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del agua y el fuego no había rastro alguno. Mucho tiempo pasó desde el apogeo del poder elemental, la unión entre los clanes, la conexión con la naturaleza. Ahora solo quedaba un espacio baldío y gélido.

      Vio la forma de su sombra proyectada en la tierra y supo que era momento de volver a casa. Emprendió un paso constante y tranquilo para no cansar de más a Mai. Suficiente le exigió durante el día, y quedaba una larga jornada de regreso. Se detuvieron en algunos arroyos que cruzaban el camino para beber agua y descansar. A pesar de la última liberación –hecha probablemente por algún traidor de fuego–, el Maldito no daba señales de su presencia en Irlanda. Solo algunas manifestaciones de la naturaleza; el mar inquieto, la tierra más húmeda y fría de lo normal, el viento rasante. Ni un rastro siniestro con las características de sus liberaciones anteriores. Quizás, pensaba Lucio, la suerte corría de su lado.

      Qué equivocado estaba.

      Se acercaba ya a su terreno, a su pequeña casa de campo, a sus dos niñas, a su mujer. Se acercaba a la vida, sentía con cada paso que daba Mai.

      Y en realidad se acercaba a la muerte.

      Un remolino de viento cruzó su camino y lo rodeó hasta quedar justo frente a él. El viento continuó girando en una hélice perfecta, poco natural. Entonces lo supo: si las hermanas del aire se manifestaban frente a él, era porque algo malo sucedía.

      No fue necesario que tirara de las riendas, Mai se detuvo por sí solo al escuchar una voz, casi un murmullo, que salía desde lo más profundo del remolino: “La descendencia del agua peligra. Corre, enviado del agua”, dijo la voz de una elemental, al mismo tiempo que el remolino se deshacía. Las pupilas de Lucio se dilataron. “¡Vamos, compañero!”, le gritó a Mai, que en seguida comenzó a galopar como nunca antes lo hizo.

      La capa, completamente empapada, flameaba por la velocidad del galope y el viento. Sujetó la rienda con una mano y con la otra tiró la capucha hacia atrás. La fuerza, mezclada con la adrenalina, hizo que sacara de raíz parte de su pelo ceniza. No sintió dolor. No sentía frío ni cansancio. Solo el miedo y el apuro tenían cabida esa noche.

      La bruma y la oscuridad borraban el camino y a Mai se le doblaban las rodillas. La respiración de ambos se hizo cada vez más intensa al igual que la lluvia; parecía que la peor tormenta del año se había desatado de un minuto a otro. Si buscaba manifestaciones naturales que le hablaran del Maldito, ahí las tenía. Justo frente a él, de la peor manera.

      Entre las sombras de la noche logró distinguir una luz a los lejos. Hizo que su compañero apresurara el paso aún más, pidiéndole un último esfuerzo. A medida que se acercaba entendió que esa luz, antes pequeña, era en realidad una sola gran llamarada: su hogar era el fuego.

      No esperó a que Mai se detuviera por completo, sino que se tiró caballo abajo. Sus botas se hundieron en la profundidad del barro, pero el miedo y la desesperación lo hicieron correr como si fuera pasto en pleno verano.

      No gritó, no pensó. Solo corrió.

      Frente a las llamas que devoraban la casa, vio dos figuras: Melantha y Melinda. ¿Dónde estaba Maeve? Era inquieta, pero demasiado pequeña para salir arrancando por sí sola. ¿Dónde estaba el cofre? Melantha no habría permitido que el Maldito se hiciera con él; si lo hubiera hecho, no solo la casa estaría sumergida en el fuego.

      “¡Melantha!”, gritó. La elemental se dio vuelta para mirarlo. Vio sus cejas caídas, su boca en una sola línea recta y lo supo: el cofre aún estaba con ellos, los últimos descendientes del clan de agua.

      Se quedó detenido, observándolas. A los gestos de Melantha sumó los ojos fríos de Melinda y sospechó lo peor.

      Melantha le habló como si no fuese ella, sino la muerte:

      —Tá an Damnaigh iamh. Is é an cófra sábháilte3.

      No quería preguntarlo. No quería saberlo con tanta certeza. Pero debía hacerlo:

      —Agus an cailín?4.

      Melantha negó con la cabeza, su cuerpo tembló.

      —Cad a dhéanaimid anois?5.

      La matriarca del clan de agua fijó sus ojos en él, y con el mar en su mirada, le dijo: “Huir”.

      1“Todo muere. Todo vive”.

      2 “Dime dónde está el cofre”.

      3 “El Maldito está encerrado. El cofre está a salvo”.

      4 “¿Y la niña?”

      5 “¿Qué haremos ahora?”

      Golpe

      Las palabras de Muriel en la voz de Mercedes eran un eco infinito dentro de su mente. “La voz del fuego silenciada por el barro. La voz del fuego evocada por el viento. La voz del fuego devorada por el mar”.

      Quedaban muchas preguntas por responder; acertijos sombríos para los que no encontraban solución. Solo Mercedes podía hacerlo, al menos en teoría, mientras siguiera viva.

      —Lo lograron.

      No escuchó llegar a León. La tormenta –una mezcla terrible del invierno con la magia oscura– no le habría permitido oír algo más aparte de la lluvia. Estaba detenido a su lado con la vista fija en el mismo punto que ella: la energía, negra y tubular, que rompía entre las copas de los árboles.

      “Perdimos la casona”, pensó.

      El último espacio al que pudo llamar hogar.

      Marina afirmó con la cabeza y añadió:

      —No tenemos mucho tiempo.

      —Hay que irse de aquí.

      —Sí. Pero no podemos movernos con la Meche así…

      —Tampoco podemos pelear contra ellos.

      La miró:

      —Tenemos que encontrar ese talismán.

      Marina lo sabía; era la única forma de derrotar a An Damnaigh.

      —¡¿Qué hacen aquí afuera?! ¡Entren!

      Magdalena aún tenía el hilo de sangre que corría desde el costado izquierdo de su cabeza hasta el cuello. En todo caso, era un alivio que fuera solo eso. Los dos ataques seguidos que tuvieron en la casona podrían haber terminado peor. Mucho peor. Por el momento, sin embargo, no había bajas y solo Mercedes estaba herida de gravedad. Probablemente, más por los recuerdos, las historias veladas y los familiares perdidos que por la posesión del oscuro.

      —Blyth y Celina lo hicieron, liberaron al Maldito y a los oscuros –dijo Marina a Magdalena, señalando la concentración de energía oscura a los lejos.

      —Por eso tenemos que decidir rápido qué vamos a hacer.

      Marina supo que su hermana se refería más a Luciana, Vanesa y Emilio que a la consecuencia inmediata de la liberación masiva de oscuros. La pregunta que daba vueltas en la cabeza de las hermanas –o al menos, de ella y Magdalena– era una: ¿podían o no confiar en las hijas e hijos del fuego perdido?

      —Lo único que podemos hacer es salir de este lugar.

      —Sí sé, León –contestó Magdalena–. Pero hay que decidir dónde y con quién. Vengan, vamos.

      Magdalena se dio vuelta y caminó con paso rápido hacia el interior de la cúpula de copas de árboles entrelazadas que ella misma había creado. Si no hubiera sido por sus habilidades, Mercedes estaría muerta y los demás descubiertos en la mitad de una tormenta.

      Aunque no lo quisiera, en especial luego de conocer la otra versión de la historia, Magdalena tenía bastante de Aïne.

      Marina la siguió, pero antes de que pudiera avanzar mucho más, León tomó su mano. Se veía inquietamente calmo. Y

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