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a llenar el tercero cuando una de las ventanas se abrió de golpe. El viento helado movió las cortinas y azuzó al fuego. Melinda clavó una mirada de alarma sobre su madre, pero Melantha no se dio por aludida. Nada de lo que ocurría era una buena señal –la noche sin luna, el viento sin tregua, los invitados inesperados que acechaban entre las sombras–; aun así, Melantha no dejaría caer más peso sobre Melinda.

      Cerró la ventana, movió suavemente la cuna de Maeve que, una vez dormida, no despertaba ni con tormenta, y le dijo a Melinda que no se preocupara, que solo había sido el viento de invierno. “Eso no fue solo el viento”, respondió su hija, “esas fueron las hermanas del aire”. ¿Cómo podía Melinda tener solo diez años y entender cada detalle que se presentara frente a ella? ¿Heredaría de Bahee algo más que la premonición? Tal vez, todas las elementales que tuvieran el don de la visión tenían, además, algo de druida, como sus ancestros Kene y Bahee. “No, Melinda, es el invierno. Hay que mantener la calma”, dijo, aunque no supo si más por ella que por su hija.

      Dejó la olla sobre el quemador y le pidió a Melinda que la esperara ahí mismo para que cuidara el sueño de Maeve. Inquieta, fue hasta la habitación que compartía con Lucio. Melinda tenía razón: esa ráfaga de viento helado fue una advertencia de las hermanas del aire. ¿Habría llegado también ese llamado hasta Lucio? Quizás era mejor que no, que siguiera lejos del hogar, para que el Maldito no lo alcanzara también a él. Si el señor de los oscuros odiaba a las elementales del agua, no existían palabras que describieran lo que sentía por sus enviados. Estos, a su vez, eran simples ovejas desprevenidas ante el poder del Maldito; nada de lo que pudiera hacer un enviado significaba una amenaza para él. Por eso, cuando Melinda le contó sobre la visión que tuvo, cuando le dijo que una sombra de ojos ardientes se aproximaba, inventó una excusa a Lucio para que saliera de la casa, para que estuviera lejos todo el día. Era una lucha de elementales, no de enviados. Eso pensaba ella.

      Caminó por la habitación lentamente hasta que, por fin, el tablón que buscaba se levantó. Corrió la alfombra que lo cubría, se agachó y levantó la madera hasta sacar el pedazo flojo del piso. Metió su mano dentro del agujero negro. No tuvo que ir muy lejos para percibir la frialdad del cofre. Sintió un alivio profundo y respiró. Respiró como si fuera la primera y última vez. Por un momento creyó que esa era la advertencia del aire: el Maldito logró hallar el cofre y ya no había vuelta atrás. Pero no. Ahí estaba, frente a ella.

      Sus bordes redondeados, la frialdad del metal, las cuatro gemas pequeñas que recordaban a los cuatro talismanes del poder: sodalita, turmalina verde, cuarzo transparente y piedra del Sol; cada una ocupando una de las cuatro esquinas. Al medio, justo bajo la rueda del Ser, en un grabado delicado y agudo, la sentencia: “Gach rud bás. Saol gach rud”1. Volvió a respirar como si fuera la primera y última vez, y lo guardó nuevamente en su escondite. Poco importaba lo que pasara con ella, lo único realmente importante era ese cofre; mientras el agua lo tuviera, la rueda seguiría girando.

      “¡Madre! ¡Ven, rápido!”, gritó Melinda que estaba justo detrás de ella. “¿Qué pasa? ¿Por qué dejaste sola a Maeve?”, le preguntó mientras las dos caminaban de vuelta al salón principal. Melantha no tuvo necesidad de escuchar explicaciones: una bruma negra se colaba por debajo de la puerta. “Llegó la hora”, pensó. Deprisa, dejó ambas manos sobre los hombros de Melinda y antes de que pudiera hablar, su hija se le adelantó: “Vida, muerte y resurrección: la rueda del Ser volverá a girar”. Melantha asintió con lágrimas en sus ojos. Sintió la despedida inminente en esas palabras, la soledad irrevocable de su clan. Melinda no se lo dijo, pero entonces Melantha supo que una de sus premoniciones había sido la muerte.

      Quizás la mía, pensó.

      Quizás la suya.

      Nunca, jamás, imaginó que sería otra.

      La niebla oscura entró a la casa por cada espacio posible: hendiduras de las puertas, grietas escondidas en las murallas, rendijas de las ventanas. Al principio, lenta y suave como si se tratara del vapor que emana el agua hirviendo; luego, densa y violentamente como solo la oscuridad podría hacerlo. Sin embargo, no era cualquier oscuridad, era el Maldito que venía por ellas y, en especial, por el cofre. No importaba cuánto dolor le infligiera, cuántas pérdidas tuviera que asumir: desde el día en que el cofre había llegado a ella, hizo un juramento y no estaba dispuesta a romperlo. Rápido, Melantha tomó dos de los frascos que contenían la poción y se los entregó a Melinda junto con la estricta orden de quedarse escondida detrás del mueble. Su hija asintió y se agachó.

      Apretó firmemente el tercer frasco, al mismo tiempo que corría hacia Maeve, pero a mitad de camino una figura oscura e imponente la detuvo: era la bruma y la noche en el contorno del Maldito. Se quedó detenida justo entre ella y la cuna donde lloraba Maeve. Con una mano continuó aferrada a la poción y con la otra sacó la figura del candado que llevaba colgada al cuello. Se la mostró al Maldito, no sabiendo si él sería capaz de verla siendo solo niebla y oscuridad. Aun así, la sostuvo con fuerza.

      Él le habló como si la muerte fuera quien lo hiciera:

      -Inis dom áit a bhfuil an rialtóir2.

      Melantha respondió arrojándole la poción. Apenas lo hizo, la figura perdió consistencia, pero se mantuvo ahí. Entonces, apareció Melinda y antes de que Melantha pudiera decirle que volviera a su escondite, lanzó los otros dos frascos. Tomaron sus manos y, juntas, empezaron a recitar las palabras.

      “Es el agua quien te expulsa”, dijeron y un sonido gutural emergió de la figura sombría.

      “Es la tierra quien te expulsa”, dijeron y la bruma comenzó a disolverse.

      “Es el aire quien te expulsa”, dijeron y la niebla retrocedió, lentamente, hasta desaparecer de la casa.

      Continuaron unos segundos inmóviles, solo el pecho subía y bajaba con velocidad. Melantha podía sentir los dedos húmedos de Melinda entrelazados a los suyos. Creyendo que, por el momento, habían logrado evadir al Maldito, soltó su mano para ir en busca de Maeve. Bastó ese gesto para que, una vez más, la niebla volviera a entrar. Sin aviso, sin tiempo. La bruma llegó densa y fría, como nunca antes. Maeve sintió la oscuridad y lloró. Lloró como el alma antigua que conoce las penas y los males del mundo. Lloró como si estuviera sola, como si siempre hubiera estado sola. Pero Melantha estaba ahí, iba por ella para tomarla en sus brazos y no soltarla jamás. Eso fue lo que intentó hacer hasta que la niebla lo cubrió todo y la casa completa no fue más que oscuridad.

      Caminó a ciegas, solo guiada por el llanto de Maeve. Cuando creyó tenerla cerca, cuando creyó alcanzar a sostenerla, una fuerza invisible corrió frente a ella y sintió la ola que arrasa y encoge.

      No la vio, pero escuchó la cuna estrellarse contra el muro.

      No la vio, pero escuchó el llanto acabar; el silencio cernirse dentro de ella.

      No la vio, pero escuchó el grito de Melinda, que fue tierra sobre la tumba.

      Luego, todo fue oscuridad.

      ***

      Las piernas del caballo apenas se hundían en el barro gracias a la velocidad que impulsaba al jinete. Un diluvio abatía el bosque y la niebla le nublaba la vista. “¡Rápido, Mai, más rápido!”, le gritó a su compañero de ruta. Sus palabras se perdieron en el viento. El sudor y el vaho que exhalaba el animal hacían contraste con la lluvia que caía sobre ellos. Anduvieron millas esa tarde con una sola intención: buscar más descendientes del clan de agua que pudieran hacerse cargo del cofre. Melinda y Maeve aún eran pequeñas y no lo querían cerca de ellas; tanto él como Melantha conocían los peligros que implicaba mantener ese secreto bajo su techo. Sin embargo, no era una opción entregarlo a otro clan: el cofre debía permanecer bajo el dominio del agua, de lo contrario, nadie sabía realmente qué podría suceder.

       A pesar de la búsqueda, Lucio no logró hallar ni un alma del clan de agua. Junto a Mai recorrió todo el campo, las comunidades apartadas y los pueblos cercanos, pero no encontró ni un solo rastro; al parecer ellos eran los únicos que quedaban. ¿Dónde estarían los otros clanes?, se preguntó

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