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lo primero en preguntarme, ¿de verdad lo quise? Mil noches me hice la pregunta sin respuesta. A todo esto, ¿le hablé de Roberto?

      El Lector cierra definitivamente el libro y lo deposita en sus rodillas. Ha visto cómo la lectura ha conseguido penetrar como un estilete en algún recóndito lugar de la memoria de la Señora, nada tendrá el poder de detenerla, ya no hay lugar en ella para otra cosa que no sean sus ¿evocaciones? ¿Recuerdos? ¿Sueños?

      –No sé con quién ni dónde estaba cuando me avisaron de golpe y porrazo que Roberto se había infartado en momentos en que, entiendo, le dictaba a su secretaria. Mi respuesta fue la inercia total. Los más próximos, parientes, amigas de mi mamá, lo atribuyeron a un dolor tan grande incapaz de expresarse, decían, por formación, decían, por el sentido religioso que de chiquitita le inculcaron a esta niñita, la cristiana resignación de que tanto hablan, aunque nunca he entendido bien, fíjese, en qué consiste esa famosa resignación –mira al Lector, interrogante.

      –Me hace preguntas difíciles, no creo saber mucho más que usted.

      –Bueno, le pregunto porque usted es lector o profesor o escritor, qué sé yo.

      –Supongo que resignarse, acomodarse a algo, supongo.

      –Si es así, de resignación en mi caso nada, ¿y sabe por qué? Simplemente porque desde hacía años Roberto me era totalmente indiferente, según me dice resignarse es conformarse, ¿no? Entonces no tenía de qué conformarme, me importaba un pepino y en ese mismísimo momento me puse en campaña para vivir mi vida. Y eso significaba, en primer lugar, desentenderme de mi padre autoritario y posesivo por excelencia, una señorita bien –le gustaba remarcar la palabra bien con los labios apretados– no hace eso, no siente de esa manera, no se comporta así. Hasta entonces me había dejado llevar por los vientos familiares, mis amigas, primas, siguiendo la estricta ordenanza de ser como ellas, un ejemplo de señorita, aunque estaba muy lejos de ser como quería mi padre. Por eso cuando escucho los derroches y pasiones de ese Gatsby y sus ganas locas de vivir a fondo, no dejo de sentir la nostalgia de los salones iluminados con mil luces, a giorno, se decía. Aunque, fíjese, no se trata de nostalgia, para mucha gente la nostalgia es revivir lo que queda después de alcanzar la sensación verdadera, para mí es más bien la sensación de pérdida al tomar conciencia de que nada volverá a repetirse, que el tiempo mató definitivamente todo, es fantástico recordar los buenos momentos, lo fatal es saber que no queda nada, nada, ni siquiera alguien con quien concertarse para recordar. Bueno, el asunto es que esa noche las lámparas de lágrimas brillaban como lágrimas de verdad, cientos de ampolletas se reflejaban en la seda de los vestidos y en las solapas de raso de los smokings, los mozos circulaban como soplos con bandejas llenas, champaña, cualquier cosa, a pesar de que una señorita no bebe, solo besa la copa decía mi padre, la roza con los labios, y ahí estaba yo en mi inútil fiesta de graduación, gentileza de mi padre para lucirse ante sus amistades que repletaban el salón del Club Hípico, todos, todos felices más allá de las conversaciones superfluas de los señorones fumando sus habanos y las señoronas en pleno acto de gesticular para resaltar el brillo de sus joyas y de los ventanales por donde en oleadas se colaban los aromas del jardín. Un ademán, una mirada de soslayo y todo era posible. Y los valses de Strauss, ese ritmo, qué suavidad, la fiesta de los violines como si las notas brotaran de la varita mágica del director, pero no me haga caso, la sinceridad antes que nada, no porque la vida me estafó voy a dejar que me siga metiendo el dedo en la boca, nunca me gustó Strauss, nunca, lo encuentro empalagoso, cursi, dulzón, meloso como él solo, después de todo era lo de menos, ahí iba yo girando y girando bajo las luces al compás del peor de sus ridículos valses, pero nada me importaba, solo un brazo musculoso en la cintura, un aliento varonil en la frente y el perfume con reminiscencias de tabaco o gametos masculinos o lo que fuera. Eso era entonces la vida. Toda la vida, solo la vida y nada más que la vida.

      Y entonces él, él… ¿cuál era su nombre? Si lo supe no me acuerdo y ya no interesa, el asunto es que girando y girando como un trompo me condujo a la terraza, y mire, si le digo que había luna llena no me va a creer, pensará esta vieja exagera, la nostalgia se le sube a la cabeza, no puede haber en este mundo una noche tan perfecta, créame, es verdad, como si fuera poco una luna redondita y pálida como pancutra flotaba enterita en el cielo justo encima de nuestras cabezas. Se lo juro. Al llegar junto a los balaustros de la baranda me detuvo en seco, tanto que si no me chanta en el suelo con su brazo de fierro hubiera seguido de largo hasta aterrizar en el jardín. Apoyados en la baranda permanecimos en silencio intentando normalizar nuestra respiración, en la penumbra más allá del jardín se podía entrever la pista de carreras, si nos hubiéramos dejado llevar un poco por la imaginación, solo un poco habríamos oído el pataleo de los cascos y el griterío de la multitud. Pero nada. Silencio, sombras y sombras desdibujaban la pista hundida en la luz líquida de la luna, mientras el famoso Strauss seguía llegando en sordina del interior del salón. Bueno, el hecho es que mi dulce acompañante fue desplazando de a poquito el brazo como si nada, mirando la luna el muy hipócrita, hasta depositar su mano sobre la mía; yo, sorprendida y tal vez temerosa, no la retiré, de modo que se sintió autorizado para deslizarla por mi antebrazo y terminar enlazándome por la cintura como una serpiente. Y ahí quedamos, inmóviles, yo en espera de lo que vendría y lo confieso, muerta de curiosidad, hasta que al fin, supongo, se hizo a la idea de que mi actitud era condescendiente y con toda delicadeza me volvió y pegó sus labios a los míos. Lo dejé. Primera vez, creo, que me dejaba llevar por una pulsión, cómo decirlo, no buscada ni deseada, o, de manera simple, inconsciente, y es verdad, aunque no crea, al fin y al cabo apenas lo conocía, peor, siempre pensé que era todo lo torpe que puede ser un hombre, ragbista, imagínese, con eso le digo todo, torpe de ideas, sentimientos, de modos. Igual me dejé. Después, mucho más tarde aprendí que ese tipo de impulsos sin origen que de tarde en tarde se apoderan de una como una erupción, una vez comenzados no se puede ni desea contener. Hay que dejarse llevar para sentirse viva.

      Entonces ocurrió la tragedia, perdone, es la primera palabra que se me viene a la mente, porque de tragedia nada, más bien tragicomedia, digo yo, pero el tipo de cosas que a esa edad se vive como el drama máximo, cuando sentía mi boca presionada por unos labios pegajosos y con tufo alcohólico abrí los ojos y vi que alguien miraba fijamente la escena, no recuerdo haber visto en la vida igual expresión de estupor, un pasmo infinito le contrajo la frente en un gesto de ira. Usted se preguntará quién, quién era el personaje, la verdad es que en ese momento nadie, ni siquiera un amigo, lo reconocí vagamente como un alumno de mi padre que alguna vez había pasado por mi casa, en más de una ocasión nos habríamos cruzado en casa de amigos o en el mismo Club. Para decirlo en una palabra, se trataba de Roberto, nada menos que el mismísimo Roberto, más tarde mi celoso e infiel marido, pero esa noche en que nuestras miradas se cruzaron yo y tampoco él, supongo, podríamos haberlo siquiera imaginado. Y es lo que me hizo tan inexplicable la escena que vino a continuación, de dos trancadas se vino a donde estábamos y con una mano como garra de ave de presa cogió al atrevido del hombro, lo volvió de un empujón y como en la más típica película de gangsters, que entonces estaban muy de moda, al más puro estilo Bogart, le encajó, ragbista y todo, dos secos puñetazos en el mentón que sonaron como cuetazos, el primero lo inmovilizó, el segundo lo lanzó contra la balaustrada y en cámara lenta, muy lenta, fue doblándose de espaldas hasta caer al vacío con un gemido; ahora, claro, decir vacío es una exageración, no más de un par de metros de altura, pero igual se fue de cabeza como un mono de paja para quedar abajo enredado en unas matas de boj. Los segundos de silencio que siguieron me parecieron eternos. Me asomé sobre la baranda y vi al ragbista levantarse a trastabillones, la cara llena de rasguños y las manos chorreadas de sangre, con la estupidez más marcada que nunca en su pobre cara inexpresiva, levantó la vista hacia nosotros y después de sacudirse medio inconsciente a manotones las ramas y el polvo, se alejó cojeando tan rápido como pudo en dirección a la salida. Sin una palabra, sin una explicación, sin mirarme, Roberto me dio la espalda, lo vi dirigirse al mesón, pedir un vaso grande lleno de no sé qué y tomárselo de un trago. Solo entonces me di cuenta de que la música se había detenido, todo el mundo estaba inmóvil, paralizado observando la escena, y cuando me volví a enfrentar al gentío, roja como un tomate, supongo, la orquesta fue recomponiéndose instrumento por instrumento, volvió el director a darle a la batuta hasta restablecer los compases del pegote de Strauss, algo

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