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de su intensidad es todavía muy aleatoria y difiere considerablemente de unos pacientes a otros y de unos médicos a otros. Las técnicas fiables para medir el dolor son muy recientes y aún no están ni generalizadas ni reconocidas del todo.

      Reacciones ante el dolor

      Las actitudes ante el dolor son casi tan diversas como las personas que sufren. Es difícil generalizar sobre las dimensiones subjetivas del dolor, porque hay tantas formas y grados de sufrimiento como variaciones de los umbrales de sensibilidad. Ciertas dolencias consiguen ser increíblemente soportadas por algunos de los que más sufren y particularmente temidas por los que han sufrido menos. Por eso la evaluación del sufrimiento es muy relativa y varía según los pueblos, los individuos y los casos. En algunas guerras los soldados operados sin anestesia no parecían sentir más dolor que el de sus propias heridas. En ciertas etnias, hay mujeres que dan a luz y siguen trabajando casi como si nada especial hubiese ocurrido.

      ¿Es verdad que nadie quiere sufrir?

      A pesar de que, en teoría, todos buscamos el bienestar y cada uno se defiende a su manera contra el dolor, en realidad el sufrimiento también se cultiva. Es sorprendente comprobar con qué obstinación nos mantenemos en situaciones que nos hacen sufrir, y cuánta energía somos capaces de gastar alimentando precisamente las causas de nuestros problemas.

      Por si fuera poco, hay dolencias que tienen para algunos de sus pacientes una dimensión cautivante, casi heroica, cuya intensidad jamás encontrarían en la rutina de sus vidas mediocres. Un amigo médico de urgencias me hablaba de un mendigo que “se accidentaba” con una frecuencia regular, hasta el punto de que el equipo médico creía que lo hacía por nostalgia del excelente trato que recibía en el hospital cada vez que era internado en sus periodos de recuperación. Evidentemente, se trata de un caso extremo, pero aun en grados menores la nostalgia del sufrimiento no es excepcional. Algunos pacientes se encierran en sus problemas como en una cárcel amada. Esta categoría de enfermos han resuelto de cierto modo su situación en la vida. Sanar significaría replantearse cuestiones laborales, personales o familiares que no se atreven a enfrentar. Su curación –o la de un hijo discapacitado, etcétera– les obligaría a buscar trabajo, o permitiría al cónyuge emprender por fin un divorcio al que no se atreve en las circunstancias presentes. Nada ayuda a sanar de una enfermedad con la que uno se lleva bien...

      En estos casos cercanos a la patología, para iniciar su liberación el paciente tendría que llegar a la lucidez de atreverse a renunciar a ciertos “beneficios” presentes y reconocer que está prolongando de algún modo una situación que podría superar. Tendría que conseguir preguntarse seriamente qué pasaría si los problemas que sufre desaparecieran de pronto: ¿Cómo haría frente a su nueva situación?

      ¿Cómo lo tomarían sus seres más cercanos? Etcétera. Pero para llegar hasta esa lucidez ideal y a esa toma de conciencia liberadora se necesita

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