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como dice usted?

      –Tantas preguntas al mismo tiempo, Camila. Para empezar no tengo hermanos. ¿De dónde pudo aparecer ese recuerdo? No tengo explicación, los recuerdos son así, invasores, nadie dice voy a recordar esto o lo otro, aparecen sin previo aviso porque están ahí, a mitad de camino entre el pasado y el presente. No se extrañe si le pasa lo mismo, uno puede reencontrarse con su infancia en una visión, en un perfume, sin darse cuenta de que todo estaba guardado, alguien… bueno, un escritor, dijo que una persona aunque haya vivido un solo día tendría recuerdos para no aburrirse aún si permaneciera cien años encerrado en un calabozo.

      –Oiga, que habla bonito usted, ¿ah?

      –Y eso me pasó, Camila. Me sucedió también sin causa aparente porque de mi padre guardo una imagen más bien difusa, escenas sin ilación, fotografías visuales. Poco nos vimos los años anteriores a su muerte, venía muy de tarde en tarde a Santiago, vengo a verte, decía, con aire más bien festivo pero también algo melancólico, para la muerte de un obispo. No, le respondía yo, entre serio y divertido, de un Papa.

      –Perdone, de nuevo me va a decir que soy curiosa pero es que se le quedan cosas en el tintero, así decía mi papá, que cuando chico usaba tintero. ¿Dónde vivían? ¿Cómo era su papá?

      –Curiosa y además preguntona, sin el más mínimo escrúpulo –el Lector termina de beber su café con lentitud, luego levanta la vista–.Espérese no más, ya me va a tocar a mí. Es que ayer en la tarde vi en la calle una escena que me impresionó, unas mujeres marchaban preguntándose dónde están, sin saber por qué se me vino a la mente la imagen de mi padre, lo vi, a él, no a mi mamá, tal vez porque ella murió mucho antes, caminando entre esas mujeres con mi retrato colgado al pecho.

      –¡Pero qué imagen!– levanta Camila los brazos en ademán algo dramático y él no puede evitar sonreír–. Claro, entiendo, si la vida de ustedes fue así tenía que soñar con él, tenía, ¿se le aparece en sueños muy seguido? Aproveche, lo escucho, se nota a la legua que tiene ganas de hablar, no se me vaya pa’ dentro.

      –Tal vez sí –se detiene el Lector, lentamente saca un cigarrillo y lo enciende, aspira hondo–. No, no es frecuente y cuando ocurre me persigue una inquietud extraña, una desazón inexplicable que me dura días. El caso es que en el sueño lo vi como las tardes anteriores a su muerte, a medias sentado en la cama creyendo viajar en un vagón del expreso a Santiago, las manos enlazadas, el viejo sombrero negro de fieltro asentado firmemente en la cabeza y el diario doblado sobre el chal escocés que cubría sus muslos inertes, describía el paisaje que observaba desde la ventanilla del tren, el brumoso ocaso campesino bajo la lluvia, el ganado inmóvil como en un cuadro, decía, soportando el chaparrón, el gentío que repletaba el andén de las estaciones cuando el tren se detenía, el cambio de colores de ese cielo tan triste, decía, el sombrío gotear de los sauces azotados por el puelche y unos álamos lejanos que se desplazaban en el sentido contrario a la marcha del tren.

      –Pero eso es muy triste– los ojos de Camila parecen al borde de unas lágrimas que alcanzan a dar finos brillos–. Usted habla como poeta.

      El Lector despierta, se detiene, regresa de su ensoñación.

      –¿Le gusta la poesía?

      –¡Qué capacidad la suya de cambiar de tema! ¿Se fija cómo es? Pero en todo caso de poesía nada, tal vez alguna leída en la escuela.

      –Cómo qué, por ejemplo.

      –¡Uf!, ya no me acuerdo, algo de que puedo escribir los versos más tristes esta noche, pero no sé más.

      –¿Se considera romántica?

      –Lloro por cualquier cosa si es bonita y con hipo si es triste. Si eso es ser romántica... no sé.

      –Pero yo de poeta nada, Camila, me limito a contar.

      Camila hace un ademán invitándolo a seguir –Entonces cuente.

      –No sé qué sigue. Bueno, mi madre murió cuando yo era un niño y en adelante solos compartimos la vieja casa de adobes provinciana llena de viejos muebles de familia. De noche acostumbraba pasarme a su cama y apretarme a él y él solía apartarse con brusquedad sumiéndome en una sensación de abandono. A veces lo veía despertar sudoroso, suspirar, más quejido que suspiro, encender la luz y serenarse hojeando los aprontes del Club Hípico que se amontonaban en su velador, o folletos con un título misterioso cuyo significado años después pude descifrar: Punto y Banca. Y ahí estaba, horas, anotando extraños signos con su enorme letra irregular en una ajada libreta de tapas negras.

      –¿Eso era su vida? ¿El juego?

      –Cada tarde de viernes acomodaba en un viejo maletín de cuero café algo de ropa, cosas de aseo y la infaltable libreta negra. Cuídate, me decía como una orden, apoyaba una mano dura en mi hombro y me miraba fijo, acuéstate temprano, no dejes entrar a nadie, y antes de salir el roce de sus labios en mi frente. Esa noche dormía solo en la enorme cama como en un desierto sin poder descifrar el origen de los crujidos nocturnos, si los muros de adobe, los resecos muebles, los estantes repletos de libros heredados de mi madre, que consumían las polillas, o las tablas del piso que de a poco iban perdiendo el brillo de la cera, y un miedo desconocido me impulsaba a enroscarme como culebra en el fondo de la cama. Los domingos, después de comer lo que me dejaba preparado en el refrigerador, permanecía solitario o salía a vagar con amigos por las calles abandonadas y polvorosas del pueblo, dejábamos atrás las últimas casas y nos íbamos al río. Sumidos en la corriente hablábamos, ¿de qué? No sé, me esfuerzo pero no recuerdo, pololeos, seguro, detalles de la matiné del cine dominical. Me fascinaba nadar de aquí para allá, de una ribera a otra y tenderme en el pasto a escuchar los cuentos picarescos o sentimentales a la manera de cada cual. Al atardecer volvía temprano a la casa temiendo que no me encontrara a su llegada, pero él aparecía entrada la noche y con genio dispar, alegre o ingenioso o hundido en un mutismo casi hosco. Siempre con un regalo, una vez un auto de carrera de hojalata de tamaño descomunal, otra un velero de velas a rayas azules y anaranjadas que me hizo esperar el sábado con impaciencia para llevarlo al río. Y eso hicimos, esa tarde lo depositamos en la corriente siguiéndolo desde la orilla con vítores frenéticos. Olvidé qué se hizo del auto de carrera y de su conductor con casco y antiparras, como los aviadores de las viejas películas de la tele, pero una tarde de domingo depositamos en el agua el barco de velas de colores y lo seguimos mientras navegaba cada vez más rápido hacia una cascada que había al final del potrero, no muy alta pero cascada al fin, lo vimos despeñarse creyendo que se hundía pero no, su larga quilla consiguió estabilizarlo y levantarlo de proa para continuar navegando con aire de triunfo, hasta llegar al ensanche del río donde comprobamos con pena que ya no podríamos recuperarlo; en el rápido que seguía a la cascada, frente a un horizonte cada vez más vasto, aceleró la marcha como un vencedor, traspuso la cerca de alambre que separaba el potrero del terreno vecino y no pudimos seguirlo, solo contemplarlo siguiendo con la vista las velas desplegadas que iluminaban los últimos rayos del sol. De regreso al pueblo, algo cabizbajos, alguien hizo una broma que a nadie hizo gracia– el Lector hace una larga pausa vista baja, pensativo, enciende otro cigarrillo y mira a Camila a los ojos–. Y, bueno, para terminar el cuento pasó lo que tenía que pasar, esa noche pegado al cuerpo dormido a plomo de mi padre soñé con el buque, sus velas anaranjadas y azules perdiéndose en el horizonte sobre la cresta de una ola. Al día siguiente no pude recordar detalles del sueño, pero me pareció que a bordo alguien o algo se alejaba. Para siempre– se incorpora el Lector y golpea bruscamente la mesa con la palma de la mano–. Y fin, Camila. Se acabó. No hablo más. Me sacó cosas que… ya, ahora da lo mismo.

      Con suavidad Camila pregunta: –¿Y después?

      El Lector hace un ademán como dando a entender que el asunto está terminado, pero algo, un inconsciente impulso interior, lo obliga a continuar.

      –¿Después? –el Lector medita–. A veces todavía sueño con el barco, la poderosa quilla que le impedía escorar a despecho del oleaje y esfumándose en el ocre del atardecer el azul y naranja de las velas. Y también eso aún sin descifrar, alguien, alguien o algo alejándose para siempre

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