? Y no me mienta porque si me miente lo voy a pillar, no tenga duda de que lo voy a pillar altiro, pero ¡altiro!

      El Lector asiente, serio, masca con calma y bebe un sorbo de café. Demora en responder.

      –No, no voy a mentirle– dice en voz baja.

      –¿Y?

      –En realidad me acordaba de… Tuve un recuerdo de mi padre. Un sueño.

      –Mi padre… –afirma ella curiosa–, ¿no mi papá?

      El Lector parece reflexionar.

      –No me di cuenta. Tal vez porque él era algo distante. Para empezar mucho mayor que yo, no la diferencia normal de edad entre padres e hijos.

      –¿Tiene hermanos?

      El Lector sonríe y la observa fijamente.

      –Es curiosa usted Camila, ¿ah?

      –¿Curiosa?

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