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Zahorí III. La rueda del Ser. Camila Valenzuela
Читать онлайн.Название Zahorí III. La rueda del Ser
Год выпуска 0
isbn 9789563634044
Автор произведения Camila Valenzuela
Серия Zahorí
Издательство Bookwire
—Mi hija querida… lo siento tanto… No te cumplí… No lo logré…
—Meche –Gabriel la movió suave. No era su momento para morir. No podía serlo–: Mercedes, ¿me escuchas?
Apenas salieron de la cúpula, el frío fue hielo sobre la piel. El cielo se había teñido de un negro grisáceo, que nada tenía que ver con la noche. Luciana aguzó la mirada y Manuela tomó su mano para potenciar su poder. Si Marina pudo hacerlo tiempo atrás, para ayudarla a conectar telepáticamente con Magdalena en el primer encuentro que tuvieron con Blyth, entonces también debía funcionar entre aire y fuego.
Manuela hizo el movimiento contrario a Luciana y cerró sus ojos. Ella no llevaba la luz interna del fuego como para poder ver al enemigo en plena oscuridad, pero tenía la claridad mental del aire. Quizás, si unía sus fuerzas con Luciana, podría escucharlos.
Luciana vio las primeras sombras acercarse. Se movían de forma serpentina por los alrededores del bosque, en busca de algún punto por donde romper la barrera para llegar a las elementales y enviados.
Ruidos blancos llegaron a Manuela. Primero, un gruñido de odio. Después, coros de voces rápidas y débiles, que más parecían emociones. “Tal vez por eso se inventó la historia de que los oscuros eran sentimientos nacidos durante la guerra elemental”, pensó, “de algún modo, lo son”.
Manuela le habló a Luciana, despacio para no aumentar la desconfianza:
—Dijiste que primero irían al pueblo.
—No, dije que primero necesitaban cuerpos.
Los suyos.
Como sus hermanas, Manuela creyó estar protegida no tanto por el perímetro de magia, sino porque eran las portadoras de los talismanes, las elegidas, las elementales. Pero ahora lo entendía: desde los tiempos antiguos que no había tantos oscuros juntos; los mismos espíritus que siglos atrás lucharon al lado de Cayla y el Maldito para derrotar a las originales. Y a pesar de que no lograron derrotarlas, pelearon con valentía, murieron y fueron condenados a una vida de eterna oscuridad. Ahora eran libres. Y de las originales solo quedaban tres talismanes.
Imaginó hasta dónde podía llegar un grupo de oscuros sin ataduras ni miedos, liderados por el Maldito, y por primera vez, sintió miedo.
—¿Qué viste? –le preguntó Emilio a Luciana.
Ella lo miró, sin soltar la mano de Manuela.
—Vienen para acá.
—¿An Damnaigh?
—Por ahora solo oscuros.
—¿Alcanzamos?
Luciana sabía lo que quería decir Emilio, lo conocía bien. Quizás, demasiado bien. A diferencia de lo que creían las hermanas, huir no sería tan fácil. Para hacerlo, debían romper la barrera protectora y, apenas lo hicieran, los oscuros caerían sobre ellas como ceniza volcánica.
Vio las sombras ocupar cada espacio del bosque a los cuales sus ojos de luz podían llegar y antes de que pudiera decirles cualquier cosa a los demás, escuchó un crujido. Primero sutil, casi imperceptible. Después, el grito del árbol que cayó hasta atravesar la barrera de protección: estaba diseñada para servir de escudo contra los oscuros, pero jamás contra la naturaleza.
Aferrada a Manuela, corrió para escapar de un roble, grueso y adusto, a pesar de que por unos segundos Emilio intentó llevarla con él. El árbol se deslizó rápidamente en un sonido sordo y siniestro hasta dar con todo su peso sobre el suelo. Un golpe de tierra las impulsó desde atrás, cayendo de boca al piso.
A Marina le costaba respirar. Estaba de espaldas cuando el roble comenzó a caer, solo alcanzó a darse vuelta mientras León la empujaba lejos de las ramas que iban directo hacia ellos. Ahora, el peso del cuerpo ajeno arriba de ella apenas dejaba espacio para que pasara el aire. Podía sentir la respiración de León detrás de su oreja, densa y corta como la de ella. Él se movió hacia la derecha y Marina cargó su peso al lado contrario hasta que, finalmente, lograron levantar la rama y salir de debajo del árbol. A su alrededor todo era oscuridad. No sabían dónde o cómo estaban los demás y ninguno de ellos emitía un solo sonido: la barrera había caído y temían que el ataque empezara en ese mismo momento, apenas se dieran cuenta de que la protección ya no existía.
Le habló bajo, casi en un susurro:
—¿Cómo estás?
—Bien. ¿Tú?
—Bien. Tenemos que ir a buscar a la Meche, no sabemos si Gabriel pudo hacer una ventana.
León asintió, pero les bastó darse vuelta para entender que, si Gabriel no alcanzaba a crear una ventana a tiempo, entonces estaban los dos muertos: él y Mercedes. Los oscuros dejaron caer el roble justo encima de la cúpula que había hecho Magdalena y ahora no era más que un conjunto de ramas y hojas aplastadas.
—Seguro alcanzó. Tiene que haberlo hecho –Marina trató de convencerse de que así era, que no podía ser de otro modo–. Tenemos que buscarlos.
Era la peor escena para ellos: separados sin aviso, perdidos unos de otros y sin poder hablar para encontrarse, sin llamar la atención de los oscuros.
León también se quedó mudo, pero comiéndose sus propios pensamientos: la primera ventana nunca salía como uno lo esperaba. Gabriel y Mercedes podían aparecerse a tres metros, tres kilómetros o tres ciudades del punto en que se encontraban. A menos que Gabriel fuera un enviado prodigio, lo más seguro es que ambos estuvieran perdidos.
—Espera –le dijo a Marina y tomó su mano, antes de que fuera directo hacia los escombros–: la barrera cayó… son más oscuros de los que tú y yo hemos enfrentado juntos hasta ahora.
—¿Y qué quieres hacer? No podemos irnos y dejar a los demás.
—No digo que nos vayamos –León soltó su mano y miró alrededor–. No solos, al menos.
—¿Qué quieres decir?
—Tú eres la única que nos puede sacar de aquí.
—No domino así el viaje astral, menos con tanta gente. Necesito tenerlos al lado como para hacerlos viajar a todos.
—No, eso no es cierto. Tú lo sabes –León señaló su talismán.
Quizás, si solo pudiera sentirlos…
—Inténtalo.
Entonces recordó las palabras que alguna vez le dijo su abuela: “No tienes idea de lo que eres capaz, Marina”. Si quería averiguarlo, este era el momento.
Cerró sus ojos.
Expandió sus sentidos. Fue una con el agua como en tantas otras ocasiones. De a poco, muy lentamente, pudo sentir a Magdalena. Luego, a Manuela y Luciana, a Vanesa y Emilio. Suspiró aliviada.
Cuando abrió los ojos, los tenía más azules que antes.
—Los tengo, menos a Gabriel y a la Meche.
—No importa, haz el viaje.
— Cómo que no importa, ¡no podemos dejarlos botados!
—No están botados. Vámonos antes de que los oscuros nos encuentren y cuando lleguemos te explico todo, Marina.
—No, explícame ahora.
No podía ser de otra forma. No confiaba en él. No completamente.
Aun en la noche más oscura, Marina pudo ver la mirada tensa de León. Nada bueno vendría de ahí.
—Las primeras ventanas no salen como uno espera: uno puede caer en cualquier parte –le dijo como siempre, sin sutilezas innecesarias.
—Gabriel