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reprimir las lágrimas ante la pena son todavía tratados de blandengues y de poco hombres. Pero las actitudes están cambiando y hoy vemos cada vez más hombres que se atreven a llorar en público, cosa impensable hace solo unos pocos años. Ahí están, por ejemplo, algunos tan valientes y masculinos como los bomberos voluntarios en Haití al rescatar a un niño entre los escombros del terremoto (2010), el futbolista Iker Casillas al ganar el Mundial de Sudáfrica ese mismo año, el actor Javier Bardem al recibir la Concha de Plata en 1994, o el tenista Roger Federer al perder el Abierto de Australia en 2009. De dolor, de pena o de alegría, todos necesitamos llorar en algún momento. Unos se aguantan, otros no lo consiguen. Llorar es natural, y forma parte del lenguaje corporal para expresar nuestras emociones extremas. Nuestra reacción ante nuestra necesidad de llanto es cultural, y depende en gran medida de nuestra educación.

      El lenguaje del dolor

      Durante milenios el lenguaje del dolor estuvo teñido de connotaciones religiosas y filosóficas. Pero a partir del advenimiento de la medicina científica nuestra sociedad occidental se refiere a sus dolencias en términos cada vez más seculares. Ante la enfermedad, el dolor y la muerte un número creciente de nuestros contemporáneos ya no recurren a la espiritualidad, sino que se dirigen exclusivamente a la ciencia y a los servicios públicos, en los que han depositado la fe que les queda. Al auxilio espiritual innegable de la meditación o de la oración, prefieren soluciones técnicas inmediatas. De modo que la gestión de esas realidades tan personales está pasando del área existencial al área asistencial, como si incumbiesen en primer lugar a la seguridad social.

      En otras épocas o latitudes todo el mundo tenía que convivir con viejos, enfermos y moribundos. En nuestro entorno la atención al que sufre se ha socializado y tecnificado tanto que la mayoría de nuestros conciudadanos casi no tienen contacto con las postrimerías de la vida hasta que no les afectan directamente. Hospitales y tanatorios mantienen a enfermos y muertos lejos de los vivos y sanos. Una de las consecuencias más inmediatas es que hoy muy pocos de nuestros contemporáneos están emocionalmente preparados para el encuentro personal con el sufrimiento, y aún menos poseen el lenguaje adecuado para expresar su dolor o para comunicarse con los que sufren. No sabemos qué decir en situaciones dolorosas, por la sencilla razón de que nunca nos hemos enfrentado a ellas, y no hemos aprendido de la tradición familiar qué hacer en esos casos.

      Ni siquiera la terminología médica consigue expresar debidamente el nivel experimental del dolor. No sabemos cómo describir nuestro propio sufrimiento, y cuando lo intentamos descubrimos que a menudo no podemos rebasar una comunicación superficial, porque desconocemos el lenguaje que le es propio. Apenas nadie habla de esas cosas en una sociedad que mantiene la ilusión de que tiene derecho a que toda molestia le sea evitada. Esto aumenta el sentimiento de incomprensión de los que sufren, incluso en relación con las personas en las que confían. En la visita al médico este usa una terminología científica que deja insatisfecho al paciente porque no la comprende, pero que protege al profesional de las incómodas preguntas del enfermo y de su familia, en caso de que desborden hacia cuestiones existenciales profundas, para las que no suele tener respuestas.

      Eso hace que la creciente confianza en la ciencia se acompañe al mismo tiempo de un creciente temor ante los efectos de la enfermedad y ante el poder de los profesionales de la salud. De modo que no solo el dolor nos encierra en un sentimiento de impotencia, sino que también nos deja a menudo sin palabras. Y este silencio añade a nuestra aflicción el peso de la soledad.

      El derecho a ser felices

      La situación se complica en nuestra sociedad porque esta nos ha persuadido de que todos tendríamos que ser felices. Aunque nadie nos garantiza el derecho a la felicidad, son muchas instancias las que nos bombardean con la publicidad de que la dicha está al alcance de todos, inmediatamente, y con un mínimo esfuerzo. Pero una cosa es tener derecho a buscar la felicidad y otra es pretender conseguirla, sin más, comprándonos un coche, una casa, o contratando una póliza de seguros. La realidad no siempre se amolda a nuestros deseos. Y hacer depender nuestra felicidad de las cosas que tenemos o de las personas que nos rodean es una triste quimera. Por mucho que unas y otras puedan contribuir a nuestros estados de ánimo, tratándose de vivencias subjetivas, las raíces de la felicidad siguen plantadas en nuestras actitudes, en nuestro ser interior.

      ¿Sufrimiento creador?

      Los más bellos poemas suelen ser los más desesperados. La fuerza de la tragedia griega reside precisamente en haber dado expresión al drama que se libra en cada ser humano enfrentado a un destino mortal inevitable ante el que se rebela y del que se siente simultáneamente víctima y culpable. En sus conflictos, desgarros y angustias, el amor y el sufrimiento se entrecruzan al mismo tiempo como causa y efecto. Gran parte de las obras literarias expresan la lucha del hombre contra la adversidad, y sus incesantes esfuerzos para decir su dolor, comprender su sentido o superarlo de alguna manera.

      En realidad, en el mundo del arte, las creaciones francamente alegres son escasas. El arte cómico y la risa camuflan, con frecuencia, muecas de dolor. Por ejemplo, del Quijote se dice muy acertadamente que “al terminar de reír, se debería llorar”. Se ha afirmado que los grandes artistas son seres “malditos por el sufrimiento”

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