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      —No seas tan literal. Y no des vuelta la tortilla: acá el que la cagó fuiste tú.

      —Y ya te dije que no se va a repetir.

      —Créeme que no.

      Silencio. Uno de esos que rompen algo.

      —Mejor me voy.

      —Espera. Quiero que me digas por qué quieres viajar conmigo. Me refiero a cuando tengamos que separarnos como grupo.

      —Porque hay cosas que no te he contado.

      —¿Y me las piensas contar durante el viaje?

      —Sí.

      —¿Por qué no ahora?

      —No puedo...

      —Conozco ese discurso.

      —¿Qué discurso?

      —Ese de que no estoy preparada.

      —No he dicho eso. Soy yo el que no está listo.

      —¿Listo para qué?

      Silencio.

      No supo qué pasó, pero primero se apagó la voz de León y luego escuchó su quejido.

      —¿Qué pasa? ¿Estás bien? –le preguntó Marina.

      —Es Gabriel.

      —¿Cómo? ¿Porque te duele?

      —Tengo que irme.

      —¡¿Dónde, dónde está?!

      Escuchó el cierre de la carpa.

      —León, háblame.

      —Está herido, puedo sentirlo.

      —Voy contigo.

      —No.

      —Vas a necesitar mi ayuda.

      —No quiero que estés ahí, es lo que él está esperando.

      —¿El Maldito? ¿Gabriel está con el Maldito?

      Las voces se fueron apagando en la medida que León y Marina salían de la carpa.

      Lo último que escuchó fue el cierre, pero el sonido de su mente no se apagó.

      Dónde está Mercedes.

      Dónde está Gabriel.

      Dónde están.

      Abrió los ojos lentamente. Los sentía pesados, dos cortinas de hierro como párpados. De a poco, todo aquello que la rodeaba comenzó a tener forma nítida. Seguía dentro de la carpa, en la cual cabían apenas sus hermanas. No le gustó lo que vio: Marina tenía los ojos hinchados y la nariz roja, y se le hizo demasiado evidente que no era por el frío. Manuela, si bien no tenía rastros de llanto, tampoco mostraba ni el atisbo de una sonrisa.

      Intentó incorporarse, pero aún sentía el cuerpo fatigado, así que se quedó donde estaba; acostada sobre una colchoneta de goma. Afuera el viento soplaba con fuerza, pero la carpa resistía. Era irónico que, justo en esos momentos, se acordara de Matilde y su supuesta pasión por el turismo aventura; después de todo, si no hubiera sido por esa mentira, no tendrían equipo de montaña para resistir esa noche.

      —¿Qué pasó?

      —¿Recuerdas algo? –preguntó Manuela y su voz sonó extrañamente gangosa.

      —Todo, hasta que a los oscuros se les ocurrió botar el árbol. Después solo hay pedazos.

      Manuela asintió y le pasó una botella con agua.

      —Sí, te pegó fuerte.

      —¿Y Gabriel? ¿Dónde está?

      No sabía si había soñado o no las conversaciones. Necesitaba que alguna le contara qué había sucedido desde la huida. Sin embargo, ninguna de las dos habló.

      —¿Le pasó algo?

      Marina y Manuela se miraron; conocía ese gesto, algo grave había pasado y veían cuál de las dos daría la noticia.

      —Maida… cuando los oscuros nos atacaron, el árbol cayó sobre la cúpula que hiciste.

      —¿Y qué pasó después?

      —Gabriel activó la ventana para sacarlos a él y a la Meche de ahí, pero…

      No quería más silencios.

      —Pero qué. ¡Habla!

      —No sabía bien cómo usarla –continuó Manuela–; ningún enviado sabe cómo hacerlo la primera vez, así que apareció en pleno sector de los ríos. Damián pudo…

      —Blyth –interrumpió Marina.

      —Sí, Blyth pudo sentir el disparo de energía. Se demoró en encontrarlo, pero lo hizo y lo atacó junto a otros oscuros. Estaba muy mal, muy grave y Mercedes agonizaba cuando llegó León.

      —¿León?

      —De algún modo Gabriel pidió ayuda y eso pudo hacer que León lo sintiera; él partió para allá y llegó justo a tiempo para sacarlos a él y a la Meche de ahí.

      —Bien. Eso es una buena noticia. ¿Por qué tienen esas caras?

      De nuevo surgió uno de esos silencios rotos, tristes, que ocultan sombras y pasados perdidos. Quizás ya lo sabía o lo intuía, pero aun así no quería que lo dijeran.

      No quería escucharlo.

      No quería que fuera realidad.

      —Cuando llegaron, la Meche estaba muy débil. Tú estabas casi muriéndote…

      —Manuela… –comentó Marina.

      —¿Qué? Si es verdad, estaba muriéndose… Y Gabriel también estaba muy mal… León tenía un par de heridas y…

      —¿Qué pasó? Díganme.

      —Mercedes usó lo último que le quedaba de energía para curarlos a los dos. Cuando estaba por sanar a León… –Manuela inspiró o intentó hacerlo–. No alcanzó.

      —¿Cómo “no alcanzó”?

      No quería escuchar más esos silencios, pero ahí estaban y regresaban a ella como la rueda que gira y gira hasta volver al punto inicial.

      —No pudimos hacer nada, Maida –concluyó Manuela y con eso lo dijo todo.

      Mercedes ya no estaba con ellos.

      Ahora su abuela finalmente se había reunido con Salvador, Milena, Lucas, Pedro y Muriel.

      El olor a su leche con miel volvió a ella y la quemó por dentro.

      Negó con la cabeza, de un lado a otro, cada vez más fuerte como si con ese gesto pudiera retroceder el tiempo y mantenerla a salvo.

      —No debieron haber dejado que usara lo que le quedaba de energía.

      —Si no lo hubiera hecho, tú y Gabriel estarían muertos –dijo Manuela mientras Marina se limpiaba los ojos y lloraba en silencio–; todos lo estaríamos.

      —Ella quiso ayudarte –dijo Marina y apretó su mano al mismo tiempo que intentaba mantener firme el mentón–; lo hizo porque sabe… sabía, la importancia de que todas estemos vivas cuando aparezca el talismán.

      Quería quebrarse ahí mismo.

      Quería salir de la carpa, gritar, llorar.

      Pero nada de eso era posible.

      Se secó las lágrimas.

      —Hay que enterrarla.

      —Sí, lo vamos a hacer ahora –dijo Manuela–. Sabemos que te gustaría ir, pero no podemos esperar por… porque el cuerpo…

      Manuela

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