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con los años me puse tan escéptica que no me parece justo calificar a las personas así como así de mejores o peores, ¿quién es mejor o peor, digo yo? Supongo que estará de acuerdo en que no hay nadie cien por ciento bueno ni malo, el mal y la virtud son, al fin de cuentas, resultado de un azar cuando no de un capricho. Una vez leí o escuché, ya no sé, tal vez a mi padre, que nuestro única finalidad en el mundo es un juicio final donde terminarán por dividirnos en buenos y malos por los siglos de los siglos amén, y mientras eso no suceda concedamos a nuestros semejantes por lo menos el beneficio de la duda. O, como decía mi mamá, al freír será el reír.

      La Señora se distiende, cierra los ojos. Parece dormitar. De pronto los abre y de nuevo clava la vista en el cielorraso, como si viera más allá de él.

      –Bueno, volviendo al loco ese de Encina digamos que Balmaceda se respondió a sí mismo como hombre y eso no es poco, ¿no le parece? Por último qué más da, convengamos en que a lo mejor Encina tiene razón y al fin ya está bueno, basta, le dio forma a la historia a su santo gusto y quedó feliz– incorporándose a medias en la cama da una mirada a su alrededor como temerosa de que alguien más pueda escucharla–. Menos mal que no puede oírme, con el carácter que tenía me hubiera despellejado viva. Por lo demás quién soy para criticarlo, qué presunción, después de todo sé bien lo que se siente cuando a una la ponen de vuelta y media por el simple hecho de decir lo que piensa –mira al Lector encogiéndose de hombros–. Disculpe… ya sabe que hablo sólo de mí, que manía, en la vejez eso no tiene vuelta, los viejos vivimos de recuerdos y por favor no me mire con esa cara, no vaya a decirme que no soy vieja, una y otra vez volvemos a la niñez y adolescencia y es que cuando niña, y con mayor razón ahora que soy vieja, dije siempre lo que me daba la real gana. No puede imaginar con qué frecuencia mi familia se desplomaba cada vez que yo abría la boca, mi mamá se clavaba en el suelo como estaca con una cara espantosa de vade retro, y mi padre se lanzaba a hablar a trompicones para disimular mis palabras o para hacerme callar de un rugido, cuando no de un feroz tapaboca. Mi padre, bueno, no solo él, también mi mamá aunque más no fuera para llevarle el amén, me encontraban el colmo de lo hueca y superficial, nunca conseguirían nada de mí decían y ¿sabe? Terminé por encontrarles razón. ¿Qué soy? ¿En definitiva, quién? Ni la sombra de lo que alguna vez esperaron de mí, apenas el simple y pésimo resultado de mis lecturas –la Señora sonríe bondadosamente–. No puedo dejar de reírme de su cara de interrogación en último grado de curiosidad, ¿me equivoco? No deja de preguntarse una y otra vez si la historia y los historiadores merecen tanta fobia como la mía. ¿Sabe por qué, le interesa mi respuesta? No, ya sé que no, pero después de todo ya estoy hablando...

      El Lector la interrumpe.

      –Perdone pero, ¿puedo responder por mí? Se equivoca, lo que cuenta me interesa, parece pensar que me aburre escucharla y no es así, palabra, cuenta su vida con tanta pasión… Bueno, si de verdad es su vida.

      En los labios de la Señora la sonrisa se amplía como un rictus.

      –¿Cree que invento, que sueño?

      –De inventarlo, supongo que no…

      –¿Supone?

      Ahora ríe el Lector con ganas.

      –Bueno, tal vez todo, todo no, pero siempre le ponemos de nuestra cosecha cuando contamos algo nuestro.

      La Señora lo observa con bondad y algo de ironía. Se encoge de hombros, tan consumido está su cuerpo que el movimiento apenas consigue arrugarle el cuello.

      –Dejémoslo así, al fin y al cabo dicen que toda vida es una novela, lo que vivimos a diario terminamos inventándolo y, después de todo, no tiene importancia.

      El Lector se inclina para decir algo pero la Señora se lleva el índice a los labios y alza las cejas como si al final, de verdad, el asunto careciera de importancia.

      –No se preocupe, no importa, da lo mismo. Lo malo es que la lectura y los recuerdos terminaron por soltarme la lengua, no es su culpa, tampoco del fantasioso de Encina. ¿Quiere que le diga? En último término se trata de una suerte de conjuro que me ha perseguido a lo largo de toda mi vida y no solo a mí, a mi familia entera, con persistencia demencial, la famosa historia se empecinó en pisarnos los talones, sin dejar de lado que su ocupación natural es perseguir su propia sombra para convertirnos a todos en víctimas, nihil novum, declamaba mi padre con esa ostentación ridícula de cultura que a la postre de nada le sirvió, aunque, cursilería mediante, el pobre no dejaba de tener razón, la historia se da vuelta de carnero para crear héroes y villanos, todos víctimas igual que nosotros los seres comunes y corrientes, que la vivimos y sufrimos aunque nadie nos pondrá nunca en la cabeza una corona de laurel, igual que el tipo de la piedra, ¿cómo se llamaba?

      –Sísifo.

      –Eso, Sísifo, ignorados y modestos como hormigas la vamos empujando desde abajo, ¿resultado? Mire no más a su alrededor, adonde gire la cabeza verá víctimas inocentes y anónimas abusadas o esclavizadas, genocidios por las causas más arbitrarias, raza, religión, territorio habitable, que sé yo, venganza, muerte y ambición, bajo todos los vientos el horror de la historia. Macbeth siempre vigente.

      Ambos guardan silencio. El Lector asiente con lentos movimientos de cabeza.

      –No sé si me va a creer –dice en voz baja el Lector–, pero tengo que decírselo, me sorprende su lucidez.

      –¿Estando como estoy postrada, minusválida, no solo de cuerpo sino también de mente?

      El Lector se reclina en la butaca, cruza las manos sobre el libro que conserva en las rodillas y asiente con un ademán.

      –Quiero creerle –la Señora baja los párpados y se abandona en la almohada–. Me gustaría creerle, aunque sigo pensando que no tiene importancia. Nada la tiene. Porque me parece que a ratos confundo las cosas, recuerdos, hechos, personas se me vienen a la mente como un torrente sin saber de dónde vienen, a veces veo todo negro, o blanco si prefiere, me gusta pensar que leer tanto me fue útil, no me expreso mal, supongo, pero nada más –con sonrisa más bien melancólica observa al Lector casi con dulzura–. No sabe lo que para mí significa que me escuche, alguien, cualquiera, pero de verdad si no fuera usted no daría lo mismo, con tanta lesera que se me viene a la cabeza me siento como un mar después de la tormenta aunque no me gusta repetir lugares comunes. O quizás en plena tormenta, porque todavía tengo ganas de hablar –se vuelve la Señora hacia el muro y continúa como sin esperar ser escuchada–. Sí, así ocurrió con mi familia y como si fuera hoy, perdone, otro lugar común, recuerdo la primera muestra que tuve, la primera que viví. Mi abuelo, el padre de mi padre al que no llegué a conocer, murió la noche y quizás a la misma hora en que el pobre Balmaceda terminaba por reconocer que se hacía humo toda esperanza de salvación. Mi padre, con su retórica venida a menos, solía contar que a pesar de ser muy niño recordaba la tarde en que Santiago se veía cubierto de banderas chilenas y rojas, ¿por qué rojas? No sé, flameaban en los techos de las casas, decía, en los edificios públicos, la gente las agitaba en calles y plazas, las campanas de las iglesias, todas, decía, tocaban a rebato como en una alegre fiesta, soplaban vientos de venganza, decía, con esas palabras, el odio se olía tan fuerte que hasta el más cándido hubiera podido pronosticar un final trágico. Ya de noche, decía, empezó el saqueo mi alma, la chusma, decía, se abalanzó sobre las casas de los parientes, amigos y partidarios de Balmaceda y salían con carretones cargados de muebles, cuadros, cortinajes, ropa, alfombras, las mansiones de lujo eran reducidas a escombros, a nada. No solo saqueaban las casas de los ricos, decía enceguecido de rabia, con la misma saña, la de los pobres y azuzados por gente bien, peor todavía, por curas, sí señor, gritaba, por curas que desde el púlpito o el portal de la iglesia repartían listas con nombres y direcciones. Como podrá suponer la familia de mi padre era partidaria furibunda de Balmaceda, así que no pudieron librarse, un tropel echó abajo a empellones puertas y ventanas y comenzó la rapiña mi alma, decía engrifado por el odio, más de alguien quiso prender fuego a la casa y no le resultó, pero la registraron de punta a cabo arrasando con lo que encontraban a su paso. Y de pronto, entre tanta locura, mi abuelo vio a un hombre que sacaba con berridos de alegría un pequeño arcón donde

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