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“¿Quién eres? ¿De dónde eres? ¿Cómo llegaste hasta acá?”.

      27 “Esas son muchas preguntas”.

      28 “Son simples”.

      29 “Soy… un joven que quiere conocerte”.

      Ocultos

      Lo primero que sintió fue el calor de la tierra bajo ella. Luego, la luz fría que viene con los primeros rayos de la mañana. A su lado estaban Gabriel, Vanesa y Emilio. Atrás habían quedado sus hermanas, Luciana y León.

      Las nubes, blancas y esponjosas, proyectaban sus sombras fundiéndose con la tierra. A su alrededor, todo era café y rojo, marfil y gris. Un remolino de polvo se formó a lo lejos y vagó de un lado hacia otro, cruzando el desierto sin rumbo alguno.

      Eran ellos y la soledad.

      —¿Dónde estamos? –preguntó al fin.

      —En el desierto de Atacama –contestó Emilio, que miraba a su alrededor como buscando el sendero de vuelta a casa.

      —Imagino que su clan está cerca de aquí.

      Pudo escuchar la voz de Marina: “Córtala con la desconfianza”.

      —Sí –no dijo más, se arrodilló y dejó la palma de su mano sobre la arena; luego, miró a Vanesa–: Estamos seguros, podemos irnos.

      Vanesa asintió y se dirigió a los demás:

      —Nuestro clan tiene varias reglas; nos ayudan a mantenernos en la clandestinidad. Así que no podemos hacer magia en el sector.

      —¿El sector? –preguntó Magdalena.

      —Así llamamos al lugar donde vivimos; queda cerca de San Pedro, pero está escondido.

      —Y queremos mantenerlo así –agregó Emilio.

      —Así que nunca, jamás, se entra o sale del sector con magia.

      —Entiendo.

      —No queda muy lejos de aquí, en todo caso.

      Parecía que cada sonido era amplificado por el desierto, en especial el viento, que se había transformado en un zumbido agudo. Los pies se le hundían en la arena y cientos de piedras pequeñas entraban desesperadas dentro de sus zapatillas. A pesar de sacudirlas más seguido de lo que hubiese querido, se resistían a salir de ahí.

      Magdalena miró hacia adelante, aunque apenas, para evitar que le entrara arena a los ojos. Frente a ella iban Vanesa y Emilio; a su lado estaba Gabriel. La imagen de sus hermanas llegó a ella. Estaban divididas, era un hecho. Continuar el plan era todo lo que le quedaba.

      De pronto, Vanesa y Emilio se detuvieron justo frente a la entrada de una cueva; Magdalena y Gabriel apuraron el paso.

      —¿Dónde estamos? –la pregunta se estaba volviendo recurrente.

      —A mitad de camino entre Calama y San Pedro de Atacama –contestó Vanesa.

      —Este lugar me suena conocido –dijo mirando a su alrededor.

      —Es el Valle de la Luna.

      —¿Su lugar secreto está en uno de los sectores más turísticos del país?

      —La mayoría de los turistas solo exploran el inicio del camino, lo menos complejo.

      —¿Y ustedes? –definitivamente no quería caminar kilómetros por cavernas “complejas”.

      —No es tanto. Ya van a ver.

      —Necesitamos algo más que eso si quieren que nos metamos ahí dentro.

      —Acá en el Valle está la cordillera de la Sal y debajo de ella hay más de dos kilómetros de cavernas, forjadas hace 45 millones de años por el agua –contestó Emilio, y Magdalena creyó reconocer cierta ironía en su tono–. Para llegar al sector es necesario pasar por las cuevas de sal; no les va a pasar nada.

      “Ese es el punto”, pensó. ¿Podía confiar realmente en ellos? Estaba separada de sus hermanas, en la mitad del desierto y a punto de meterse al interior de unas cavernas sinuosas: en esos momentos la seguridad era aquello que más le hacía falta.

      —Tenemos que movernos –señaló Emilio–; los primeros grupos de turistas siempre llegan en la mañana.

      No muy convencida, Magdalena afirmó con la cabeza.

      Por Milena y Lucas.

      Por Pedro y Damián.

      Por sus hermanas.

      Por Mercedes.

      Se internaron en las cavernas de sal. Emilio llevaba la delantera a un ritmo propio, despreocupado de los demás, mientras que Vanesa, cada cierto tiempo, volteaba para ver cómo iban ella y Gabriel. Por un momento le pareció extraño que Vanesa estuviera con él –tanto más parecido a alguien como Luciana–, pero pronto entendió que sabía tan poco de ellos, que cualquier juicio hecho con anterioridad era un error.

      No sabía exactamente cuánto tiempo llevaban caminando. Tal vez, el hecho de subir y bajar por espacios tan reducidos hizo que la caminata se le hiciera más larga de lo que era. El sendero era demasiado estrecho e incluso, a ratos, muy pequeño para su altura. Las cavernas se bifurcaban, se expandían y encogían de un paso a otro; tenían vida propia. Una extraña sensación de irrealidad la embargó, como si fuera imposible que existiera un lugar así o, más aún, que ella estuviera en un lugar como ese. Recordó los años junto a Cayla, cuando haciéndose pasar por Matilde, les contaba sus aventuras de verano, sus viajes por parajes insólitos, lugares recónditos que Magdalena con suerte era capaz de imaginar. Qué lejanos le parecían ahora todos esos recuerdos. Más de otra vida que de la propia.

      De pronto, a mitad de camino, Vanesa se detuvo justo detrás de Emilio. Magdalena y Gabriel quedaron quietos esperando a que alguno de los dos dijera algo. Pero no lo hicieron. La elemental de fuego puso su mano sobre la pared rocosa y recitó unas palabras en irlandés, que solo Manuela habría logrado reconocer.

      —¿Qué pasa? ¿Por qué paramos? –dijo, no tanto por curiosidad, sino más por la sensación de ahogo.

      —Pasa que llegamos –contestó Emilio.

      Lo miró con extrañeza, al mismo tiempo que se preguntaba adónde habían llegado exactamente, si lo único que les rodeaban eran las rocas de sal. Emilio sonrió con suficiencia, como si fuera gracioso que estuvieran ahí dentro y ni ella ni Gabriel supieran qué pasaba.

      Vanesa terminó de recitar, apartó la mano de la roca y en seguida, un sonido grave se produjo desde el interior de la caverna.

      Parecía un temblor, pero no lo era.

      Parecía un derrumbe, tampoco lo era.

      Una enorme porción de piedra –la misma que segundos antes había estado inmóvil bajo la mano de Vanesa– comenzó a moverse. La roca se deslizó hacia la izquierda y, poco a poco, los rayos del sol entraron en la cueva. Magdalena cubrió los ojos con su antebrazo mientras la luz y el sonido casi llegaban a su fin. Cuando el silencio volvió, miró más allá del portal abierto. Entonces, abrió la boca y dejó entrar todo el asombro: más allá, escondidos tras las rocas de sal, vivían las hijas e hijos del fuego perdido.

      Magdalena cruzó el umbral dejando atrás las cuevas, el paso decisivo. Una vez que todos estuvieron del otro lado, Vanesa recitó las palabras y el muro de piedra volvió a deslizarse hasta quedar completamente sellado. “Síganme”, les dijo, y luego los guio entre la comunidad mientras Emilio alzaba la mano para saludar a la gente. Si hace poco rato Magdalena aún desconfiaba de ellos, ahora no le cabía duda de que decían la verdad: las miradas de temor e inseguridad con que la observaban a ella y a Gabriel no le dejaron cabida para otra historia.

      En medio de una zona desértica, el clan había construido trece domos alrededor de un

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