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habían logrado sobrevivir lo suficiente como para alcanzar ese número que, si bien no era mucho, al menos era más de lo que quedaba de su propio clan. La preocupación aumentó: aun con el fuego y el agua unidos, seguían siendo pocos para los oscuros.

      Llegaron al centro del sector y Magdalena, todavía con la mirada recorriendo su alrededor, escuchó la voz de Vanesa: “Espérenme aquí”.

      —¿Adónde va? –le preguntó a Emilio.

      —A buscar a Ester, nuestra matriarca.

      —¡Emilio, Emilio! –gritó una niña de unos doce años, que se acercaba corriendo hacia él.

      Como todos los demás, se veía demasiado delgada. Su piel, teñida por el sol, mostraba los rasgos de sus antepasados irlandeses, aunque de forma remota.

      —¡Buena, loca! –gritó él, dándole un abrazo con una sonrisa amplia; algo del antiguo Emilio se asomó en ese gesto.

      Quizás, después de todo, lo que había alcanzado a conocer de él no era completamente una fachada.

      —¿Qué me contái? ¿Me echaste de menos?

      —Sí po, cachái que ahora mi mamá me deja ver cómo entrenan los guardianes.

      Emilio extendió la palma de su mano y ella la chocó con la suya.

      —Bien hecho, loquita. Pronto serás una de los nuestros, entonces.

      —Sí –dijo orgullosa con el pecho abierto–: una guardiana.

      —Suena bien, ¿verdad?

      Ella asintió con una sonrisa.

      —Oye, ¿y mi hermana?

      —Nos tuvimos que separar y ella se quedó con el otro grupo –contestó Emilio, sin dudas ni inquietudes en su rostro.

      Entonces, Magdalena entendió: era Irene, la hermana menor de Luciana.

      —Pero, ¿con quién se quedó si tú y la Vane están acá?

      —Con la Marina, nuestra amiga. ¿Recuerdas que te contamos sobre ella?

      Irene afirmó.

      —Pero esa Marina… ¿es de confianza?

      Emilio la abrazó fuerte. Le habló despacio al oído, pero no lo suficiente como para que Magdalena no escuchara:

      —Es de toda mi confianza.

      Irene devolvió el abrazo con más ganas. “Bienvenidos, entonces”, dijo mirando a Magdalena y Gabriel. Luego se fue corriendo, tal como llegó. Algo se removió dentro de Magdalena.

      —¿Guardiana? –le preguntó, una vez que Irene se hubo ido.

      —Desde siempre hemos vivido en comunidad, así que tenemos formas específicas de dividirnos el trabajo.

      —¿Tú eres un guardián?

      —Sí.

      —¿Todos los enviados lo son? –preguntó Gabriel.

      —No.

      Antes de que pudieran hablar algo más, vieron a Vanesa que les hacía una seña desde la entrada del domo. Magdalena y Gabriel siguieron de cerca a Emilio. A medida que avanzaban, la gente que estaba afuera detenía sus tareas solo para observarlos; unos con desconfianza, otros con temor. Tal vez, pensó Magdalena, todos tenían un poco de ambos.

      Dentro del domo se podía sentir el calor del desierto. La construcción de madera y vidrio era un receptor perfecto y conservaba la temperatura que, sobre todo en la noche, tendía a bajar drásticamente. Al fondo había cinco camas, a la derecha una pequeña cocina y a la izquierda un baño. Nada de salitas, living ni bibliotecas: solo lo justo.

      Detenida en el centro, los esperaba una mujer de pelo negro y corto, ojos tristes y aguerridos. Magdalena creyó reconocer en ella una energía similar a la de Luciana: era fuego y sabiduría.

      —Bienvenidos –les dijo con algo que intentaba ser una sonrisa, aunque en el fondo solo se veía una profunda tristeza–. Por favor, tomen asiento.

      La matriarca del fuego perdido señaló unos cojines dispuestos en el suelo, al medio del domo. Cuando estuvieron sentados unos frente a otros, volvió a hablar.

      —Mi nombre es Ester, soy la matriarca de esta facción del fuego. La Vanesa me contó todo lo que ha pasado con su clan… lo siento mucho.

      No le era fácil recordar a sus muertos con una desconocida, así que agradeció que pronto volviera a hablar.

      —Me contó también por qué se dividieron… por qué mi hija no está hoy conmigo.

      —No fue una decisión fácil de tomar –comentó Vanesa.

      —Lo imagino. Quiero que sepan que cuentan con el apoyo del fuego; de este lado al menos.

      —Y en lo concreto, ¿eso qué significa? –preguntó Magdalena.

      —Por ahora, que pueden quedarse aquí. Dormirán con nosotros en este domo.

      —¿Y después?

      —Cuando sea el momento de pelear, los hijos e hijas del fuego perdido estaremos ahí.

      —No va a ser suficiente con eso. Necesitamos el apoyo de todos los clanes si queremos ganar esta guerra y para eso primero necesitamos saber dónde están. La Luciana nos dijo que tú podías ayudarnos con eso.

      —Todo a su debido tiempo, Magdalena.

      —Tiempo es lo que menos tenemos. Solo un mes para ser precisas.

      —Con eso alcanzamos.

      —¿A hacer qué exactamente?

      —Lo que nos compete: reunir a los clanes.

      —¿“Nos”… compete?

      —Yo no puedo salir de aquí porque tengo responsabilidades con mi clan, pero me considero tan parte de esta misión como ustedes. Les repito: cuentan con nuestro apoyo.

      —Te lo agradezco, pero yo también vuelvo a hacerte la misma pregunta: ¿en qué se traducirá concretamente ese apoyo?

      —Llevamos años investigando, sabemos la ubicación general de los otros clanes, así que los ayudaremos a contactarlos de la forma más segura posible.

      Una pequeña luz se iluminó dentro Magdalena.

      —¿Sabes si hay más elementales y enviados del agua?

      Ester negó con la cabeza; la luz se apagó.

      —Solo ustedes en Puerto Frío.

      —Supongo que no conocen el volumen de los otros dos, aire y tierra, ¿verdad?

      —No.

      —Es decir, no tenemos cómo saber si estamos en ventaja o desventaja.

      —Cierto, pero al mismo tiempo nuestra historia nos demuestra que, aun siendo pocos, hemos sabido sobrevivir.

      —Es distinto esta vez, Ester –agregó Emilio–; los sluaghs liberados son muchos.

      —No tantos para la energía de los talismanes.

      —Mientras no encontremos el talismán de Ciara, no es mucho lo que podemos hacer con ellos –declaró Magdalena.

      —Estoy segura de que Luciana lo encontrará.

      —¿Entonces?

      —Entonces, aunque no lo creas, con el tiempo que tenemos podemos alcanzar a reunir a los clanes. Así que, por ahora, les aconsejo que descansen un poco y en la noche volvemos a conversar.

      —¿En la noche? Disculpa, Ester, pero no necesitamos descansar todo el día. Al contrario, debiéramos partir cuanto antes donde los otros clanes y…

      —An Damnaigh ya

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