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no sé si es cierto pero también despiertos volvemos a la niñez. Y aquí no ha pasado nada, la infancia pasa como las enfermedades y eso me ocurrió a mí. Después me fui, me vine, debería decir, a Santiago a estudiar y escasas veces volví, nunca supe qué significó para mi padre mi partida.

      –¡Qué bien habla! ¿Y de verdad no ve tristeza en lo que contó, nada? Me gustaría creerle. A mí se me vienen cosas de la niñez no dormida sino despierta, como dice usted, y dormida también.

      –¿Alguna vez me contará?

      –¿Alguna vez? No sé. Usted me inspira confianza ¿sabe? Pero no es eso, no es solo eso, son cosas mías que, al revés de usted, viven y por eso vuelven. Pero son mías, solo mías.

      –La vida son momentos, Camila, el pasado ya es un sueño, el futuro no existe y el presente en cuanto lo piensa ya pasó.

      –No entiendo, disculpe, no entiendo pero me gusta.

      Un ruido, un aire, un suspiro, algo como la caída de un objeto llegan desde la planta superior. Camila se endereza, alerta.

      –La Señora –dice–, voy, tengo que subir, pero no, por favor no se vaya.

      –Es tarde, Camila, no se preocupe, usted va a estar ocupada –responde, pero Camila ya no puede oírlo porque brinca escaleras arriba.

      El Lector suspira. Se levanta luego de un instante de inmovilidad y fija la mirada en la ventana, lo poco que se puede apreciar por el vidrio empañado, el cielo nocturno y el brillo de un par de estrellas. Se arropa, envuelve en torno al cuello la vieja bufanda que una vez fue de su padre, abotona su abrigo hasta el último botón, cierra suavemente la puerta de calle y a pasos lentos camina en la vereda. Aquí no ha pasado nada, piensa. La vida.

      4

      Eso Era Entonces la Vida

      – ...Porque Daisy era joven y su mundo artificioso estaba perfumado de orquídeas, de extravagancias gratas y alegres y de orquestas que daban el tono a los ritmos de moda para la temporada, resumiendo la tristeza y la sugestión de la vida en armonías nuevas. Toda la noche los saxofones gemían el desesperanzado comentario de los Beale Street Blues, mientras cien pares de zapatos dorados y plateados sacudían el polvo resplandeciente. A la hora gris del té había siempre habitaciones que vibraban incesantemente con su fiebre dulce y suave, y caras frescas que se movían de un lado a otro como pétalos de rosa llevados por el aire del triste sonido de las trompas. En este universo de medias tintas, Daisy comenzó nuevamente a actuar con la iniciación de la temporada; de pronto se encontró otra vez dándose media docena de citas con media docena de hombres y llegando semidormida a la madrugada para dejar confundidos por el suelo, junto a la cama, los canutillos y chifones del vestido de fiesta con las orquídeas desfallecientes. Y constantemente había algo en ella que clamaba por una decisión. Ahora quería que su vida tomara una estructura definitiva, que la tomara de inmediato y alguna fuerza a su alcance tenía que impulsarla a la decisión: fuerza de amor o de dinero, fuerza capaz de ofrecerle soluciones prácticas. Esta fuerza tomó forma a mediados de la primavera con la llegada de Tom Buchanan. Había tal salud y tal fuerza en su persona que halagó a Daisy. Y sin duda sentía, a la vez, la lucha de su espíritu y un cierto alivio. Gatsby aún estaba en Oxford cuando le llegó la carta...

      –Por favor perdone, perdone que lo interrumpa –levanta la Señora un escuálido brazo y observa a su alrededor con interés, como si de golpe y porrazo algo despertara en su memoria–, ¡pero qué bien escrito y qué cantidad de cosas sugiere! ¿No encuentra maravilloso eso de un mundo perfumado de orquídeas?

      El Lector se detiene, cierra el libro manteniendo el pulgar entre las páginas para no perder el punto de lectura. Mucho podría decir en torno a la esplendorosa vida de Daisy y el obsesivo Gatsby, como cuando en sus años de universidad él y sus amigos se arrebataban el único ejemplar de hojas deshilachadas, peleándose por el que seguía en su lectura y poder lucirse desentrañando a los personajes en la cafetería de la Escuela. Pero eso era cuando leía, cuando los libros le importaban, cuando vagamente pensaba en escribir, de ser posible a la manera de Scott Fitzgerald, cuándo aún no se quemaba en el intento. ¿Por qué un día amó libros que ahora carecían de interés? ¿Acaso porque representaban vidas soñadas, irrepetibles, inalcanzables? ¿Fue suficiente decirse, como alguna vez lo hizo, para qué quiero libros si tengo la vida?

      –¿No va a contestarme –insiste la Señora–, en qué piensa?

      El Lector desliza los dedos por su frente.

      –Disculpe –dice–, sí, pensaba. Diría que me parece bien, demasiado bien escrito y, claro, esa pasión de Gatsby por nada, la inútil nostalgia.

      –Pero mire qué poeta me salió usted, y qué desencantado para ser tan joven. Pero no me refería a eso, iba a preguntarle sobre la intensa manera de ese hombre de sentir la vida cuando a su alrededor el mundo entre guerras no era nada. Pero no me refiero al personaje sino al autor, porque, claro, el personaje habla por él y al fin y al cabo ¿no es así como se escribe una novela proyectándose, o como se quiera decir, en los personajes, un poquito en cada uno? No le he preguntado y si lo dijo no me acuerdo, ¿nunca le dio por escribir?

      El Lector siente endurecer los músculos de su cuerpo.

      –Creo habérselo dicho más de una vez –responde, algo seco…

      –Bueno, no es para tanto –dice la señora, cierra los ojos y reposa la cabeza en la almohada–. No se sienta obligado, no es más que una pregunta al paso.

      –No me mal interprete. Quizás una vez escribí y quizás todavía lo hago. Me he fijado que no solo yo, tal vez todos intentamos escribir alguna vez, aunque sea para guardar las hojas en el cajón del velador.

      –Vaga su respuesta, pues –dice la señora sin abrir los ojos–, no me satisface. Siento que se me pone a la defensiva. Pero no importa, solo quería comentarle con qué propiedad, con qué sabiduría describe ese hombre los sentimientos de una mujer. ¿Cree que un hombre pueda situarse de verdad en el alma de una mujer?

      –Por supuesto.

      –Lo veo muy seguro.

      –No es que lo diga yo, leí que el talento de un escritor consiste precisamente en la facultad de perderse dentro de sus personajes. A lo mejor no lo digo bien, algo como eso.

      –Supongo que así es, no son pocos los personajes de novela narrados por autores del sexo opuesto, incluso pueden diferir entre sí hasta odiarse a muerte descritos por la misma mano. Pero sí, creo que ninguna mujer podría dejar de identificarse con Daisy y sus orquídeas desfallecientes, ¡qué bella frase! ¿Quién podría no desear sentirse alguna vez amada de esa manera, digo yo? Aunque todas lo hemos sido alguna vez, supongo. Pero mire, yo no era nada de fiestera, tampoco de alborotos ni de muchedumbre, peor, la gente me lateaba hasta un punto que no puede imaginar. Pero eso no me impide reconocerme en más de alguna escena de ese libro, más todavía, lamentar no haber aprovechado mejor mis días, bailar hasta el agotamiento y amar, amar como loca como ese hombre… ¿Cómo es que se llama?

      –Fitzgerald, Francis Scott Fitzgerald.

      –Claro, como ese hombre amó a su mujer y disfrutó la vida aunque más no fuera para derrocharla en el fondo de la noche.

      –Bueno, pero piense también que el corazón se lo cobró a los cuarenta y cuatro años, en casa de su amante y mientras su pobre mujer se consumía en un loquero.

      –Ah, ¿sí? Nada conozco de la vida de ese pobre hombre y si es así un triste final, después de todo. No me avergüenza confesarlo, el caso es que yo era romántica, pero romántica en el más amplio sentido de la palabra…

      –¿Era, dijo, era?

      –¡Uf! No me pregunte más, la vida, usted sabe. El asunto es que de alguna manera todas las mujeres lo somos, creo, y aunque no soy muy entendida en amores he visto que a la larga termina siempre identificándose con el dolor, no se puede, no es posible poseer a otra persona como

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