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vez, Matilde le dijo que a los mentirosos se les dilataban las pupilas.

      Esperaba no equivocarse. No de nuevo:

      —Dale. Hagámoslo.

      —Hazlo.

      —La Manuela dijo que cualquier punto al interior del bosque era más seguro que este, ¿verdad?

      —Sí, ¿por qué?

      —Porque no tengo idea adónde los voy a llevar.

      —Lo único importante es que nos saques de aquí.

      Se tomaron de la mano y cerraron sus ojos.

      Marina volvió a sentir a sus hermanas y a los hijos del fuego perdido. Sintió, también, como si un láser penetrara su piel para formar un círculo a la altura del entrecejo. León entreabrió los ojos y pudo ver una delgada línea azul dibujarse ahí donde Marina sentía el calor.

      Una luz brillante y cerúlea los tomó a todos en una onda expansiva. Entonces, el viaje comenzó.

      Adiós

      Antes de que pudiera moverse, una luz azul la envolvió hasta aparecer tendida sobre la nieve. Ahora, el frío le quemaba la mejilla. Estaba oscuro, de eso estaba casi segura, a pesar de que apenas tuviera fuerzas para abrir los ojos. Por primera vez, la tierra se había ido contra ella.

      Reconoció la voz de Marina y León. Hablaban sobre Mercedes. Escuchó entonces a Luciana, tenemos que encontrarla, dijo. Sí, tenemos que encontrarla, pensó o creyó pensar. La mente blanca, la nieve fría y confusa.

      —Maida.

      Era Manuela que tocaba su espalda.

      —Maida, ¿me escuchas? Abre los ojos, mírame.

      No pudo abrirlos completamente, no pudo mirarla. Pero algo hizo con ellos como para que Manuela se acercara y le dijera: “Ya viene la ayuda”.

      Ya viene la ayuda, Mercedes.

      Su abuela era la única con el poder de curar y ella todavía tenía conciencia suficiente como para saber que el dolor en su cabeza era grave; necesitaba el tipo de ayuda que solo Mercedes podía dar. Quiso preguntarle a Manuela a qué se refería, si su abuela seguía con ellos, pero tampoco tuvo fuerzas para hacerlo.

      La mano de Marina fue el sol que la trajo de vuelta. Sintió su aliento caliente sobre la oreja y solo entonces volvió a ser consciente del frío que hacía.

      —Sé que me puedes escuchar: apriétame fuerte si hay algo en tus mezclas que pueda ayudar.

      La ayuda que necesitaba era la de Mercedes. Su herbario podía tener pociones contra oscuros (desde bombas explosivas hasta repelentes), pero no había nada ahí, nada que pudiera curar el golpe que había recibido en la cabeza. Quiso decirle, pero no pudo.

      —¿Qué están haciendo? –preguntó alguien, posiblemente Luciana.

      —Hay que moverla de la nieve y ayudarla a entrar en calor –dijo Emilio.

      —Buena idea –esa era la voz de León–. Luciana, ¿puedes hacer fuego?

      —No –intervino Manuela–. No podemos hacer magia ahora con los oscuros tan cerca.

      —¿Por qué?

      —Nos van a sentir y van a venir. Y no queremos eso.

      Por unos segundos dejó de oír voces, aunque no supo reconocer si fue un silencio real o su mente que vagaba entre la vigilia y el sueño.

      —Yo hago el fuego –comentó una voz, que le pareció similar a la de Gabriel, aunque no era él.

      ¿Dónde estaba Gabriel? ¿Por qué no sentía su mano, no escuchaba su voz?

      Gabriel estaba con Mercedes dentro de la cúpula de tierra. Y la tierra se había vuelto contra ella. El tronco crujió y cayó. Después, todo fue oscuridad y frío.

      ¿Dónde estaba Mercedes?

      ¿Dónde estaba Gabriel?

      —León, el fuego puede esperar. Tienes que buscarlos –dijo Marina.

      —Primero hay que sacar a tu hermana de la nieve, si no…

      —Da lo mismo el frío, da lo mismo la noche. Si no encontramos a la Meche, nada de eso importa –otro silencio antes de que volviera a hablar–. Lo prometiste.

      —¿Qué cosa?

      La pregunta vino de Manuela.

      O Luciana.

      Hasta ese momento, no se había dado cuenta de que sus voces se parecían.

      —León puede encontrarlos a los dos a través de Gabriel.

      —Ya. ¿Y se puede saber qué estás esperando? –dijo Manuela.

      —Sentirlo –contestó él.

      —¿Cómo? –la voz de Marina volvió a ella–. ¿No era que tú lo sentías primero y después ibas a buscarlo?

      —Para poder hacerlo, necesito que él también me esté llamando de alguna forma.

      —Eso no fue lo que me dijiste.

      —No había tiempo.

      —Te dije que no podíamos movernos sin él y la Meche. ¡Me mentiste!

      —No te mentí; puedo sentirlo.

      —Sí, seguro, siempre que él esté haciendo algo que nunca ha hecho.

      —No importa, es un enviado igual que yo.

      —¿Eso se supone que debiera decirme algo?

      Silencio.

      Y Gabriel.

      ¿Dónde está Gabriel?

      Pasó un rato antes de que pudiera sentir calor. Era solo una sensación de tibieza, lejana a los inviernos de chimenea y sopas en la casona. Ya no estaba ahí. Ni siquiera estaba segura de que existiera algo que pudiera llamar hogar.

      No trató de hablar ni abrir los ojos. Sintió que alguien acomodaba una manta sobre ella. No supo quién era hasta que sintió su olor. Marina nunca había usado perfume, decía que eso era cosa de señoras. Aun así, tenía un olor que era solo suyo, como el pasto recién cortado.

      Escuchó el cierre de la carpa, alguien que entraba.

      —¿Qué haces aquí, León?

      —No puedes seguir enojada conmigo toda la vida.

      Silencio.

      León se sienta pegado a Marina y a ella; el lugar es chico y no hay mucho espacio.

      —¿Pudiste sentirlo?

      —Nada aún. Tu hermana va a estar bien y cuando llegue Gabriel…

      —Esperemos que no despierte antes de eso, porque si llega a saber que hice ese viaje dejando a Gabriel atrás, no me lo va a perdonar.

      Marina viajó, viajaron todos, ella incluida.

      Gabriel quedó atrás. Mercedes quedó atrás. ¿Por qué? ¿Qué había pasado?

      Cayó un árbol.

      Cayó un árbol sobre la cúpula y sobre ella, y después... ¿Después qué?

      Después Marina viajó, viajaron todos, incluso ella.

      Excepto Mercedes.

      Y Gabriel.

      ¿Dónde estaban?

      —La próxima vez no va a haber letra chica. Te lo prometo.

      —No sé si haya una próxima vez.

      —¿Qué quieres decir?

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