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poseídas y anónimas. A excepción de An Damnaigh, ningún oscuro recordaba quién había sido en su primera vida; eran almas atrapadas en cuerpos ajenos, sin nombre y sin pasado.

      —No queda nada –dijo él.

      —¿Están seguros? –les preguntó.

      —Así es –afirmó la mujer.

      —Bien. Devuélvanse a la casa de la vieja. Yo le informaré a An Damnaigh.

      Estaba acostumbrada a trabajar sola, así que mandar a otros para luego reportarle avances al Maldito era todavía un gesto demasiado extraño. Sin embargo, había logrado ganar su confianza y pretendía mantenerla. Por esa razón, cuando le dijo que revisara las ruinas del clan de aire y tierra, no lo dudó. La envió junto a dos oscuros más, los mismos que ahora veía alejarse entre el ramaje del bosque; dos sombras oscuras fundidas en la noche.

      Miró al cielo, sin estrellas ni luna, y recordó a León: no esperaba que fuera ella la supuesta traidora que los demás buscaban. No esperaba que fuera ella la que iba detrás de las hermanas, la que quería justicia.

      Venganza, pensaba él.

      “Significa que terminó”, le había dicho con las cejas rectas y la mirada dura. La sola idea de terminar algo, antes de empezar cualquier cosa, era absurda. Con todo, igual le dolía.

      “León no conoce la historia real; si lo hiciera no habría reaccionado así”, pensó. Si lo hiciera, estaría a su lado, luchando por la libertad de sus ancestros, de todas las elementales y enviados condenados por las originales. Era la mentira, la historia reproducida en máscaras, aquello que le había hecho atacarla. Por eso su reacción. Por eso le había dicho que no quería verla más, que la próxima vez sí le lanzaría esa esfera de luz.

      —¡Celina! –ya reconocía la voz de Blyth, grave, dolorosa.

      Se dio vuelta y vio una silueta a la distancia.

      —Blyth –dijo cuando lo tuvo frente a ella.

      Se veía peor de lo habitual; más cansado, con más odio.

      —¿Y a ti qué te pasó? Parece como si te hubiera pasado un camión por encima.

      —A diferencia de ti, Celina, An Damnaigh no me envió a caminar por el bosque.

      —No estoy caminando por el bosque, precisamente. Además, ¿qué te mandó a hacer para que quedaras así?

      La miró detenidamente, como esperando que fuera ella quien respondiera primero.

      —Me mandó a revisar los terrenos que antes ocuparon los clanes. Quizás pensó que habría alguna pista del talismán.

      —¿Y?

      —Nada. ¿Me vas a decir ahora por qué tienes ese aspecto?

      —Sentí la energía de un enviado activarse. Lo seguí.

      —¿Cuál enviado? –la pregunta voló de su boca y supo que había sido un error; no podía demostrar interés por León frente a nadie, mucho menos, Blyth.

      —Ese amateur…

      Intentó ocultar el alivio que sintió.

      —Hasta que por fin Gabriel Littin aprendió a usar las ventanas. Y, ¿qué pasó?

      —Estaba con la matriarca del agua.

      —¿Solo con Mercedes?

      —Así es. Nos enfrentamos. Faltaba solo un poco para tenerlos a los dos –dijo y calló.

      Le gustaba el suspenso. A ella no.

      —¿Y entonces?

      —Llegó el otro enviado del agua –Celina apretó los labios–. Y los perdí.

      Soltó y respiró:

      —Por la cara que tienes, parece que se te escaparon los tres.

      Blyth rio. Desde que recordaba quién era estaba diferente. Más seguro, más siniestro. Ahora ella no podía evitar sentir una sensación de terror cuando lo veía reír de ese modo.

      —La matriarca del agua no verá la luz de un nuevo día.

      Si Mercedes Plass estaba muerta, entonces la rueda giraba a favor de la oscuridad.

      —Felicidades por el acierto, pero supongo que no viniste hasta acá para ponerme al día.

      —No seas ridícula, hija del fuego negro. An Damnaigh me envió por ti. Necesita vernos.

      —¿Sabes lo que quiere?

      —No hablará si no es frente a los dos.

      Todavía le era extraño tenerlo tan cerca. Sus tratos con otras almas malditas había sido escaso, en cambio el vínculo con Blyth crecía conforme también lo hacía la guerra.

      Caminaron juntos hacia la casona. Ella todavía no conocía bien el terreno, así que Blyth, que se movía con facilidad por el bosque, iba primero. Los senderos eran estrechos y sentía que la naturaleza se le venía encima, como si la estuviera acorralando. Como si no le gustara que estuviera ahí.

      —Te sienta bien andar por el sector de los ríos –le dijo, más para salir de sus propios pensamientos que para mantener una conversación con él.

      —No soy yo, es la piel que habito.

      —Pensé que ya no lo escuchabas.

      —Es cierto, cada vez menos.

      —Entonces, explícame cómo es que caminas por acá con tanta certeza y conoces tan bien este lugar.

      —El cuerpo tiene memoria.

      Todavía no entendía bien cómo funcionaba el vínculo entre el cuerpo poseído y el sluagh que lo habitaba, así que de algún modo Blyth abría esa ranura ínfima de conocimiento, incluso aunque no le gustara hablar del mortal.

      —Van a venir por ti. Lo sabes, ¿cierto? –le dijo y él sonrió, aunque apenas.

      —También vendrán por ti, hija del fuego negro. ¿O acaso piensas que te dejarán en paz solo porque tuviste una conexión con ese enviado atípico?

      —No tengo ninguna conexión con nadie.

      —Claro que no.

      —Y en todo caso, es distinto: acabas de matar a la vieja, no van a descansar hasta verte encerrado de nuevo.

      —No podrán encerrarme. Nadie puede hacerlo.

      —Tal vez ellas son capaces de encontrar la forma. No son como las otras elementales.

      —Tampoco soy como los otros oscuros.

      No lo era. Él recordó su nombre, su vida antes de ser maldecido.

      —A todo esto, ¿qué te dice el humano?

      —Palabras.

      —¿Cuáles?

      —Te ves interesada.

      —Estoy interesada.

      —Si me dejas ver, yo también lo hago.

      —Quiero entender a la elegida del agua.

      Blyth volvió a reír y ella sintió que su cuerpo entero se erizaba.

      —A esa no la toca nadie que no sea An Damnaigh.

      —No sabía que el señor de los oscuros tenía perro guardián.

      Apenas pronunció la última palabra, la garganta se le cerró. Paró en seco, llevó ambas manos al cuello. Blyth también se detuvo y dio la vuelta para quedar justo frente a ella; tenía la mano en puño a la altura del abdomen. Caminó, acercándose como una serpiente. A medida que lo hacía, su mano subía y ella sentía aun más opresión, más asfixia, menos aire. Cuando llegó a estar solo a unos centímetros de distancia, su mano casi llegaba al corazón,

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