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todo apuntaba a la necesidad de dividir al grupo para cumplir con ambas misiones sin morir en el intento.

      —Es lo más probable.

      —Me gustaría ir contigo.

      —No necesito guardaespaldas, León. Voy a estar bien.

      —Lo sé. Es por mí que lo digo.

      —¿Por ti?

      —No puedo explicarte todo ahora.

      —No me has explicado nada.

      Era un hecho: León estaba lleno de secretos y ella no conocía ninguno.

      No podía confiar en él.

      —Yo creo que esto es la primera vez que pasa –le dijo.

      —¿Qué cosa?

      —Una elemental que no sabe nada del enviado que le asignaron –supo lo horrible que sonaba antes de decirlo; y aun así lo dijo.

      —Ninguno de los dos es muy apegado a la tradición –sintió el golpe de vuelta–. Dime, ¿podemos ir juntos?

      Cambio de tema. Era bueno que se parecieran en algo.

      —No funciona así. No estamos armando equipos para una kermesse. Todo depende de la estrategia.

      —Es estratégico que estemos juntos. Viajando, digo.

      Marina buscó señales dentro de los ojos de León. Algo, cualquier cosa que le dijera qué pensaba realmente. Como siempre, no obtuvo más que silencios y vacíos.

      Sin embargo, una respuesta tenía clara: ninguno de los dos necesitaba la protección del otro. Como decía él, su relación era pura estrategia.

      —¡Marina! ¡León! ¡Ya, pues! ¡Vengan!

      La voz de Magdalena fue como un eco distante.

      León caminó solo hacia la cúpula. No esperó palabras de ella. Quizás, no quería escuchar un “no” como respuesta.

      Dentro de la cúpula el ambiente no era mejor. Gabriel cuidaba de Mercedes, quien seguía en un espacio intermedio entre la vigilia y el sueño, herida y con quejidos de dolor. Luciana y Manuela observaban un mapa de Chile mientras discutían posibles rutas. Emilio se paseaba de un rincón a otro y Vanesa lo seguía con la mirada, probablemente a solo segundos de pedirle que se detuviera.

      Cuando los tres entraron nuevamente, los ojos se posaron sobre Marina.

      —¿Qué pasa afuera? –le preguntó Manuela.

      —Mal. Tenemos que irnos rápido.

      —Y tenemos que separarnos –añadió Emilio; los demás dejaron ver su desconfianza en un silencio prolongado, después de todo, apenas unas horas antes habían descubierto la supuesta verdad sobre ellos–. Es la única forma para alcanzar a encontrar el talismán y advertir a los clanes, antes de que nos maten a todos.

      —No nos vamos a separar altiro –declaró Magdalena–. Lo primero es encontrar un lugar seguro para la Meche. Después vemos cómo lo hacemos.

      —¿Te refieres a “después”… como cuando confíes en nosotros?

      —Sí, Emilio.

      —No hay tiempo para eso.

      —Bueno, vamos a tener que encontrar el tiempo, porque no voy a viajar por Chile con personas en las que ni siquiera confío –antes que Emilio pudiera contestarle, Magdalena le habló a Manuela–: ¿encontraste algún lugar seguro adonde podamos ir?

      —Al interior del bosque.

      —¿Algún punto exacto?

      —No. Solo sabemos que si los oscuros fueron liberados en el sector de los ríos, que es más o menos el límite entre el pueblo y el bosque, el interior debiera estar despejado.

      —Y probablemente primero vayan al pueblo –agregó Luciana–. Son espíritus, necesitan cuerpos si quieren pelear en una guerra.

      Magdalena la miró solo unos segundos, como si pudiera ver más allá de las palabras.

      Luego volvió a Manuela:

      —Vamos para allá, entonces.

      —No sabía que estabas a cargo –dijo Luciana.

      —No lo estoy. Pero nosotros, al menos, vamos adonde dice Manuela.

      —Decidimos juntas el lugar, Maida –comentó Manuela que, en realidad, parecía querer decir mucho más.

      Quería explicarle que sus elementos funcionaban mejor juntos; que ella y Luciana formaban parte de un todo; que la rueda del Ser no dejaba atrás al fuego. Quería que supiera, que entendiera, que no importaba el tiempo o las historias contadas a medias: ella confiaba en Luciana y no la dejaría atrás.

      —¿Qué más necesitas para confiar en ellos? –añadió Manuela–. Ya nos contaron todo lo que pasó.

      —Eso es algo que tenemos que discutir en privado.

      —Sabes que fue tu lado el genocida, ah… –comentó Emilio–, y aun así sigues desconfiando de nosotros –miró a Luciana y luego a Vanesa–: Vámonos no más. No tenemos nada que hacer aquí. Que se las arreglen solas.

      Iba camino a tomar su mochila cuando Marina lo interceptó. Puso la palma de su mano sobre el pecho y lo detuvo. No dijo nada, ese gesto fue suficiente. Todavía quedaba algo de la amistad que alguna vez tuvieron.

      Después, les habló a los demás:

      —Si queremos salir vivos de esta, tenemos que dejar de lado nuestras diferencias y aprender a trabajar juntos –miró a Magdalena–: más tarde vamos a tener el momento para conocer los detalles. Hay que preocuparse de llevar a la Meche a un lugar seguro.

      —Eso es cierto –dijo Manuela–; probablemente es la única que nos puede dar las respuestas que necesitamos para encontrar el talismán. La necesitamos viva.

      —La Meche ni siquiera sabía que existía otro talismán –dijo Gabriel quien, cruzando una mirada con Magdalena, compartió con ella una inevitable sensación de engaño.

      —No, pero su hermana mayor sí –dijo Luciana–. Mercedes conoció muy bien a Muriel y ella fue la elemental de estos tiempos que quizás tuvo más información.

      —Información real y de confianza –agregó Vanesa, creyendo que eso podría servir de algo.

      —Ya, esto es lo que vamos a hacer –dijo Marina–: León lleva a la Meche y a…

      Quiso terminar la idea, pero no alcanzó. La tierra bajo ella se movió, no muy fuerte, pero lo suficiente como para saber que no era algo natural.

      Las miradas cayeron sobre Magdalena.

      —No fui yo –aseguró y salió de la cúpula junto a los demás.

      Gabriel, por su parte, continuó anclado junto a Mercedes; si empezaba un nuevo ataque y la barrera de protección cedía, ninguna de sus nietas tendría tiempo de ayudarla. “No soy yo”, pensó, “no es ninguno de mis hermanos quienes llevan esta batalla”.

      Ese solo pensamiento lo devolvió al momento en el que cayó a la Tierra. Volvió a abrir los ojos, a sentir el aire y tocar el agua con la planta de los pies. Volvió a saberse prescindible, en el olvido.

      Mercedes abrió los ojos, aunque apenas. Gabriel afirmó con más fuerza su mano.

      —¿Meche?

      —La voz… del fuego… –intentó reproducir nuevamente las palabras de Muriel, pero no tuvo fuerzas para terminar.

      —Tranquila, no gastes energía. Solo respira, Meche. Respira.

      —¿Salvador?

      —No, Meche, soy Gabriel.

      —Salvador…

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