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sin siquiera importarle pero a fin de conservar a muerte su tesoro al hombre no se le ocurrió nada mejor que darle a mi abuelo un feroz golpe en la cabeza con un candelabro de plata. Y ahí mismito se acabó todo. Simplemente se la partió en dos, como quien parte un zapallo.

      El Lector contiene la respiración, mira con aire incierto a la Señora y sigue sus palabras inclinado en la butaca.

      –Pero… ¿Es verdad?

      La Señora lo mira sin entender.

      –Es verdad qué.

      –¿Es cierto lo que me cuenta?

      La Señora suspira, cierra los ojos y de nuevo se vuelve hacia el muro, vuelve a suspirar largo y sostenido. Con calma, casi a punto de sonreír, responde como si le explicara a un niño.

      –Usted qué cree. ¿Cree que invento? Sabe, a veces pienso que no se traga una sola de mis palabras, que cuento sueños, imaginación, o simplemente que enloquecí.

      El Lector se relaja. Sonríe ligeramente.

      –¿Por qué no se responde usted misma?

      Ella mira el cielorraso con mirada neutra, como si reflexionara sobre algo sin entender si es serio o una broma.

      –¿Y usted no se atreve a decirlo?

      Ahora el Lector ríe abiertamente, sonrisa algo forzada pero sincera.

      –No me pregunte. Ya le dije, si hay algo que admiro es su lucidez, la fluidez con que brotan esos… recuerdos.

      La Señora aparta la vista del Lector, reflexiona.

      –Lo dice con ironía.

      –Perdone, no fue mi intención.

      –Ni yo misma tengo la respuesta –suspira–. Sabe, desde chica tuve la capacidad de soñar, dormida quiero decir, una nube de sueños que me agota, cada mañana amanezco extenuada y abrumada por mil imágenes. Pero de ahí a inventar…

      –¿Quiere decir que cuando cuenta confunde sueños y realidad?

      –Quiero decir algo como eso. No creo inventar, pero las imágenes caminan por mi cabeza como malos vientos.

      –¿Pesadillas?

      –No, pesadillas no, no siempre. Sueños, extraños sueños, algo indescifrables, un poco inquietantes pero no espantosos. En todo caso lo que acabo de decir es mi recuerdo de lo que una y otra vez contaba mi padre y no tendría por qué no creerle. Desde niña mi lema es la verdad ante todo, por eso le digo que cada vez que él contaba con un dramatismo aterrador la muerte de su abuelo con la cabeza partida por el medio, me daba risa, sin poder evitarlo, claro, era chica y es mi única defensa. Es que contada por él la historia me parecía una peripatética comedia de la radio, ¿puede imaginar a un niño de siete años entrando a toda carrera en los restos humeantes de su casa con media cabeza del padre en las manos para depositarla en la falda de su madre horrorizada? No me juzgue a la ligera, pero no le creía aunque jurara decir la verdad, lo cierto es que el día del desastre de Balmaceda mi abuelo murió de un accidente de… de multitud, por decirlo de alguna manera, y mi padre fue siempre el mismo, genio y figura, capaz de inventar cualquier cosa con tal de aparecer como un súper héroe. Al fin, el suicidio de Balmaceda en un gesto, algo teatral, y la muerte de mi abuelo con la cabeza partida en dos hicieron florecer en mi padre un odio a muerte por lo que llamaba la masa ignorante, nunca dejó de culparla de los males que se dignó traernos nuestro querido siglo veinte. Por qué me mira así, ¿no me cree?

      El Lector sonríe, condescendiente.

      –Le creo, sí, creo que oyó lo que me cuenta.

      –Lo oí. Claro que lo oí. Mil veces. Crecí al amparo de esa historia y no he podido explicarme si es esa la razón, al parecer nadie conoce los verdaderos motivos de sus actos, por la cual en mi vida no he hecho otra cosa sino leer, hundirme en la lectura de los libros como bestia acorralada. Y supongo que las lecturas desordenan mi cabeza, me confunden hechos vividos si es que los viví y me provocan inagotables ensoñaciones, y es así, simplemente así como mis lecturas y mis sueños y a lo mejor mi vida, llegan a ser lo mismo.

      –Bueno le repito, ¿por qué no iba a creerle? Aunque no deja de parecerme rara su capacidad para recordar tanto detalle con claridad.

      –A lo mejor porque es cierto. A lo mejor porque lo soñé. Y por último porque a lo mejor lo invento, ¿no ha pensado eso?

      –¿Nunca le han dicho que es una estupenda narradora?, ilumina todo como si lo estuviera viendo.

      –¿De verdad? Mi padre decía lo mismo, aunque no decía narradora sino cuentera, el asunto era desprestigiarme, ante mí misma, claro. La cosa es que cuando ocurrió lo que mi padre llamaba la tragedia balmacedista yo no estaba todavía en este mundo, llegué más tarde. No tendría problema en confesar el año en que nací, pero sencillamente no me acuerdo. Mi padre decía que los acontecimientos balmacedistas fueron el portal, la entrada del siglo veinte. Portal o no, la muerte de Balmaceda por su propia mano es patética hasta la desesperación, aunque no poco poética ¿no le parece? Y como toda muerte trágica novelesca hasta la saciedad. Por eso nunca dejará de extrañarme que nuestros novelistas, generosamente, la hayan olvidado.

      Y bueno, como comprenderá fácilmente, la espeluznante muerte de su padre marcó, cerró la mente del mío. A piedra y lodo. Una y otra vez hablaba, en invierno con la música de fondo del zapateo de la lluvia y en verano debajo del parrón, de la insalvable ignorancia de las masas, como el origen de nuestras tragedias, incapaz de ver en su ojo la tremenda viga. Y fíjese que desde niña me pareció ver en esa miopía la más importante de las causas de la oscuridad que se nos vino encima y nos lleva… hacia dónde, desde entonces veo con nitidez a la estupidez pasearse como en su casa por las páginas de nuestra historia, este pequeño, bendito mundo a nuestro alrededor se entontece día a día, paso a paso, año tras año nos hemos venido sumiendo en esta peligrosa oscuridad.

      Se detiene la Señora. Relaja los músculos del cuello y descansa la nuca sobre la almohada en actitud de agotamiento. Silencio ominoso, como si la habitación se llenara de presencias.

      –La entiendo –dice el Lector en voz baja–. No se ha dado la oportunidad de contarle que también mi padre…

      –Sí, sí, sí –se vuelve alerta la Señora hacia él–, por favor no se detenga, cuenta tan poco de usted pero no me diga nada, ya sé, está pensando aunque no lo dice que acaparo todos los momentos en que podemos hablar.

      –No se trata de eso, vengo a leerle y me gusta oírla contar.

      –Bien, pero siga, ¿su padre?

      –Era un hombre inteligente, eso creo, vivía enfrentado a su tiempo, se sentaba junto a mí en la mesa de la cocina y me hablaba largo rato, como usted se quejaba de la tontería a su alrededor, una especie de entontecimiento generalizado, decía, nadie enfrenta su responsabilidad, nadie es culpable, todos son víctimas, a pesar de alguna forma de progreso todo parecía derrumbarse, no sé si por haber vivido mucho…

      –Ah, eso, claro, añejeces de la vejez. Quizás no deja de tener razón, pero no solo eso, también cuestión de oído, a veces me siento transportada por esta maligna oscuridad que nos está llevando.

      –No preguntes por quién doblan las campanas…

      –Justo. ¿Eso es de?

      –Hemingway, no de él sino un poema de…

      –No me interesa, lo importante es lo que dijo.

      La Señora queda en silencio. El Lector escruta el cielo raso como en busca de la mejor forma de decir algo.

      –No le puedo decir que no esté de acuerdo –parece reflexionar, codos apoyados en los brazos de la butaca y el mentón en los puños cerrados–. Pero me habla como si fuera filósofo y estoy lejos de eso.

      La Señora cierra los ojos, demora en hablar.

      –Yo, de

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