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medianoche. Nuestro primer hijo, un bebé prematuro de solo dos meses, que acabamos de sacar del hospital, nos despierta llorando. El pañal está limpio. No quiere el biberón.

      No tiene fiebre. Su madre lo toma en brazos, lo arrulla, intenta tranquilizarlo, pero sigue llorando. Ni él puede decir lo que le pasa, ni nosotros, sus padres primerizos, sabemos interpretar su pena.

      ¿Mala digestión? ¿Otitis? ¿Simple miedo? Al desnudarlo del todo una vez más, intentando descubrir la causa de su llanto, observamos un bulto que resultará ser una hernia inguinal. Ni siquiera el pediatra pudo decirnos si la hernia fue la causa o la consecuencia del llanto.

      Tiempo después me despierto con un dolor extraño en la mandíbula superior a la altura de una muela del juicio o algo más arriba. El dolor, impreciso al principio, se va haciendo cada vez más extenso y profundo. Como no puedo obtener cita con el dentista en varias horas y no me habían dolido nunca las muelas de ese modo, al cabo del día ya no sé si tengo un fuerte dolor de muelas, de cabeza, de oídos, o de todo a la vez.

      Muchos años más tarde, mi esposa, una mujer alegre y animosa, que se pasa los días cantando, empieza a sentirse mal, sin poder precisar lo que le ocurre.

      “No sé lo que me pasa. Me encuentro mal y no sé decir por qué.

      ¿Será la menopausia? No tengo ganas de nada. Me siento agotada, sin fuerzas. Todo me molesta. Estoy triste. Cualquier cosa me da ganas de llorar. Solo quiero dormir, perderos de vista a todos y a mí misma”.

      Mi esposa no llegaba a poner nombre a su incipiente depresión. Estos tres simples ejemplos personales, entre mil otros que po-

      dríamos citar, nos bastan como muestra para ilustrar lo difícil que es describir el dolor.

      ¿Qué es el dolor?

      Aunque todos sentimos su aguijón de alguna forma a lo largo de nuestra vida, no nos resulta fácil definir el sufrimiento. La experiencia dolorosa es sumamente diversa y compleja de comunicar porque afecta a vivencias diferentes, experimentadas por cada uno de modo personal e intransferible. El dolor es, en realidad, un misterio.

      Dolor y sufrimiento

      La ciencia dispone de medios para combatir el dolor orgánico-fisiológico pero el sufrimiento es una realidad más compleja que puede, aunque no necesariamente, incluir la presencia del dolor, y cuya terapia requiere otros tratamientos. Así, una paraplejia no tiene por qué doler, pero el paciente puede padecerla hasta más allá de lo imaginable.

      Amigos o enemigos, dolor y sufrimiento necesitan tomarse siempre en serio.

      El dolor, experiencia personal

      Aunque el dolor nos produce repulsa a todos, tiene efectos diversos en cada persona. No todos sufrimos igual. Se podría decir que más que “dolores” o “sufrimientos” existen personas que sufren. Mi dolor o el de cualquier otro es siempre una vivencia individual. Quizá no haya experiencia más personal que la del sufrimiento. Afecta al ser en su totalidad: al cuerpo y al espíritu. Sea físico o moral, el dolor nos recuerda la fragilidad de nuestra existencia, acapara nuestra atención en nuestro propio malestar y convierte su eliminación en la más urgente de las tareas.

      Nuestra dificultad para analizar el dolor se complica además con el hecho de que, al impregnar todas las dimensiones del ser, afecta en mayor o menor medida a nuestra objetividad. Sobrevenga de forma súbita en un accidente o se anuncie con anticipación en una enfermedad crónica, el dolor nunca nos encuentra preparados: perturba nuestra existencia y puede paralizarla por completo. Cada vez que irrumpe en nuestra vida, nos convierte de algún modo en víctimas pasivas de lo que nos acontece. No importa cuán responsables seamos de sus causas, siempre lo percibimos como un intruso

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