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recree a ese pobre hombre en medio de la furia, nuestros novelistas parecen haber olvidado un drama novelable como pocos. Pero también los historiadores, en general les preocupan los acontecimientos y poco los seres humanos detrás, o delante, según se mire. Quizás sea por eso que para mí no hay como hundirme en el mundo de las novelas, el único lugar donde encuentro seres comunes y corrientes como yo, igual como los historiadores se las arreglan para acomodar a su aire los hechos y personajes a fin de defender a sangre y fuego su trinchera, a mí me interesa la vida y alma de los pequeños seres, los modestos, insignificantes, inocentes y anodinos y tantas veces indefensos testigos de la vida.

      Y ya ve, puedo divagar hasta el agotamiento, lo aburro, ya sé, pero no se defienda, no es necesario, trate de entender sin juzgarme. No viví en carne propia la historia de mi padre con la cabeza del suyo a la rastra, pero ya le dije, lo que ocurrió esa noche terminó por convertirse en un símbolo, como mi padre acostumbraba decir, fue el vestíbulo del siglo que se nos vino encima con su secuela de odio y violencia. Pero disculpe, es que hablo y hablo y hablo y mi pobre cerebro se enreda, ¿no ha pensado que mis recuerdos perdieron su norte? Sea sincero, hablar me agota. ¿Nos vemos mañana?

      La Señora deja caer los párpados. El Lector hace una reverencia de múltiples interpretaciones que ella no alcanza a ver y lentamente, sin decir palabra, se pone pie y se dirige a la puerta de la habitación. Se detiene y regresa al oír las últimas palabras dichas por la Señora en voz muy baja sin abrir los ojos.

      –Deje el libro a mi alcance, a ver si más tarde me viene el valor de leer. Cada día me cuesta más soportar libros tan pesados. No se ría, me refiero al volumen, no al autor. Gracias, muchas gracias, hasta mañana.

      3

      Un Barco de Velas de Colores

      –Tantísima lluvia– decía Camila– para llegar al fin la primavera tan esperada.

      Sonríe el Lector y bebe su café a meditados sorbos. Sin mirarlo, Camila se afana en la rutina diaria, friega minuciosa y va depositando la vajilla en el secador en un orden incierto. Camila tiene movimientos refinados y un dejo de coquetería en el accionar de sus manos más bien toscas, de los ojos transparentes y volátiles.

      –Así que usted es lector– dice sin desconcentrarse, con lentos movimientos de cabeza que parecieran reafirmar algo que cuesta comprender.

      –Lector no, pues, Camila, qué significa ser lector, ese oficio no existe –modula exageradamente como hablándole a un niño–. Ya le dije, le he dicho varias veces, estudié para profesor.

      –¡Ah! –reafirma Camila, como si por primera vez entendiera mientras enjuga sus manos en el delantal, desconfiada lo observa de soslayo–. Interesante –notorio tono admirativo en su voz –. ¿Y si es profesor por qué no le hace clases a los niños? ¿Por qué lee no más? Si lee es lector, esa es su profesión.

      –Mire Camila, en primer lugar leer en voz alta no es una profesión, ni siquiera un oficio. No solo a niños se les hace clases. También a los grandes…

      –Pero ¿ve? Dice que no es profesor y me habla como profesor.

      –Es que parece que usted no entiende nada de nada, Camila, pero bueno, dejemos eso, no enseño porque… Tal vez alguna vez lo hice, lo cierto es que no terminé de estudiar.

      –¿Y por qué dejó de estudiar, no le dio el mate?

      –¿Qué cree usted?– leve acento de fastidio en el tono de voz del Lector.

      –No creo nada. Es una pregunta.

      –Estoy empezando a acostumbrarme a sus preguntas que son como bombazos. No pude seguir, Camila, mis padres no podían pagar, debí dejar la universidad.

      –¿Y le hubiera gustado seguir?

      –No sé, tal vez, pero así fue.

      –¿Me creería si le digo que nunca he leído un libro?

      –¿Nunca? ¿Ni siquiera en la escuela?

      –Bueno, a lo mejor en la escuela sí, tanto no me acuerdo. Es que fui poco a la escuela, quedaba a leguas de mi casa y allá en invierno llueve pero ¡llueve! Ahora a veces leo el diario. A veces.

      Tras un momento de inmovilidad concentrada en la conversación, Camila continúa en su afán de toda hora, trapea el lavaplatos, seca cubiertos y mesones a la velocidad del rayo, displicente arroja el paño junto al secador y después de dirigir al Lector una sonrisa imposible de descifrar sale de la cocina. Se oyen sus pasos breves subir la escalera y perderse en el pasillo del segundo piso.

      El Lector queda solo. Ha llegado el fin de su jornada. Como todas las tardes Camila lo retuvo ofreciéndole una taza de café. A veces lo invita a almorzar o a comer, a la Señora no le importará, dice, al contrario. Pero sin conocer la razón nunca ha aceptado, tal vez por un afán de no molestar mal entendido. Enciende el tradicional cigarrillo tras una taza de café y camina hasta la ventana. La vista del jardín casi en penumbras hace presagiar un día tibio. El ocaso de una primavera anticipada. Fuera todo estará como de costumbre, cerrando los ojos puede ver el paisaje citadino de todos los días en torno a la casa que le ha llegado a ser familiar. Barrio, calles, castaños y abedules, gente que conversa de pie apoyada en las verjas, todo sobradamente visto. Diariamente durante dos años al terminar la diaria jornada de lectura recorre con la vista las fachadas, las casas señoriales de dos pisos, los escasos edificios y pequeños locales comerciales, más de algún negocio de automóviles que de un día para otro han ido abriendo sus puertas a lo largo de la avenida Bilbao desde no hace mucho tiempo, hasta entonces un barrio exclusivamente residencial.

      Ha quedado solo en la cocina. Solo. Inexplicablemente Camila, siempre atenta y preocupada, se ha ido al segundo piso, la Señora tendrá necesidades que atender, labor de Camila; al parecer Selmira es la encargada sólo del aseo, lavado y planchado de ropa y aunque cumplen actividades perfectamente diferenciadas permanecen unidas por una potente amistad. O solidaridad, qué se yo, se dice el Lector, algo que como un hilo invisible las une de mujer a mujer. Y ahora, el silencio y vacío producidos en torno suyo, le traen de improviso la antigua y reiterada sensación de tener la vida en suspenso. ¿En suspenso de qué? Nunca tiene respuesta, sólo que, como suele decirse a sí mismo, siente su vida en compás de espera. ¿En espera de qué? Se ha preguntado sin darse tampoco una respuesta. De algo. Un hecho, una circunstancia imprevista, un suceso casual, ya que nunca ha tenido una opción de voluntad, con la potencia de alterar la rutina cotidiana. Incapaz de defenderse de ella odia la rutina, aunque no tanto ahora que desempeña este impensado trabajo –sí, trabajo, su oficio, como dice Camila– de leer diariamente en voz alta, una labor insólita por decir lo menos, aunque capaz de liberarlo del hastío, que sin aviso ni motivación aparente se apodera de él en ciertas ocasiones desde el exacto día, ha terminado por creer, de su nacimiento.

      Ayer, por ejemplo, sucedió algo levemente distinto. La Señora había estado todo el día tensa, sumida en sus profundos recuerdos, detalles de vidas soñadas o vividas, y le pidió retirarse más temprano que de costumbre, la simple ruptura de sus hábitos lo sumió en esa sensación. Indeciso trepó en una micro, la primera en detenerse en la esquina de Bilbao, que por la hora viajaba semivacía. Ni un pensamiento vino a su mente durante el trayecto. Solo observar, mirar, registrar lo que abarcaba su mirada evasiva, líneas, colores, figuras en movimiento, los pequeños y deslucidos letreros comerciales de todos los días. Sin darse cuenta llegó al centro y siguiendo un desconocido impulso descendió en la Alameda frente al Paseo Ahumada. Algo desconcertado observó a su alrededor, finalmente, sin escoger conscientemente rumbo ni lugar se encaminó en dirección a la Estación Mapocho.

      Al acercarse el Paseo Huérfanos un ruido inusitado, un suave coro de voces le hizo observar a su alrededor y tomar conciencia del lugar donde se encontraba. Detenido en la esquina, las manos hundidas en los bolsillos, vio avanzar por el medio de la calzada desde el oriente a una compacta columna de mujeres que interrumpía el paso de los transeúntes; marchando con expresión grave, dolida, las mujeres llevaban prendida al pecho la fotografía de un hombre o una mujer, borrosa o mal reproducida,

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