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¿Se ha fijado en lo poco y nada que le gusta hablar de usted? No sé si será conmigo no más, pero todas las veces me sirve un café, se ríe, habla de cualquier cosa, me pregunta cosas mías y al fin de usted no me cuenta nada. No digo que hable de su vida a cada rato, pero desde que la conozco lo poco que sé de usted tuve que sacárselo con tirabuzón. Me ha hablado del sur, de su casa en el sur, no sé dónde, cerca de un lago parece, sí, creo que habló de un lago, y nunca me ha dicho, por ejemplo, cómo llegó aquí, a esta casa. ¿No le dan ganas de volver? A su casa, a su gente, ver antiguas amistades. ¿Cree que no me interesa? ¿Cuánto tiempo hace que no va?

      –¿Y por qué tendría que interesarle? ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que alguien pueda tener recuerdos personales que son justamente eso, de una y de nadie más?

      –¿Secretos?– el Lector intenta una expresión de malicia curiosa.

      Camila se encoge de hombros.

      –Si tengo secretos es porque son míos. Además lo pasado pasó y se me olvidó. Se fue. Es verdad, le dije que soy del sur, pero de mi casa no queda nada, ni el techo ni las ventanas ni las puertas –esa forma de opacidad que por fracciones de segundos cruza su mirada, una larvada sensualidad vaga en su voz, acento sureño al fin, piensa el Lector–. No sé si alguna vez vuelva, Dios no más sabe.

      Desvía Camila la vista y permanece pensativa. Selmira continúa imperturbable su planchado sin hacer un gesto, al parecer la historia de Camila le suena demasiado conocida.

      –No se me ponga triste pues, Camila, no era mi intención, me arrepiento de haberle preguntado. ¿Pero se da cuenta, reconoce que le cuesta contar cosas suyas? Si no me equivoco, en dos años es primera vez que le saco más de dos palabras.

      –Tiene razón, no digo que no. Pero véase usted también pues, viene, le lee a la Señora, se toma un café y… ¡bah! –se golpea la frente Camila–, acabo de darme cuenta que le serví té, qué tonta soy. Pero bueno, ya se lo está tomando. A lo mejor usted cree que hablar con nosotras es rebajarse, ¡ahí está la cosa!

      El Lector bebe el té, complacido, a lentos sorbos.

      –Bueno, así es, me sirvió té, pero ¿ve? Me lo estoy tomando tranquilito, se veía tan concentrada que no quise interrumpirla. Ah, claro, lo único que falta es que ahora me eche la culpa a mí.

      –Ah, y a propósito, no, no a propósito, no tiene nada que ver, pero… ¿no le importa que le haga una pregunta? Hace tiempo que tengo una curiosidad.

      –Pregunte no más. Siempre que no sea de mi vida privada.

      –No tenga miedo, no acostumbro meterme en la vida privada de nadie, por si acaso.

      –Son bromas pues, Camila –sonríe con aire conciliador–, no tengo secretos. Dígame.

      Ella lo mira directo a los ojos y sonríe.

      –Ojalá que no le moleste, pero… ¿no le importa estar todos los días, horas y horas leyendo en voz alta, no se le cansa la lengua, no le da sed? ¿Y cuestiones que a lo mejor a la Señora ni siquiera le interesan?

      El Lector no puede evitar reír con ganas, mira a Selmira que también lanza una carcajada y termina de beber el té sin apartar de Camila una mirada amable.

      –Que es niña chica usted Camila, ¿ah? Y dígame, ¿a usted se le cansan los pies? ¿O los brazos? ¿Las manos? Mi trabajo no más hago, pues, tan simple como eso, igualito que usted. Y no crea que a la Señora no le interesa, si no, no me haría venir todos los días, ¿no le parece? ¿Pero y por qué tiene derecho a preguntarme y yo a usted no?

      –Ay, me pilló– ríe pícara Camila tapándose la boca con ambas manos, pero de inmediato vuelve a su seriedad de costumbre–. Es que no me gusta acordarme de mis cosas, no me gusta hablar, ya le dije y ya, pasó la vieja– de nuevo risa alegre a boca abierta que deja ver sus dientes blancos y parejos–. Pero con la Selmira hablamos como locas todo el día, ¿cierto Selmi? No nos para.

      Sin mirarla el Lector oye un gruñido satisfecho de Selmira a modo de respuesta. Con suavidad deposita la taza en el platillo y se pone de pie.

      –¿Ve, ve cómo es? –Agita Camila el índice frente a su nariz–, se tomó el té y se va. Con usted no se puede, ¿ve? ¿Ve que no le gusta conversar con nosotras? Y después me echa la culpa a mí.

      Con una sonrisa ambigua el Lector toma su abrigo y bufanda que ha depositado sobre el respaldo de la silla.

      –La Señora se durmió –dice, repentinamente serio–. A propósito, no sé si será idea mía pero esta semana la noté decaída. Ausente. Como si todo le importara cada vez menos. A lo mejor ustedes no se dan cuenta porque pasan todo el día con ella, pero pónganle atención, preocúpense ¿quieren? Y bueno, otro día hablaremos, Camila –se acerca a ella y le toma la mano–. No vaya a creer que no me interesa hablar con ustedes, no es eso, al contrario. Pero todo tiene su tiempo.

      Con aire algo desilusionado Camila se pone de pie y le extiende una mano floja.

      –Entonces está bien, será otro día.

      Tras volverle la espalda, Camila apaga la radio que desde un rincón despide una música sorda, con movimientos enérgicos termina de enjuagar la taza y en el mesón cambia de lugar objetos en un nuevo orden que sólo ella podría justificar. Mira interrogativa a Selmira que, luego de detener su labor, deposita la plancha en el armazón metálico y a través de la ventana fija la mirada en las brillantes hojas de la hortensia que alcanza a iluminar la lámpara fluorescente de la cocina. Suspira Selmira.

      –La Señora está bien –dice segura en voz baja, como hablando para sí–. La conozco desde hace muchos años, me la sé de memoria.

      Mueve la cabeza como para sacudirse un mal pensamiento y luego de humedecerse el índice en la lengua lo desliza por la cubierta de la plancha que lanza un leve chirrido. Luego reinicia su tarea como si planchar fuera el único objeto de su vida.

      –Ah, y antes que se vaya pues –irrumpe Camila para conjurar el silencio apoyando una mano en el antebrazo del Lector–. El sábado me toca salir y…

      –¿Y de nuevo se va a quedar encerrada?– sin decidirse a partir termina de abotonarse el abrigo mirando a Camila con marcada ironía.

      Nueva risa, viva y contagiosa de Camila de nuevo cubriéndose la boca, su risa característica, breve e inesperada. Selmira le hace coro.

      –No, voy a ir a ver a mi mamá. Pero es que, ¿sabe? El domingo es el cumpleaños de una prima mía, una primita, niñita… quería decirle, profe, bueno, si quiere, no se sienta comprometido, pero si se atreve podía llegarse hasta mi casa, lo invito, de verdad lo invito a la hora de once. Si puede, si de verdad puede, no se vaya a sentir obligado.

      El Lector se lleva a los labios un cigarrillo y lo enciende con parsimonia, apaga el fósforo agitándolo con energía.

      –Ya le dije, varias veces le dije y me cansé, no me diga profe, ¿quiére? En todo caso gracias, no le puedo contestar ahora, usted sabe, tengo obligaciones.

      –¿Obligaciones? –Pregunta Camila enarcando las cejas con mordacidad–. ¿Obligaciones dijo?

      El Lector no puede evitar reír a su vez, lo sacude la tos, se golpea el pecho, recoge en la palma de la mano la ceniza caída sobre la cubierta de la mesa y la deposita con cuidado en el cenicero.

      –No se ría de mí, Camila, ¿ya? No sabe nada de mi vida. Mañana le contesto. O pasado– ambas mujeres lo miran, de nuevo serio, volverse con lentitud, aspirar profundamente el humo y levantarse con ambas manos la solapa del abrigo–. Gracias, Camila. Voy a tratar. En serio.

      Sin abandonar su gesto burlón Camila asiente, quizás todavía en espera de que decida quedarse otro rato. Pero tras una ligera reverencia dirigida a nadie el Lector les da la espalda y abandona la cocina.

      Ya en la calle se detiene a contemplar la noche. Nadie a la vista. Neblina, luces de la ciudad se reflejan en los

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