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Zahorí III. La rueda del Ser. Camila Valenzuela
Читать онлайн.Название Zahorí III. La rueda del Ser
Год выпуска 0
isbn 9789563634044
Автор произведения Camila Valenzuela
Серия Zahorí
Издательство Bookwire
Le hubiese gustado que no fuera verdad, pero lo que decía Ester era cierto; al menos por unos días, era mejor que desaparecieran del mapa. Algo bueno llegó, no obstante: por fin Magdalena sintió que podía confiar en ellos.
La tarde transcurrió entre elementales y enviados del fuego que, poco a poco, se atrevían a saludar e incluso a sonreír. Probablemente, el hecho de verlos caminar junto a Emilio, hacía sentir al resto del clan que ni ella ni Gabriel eran una amenaza.
Primero los llevó al domo más grande, el que Magdalena vio apenas salió de las cuevas de sal; era una construcción amplia que les servía para múltiples tareas. Hacia el costado derecho, estaba la cocina y el comedor con tres mesas largas; mientras que al izquierdo y dividido por biombos rústicos, seguramente también fabricados por ellos, había un sector de entrenamiento. Ahí, observando todo con unos grandes ojos cafés, estaba Irene. Entonces, Magdalena recordó la palabra: “Guardianes”.
—¿Aquí entrenan los guardianes? –se atrevió a preguntar.
—Y guardianas –agregó Emilio, después de saludar al grupo que entrenaba.
—¿Tú también eres uno?
—Era –contestó mientras se sentaba y luego escogía una fruta de la fuente que había sobre la mesa–; ahora soy un emisario.
—Qué dividido y organizado tienen todo –comentó Gabriel.
—Es la única forma de sobrevivir, hermano.
—¿Y qué otras categorías tienen? –preguntó Magdalena.
—Cinco en total: emisarios, sanadores, cocineros, consejeros y guardianes.
—Los guardianes, imagino que vigilan y defienden; los cocineros y sanadores, está más que claro; los consejeros… ¿aconsejan a Ester?
—No. Los consejeros son las elementales y enviados más viejos. A veces se encargan de aconsejar a la Ester, pero en general se dedican a traspasar el conocimiento a las generaciones más jóvenes.
—Por eso todavía conocen el idioma original.
—Y las plantas medicinales, las leyendas, las historias que no calzan…
—¿Qué rol juegan los emisarios, entonces? –quiso saber Gabriel.
—Son los únicos que pueden salir del sector: salen, se forman, trabajan y así nos mandan comida o plata, directamente. No es que yo sea uno como tal, en realidad, soy una mezcla entre guardián y emisario.
—Cómo es eso, ¿pueden estar en dos categorías? –comentó Magdalena.
—No, pero en tiempos de guerra todo cambia.
—La Luciana es emisaria, ¿no?
—Sí.
—Hay algo que no entiendo, ¿ustedes eligen a lo que se van a dedicar o los obligan?
—No, nadie nos obliga. Estamos conscientes de que somos mejores o peores para ciertas tareas y así nos dividimos. La Luciana, por ejemplo, dicen que desde chica mostró condiciones para ser emisaria.
—Y la Vanesa… ¿para ser guardiana? –preguntó Gabriel.
—Sí, ¿por qué?
—No sé, si hubiera sabido que se dividían de esa forma, habría pensado que la Vanesa era sanadora. Pero bueno, la verdad es que ya no estoy seguro de si llegué a conocerlos en algo.
Lo dijo así, libremente, sin eufemismos. “Seguro Marina también habría querido escuchar esta conversación”, pensó Magdalena al recordar la mirada decepcionada de su hermana cuando se enteró de que sus amigos eran en realidad desconocidos.
—No todo fue una fachada –aseguró Emilio, probablemente aludiendo a Marina–. Y sí, la Vanesa quería ser sanadora, pero su poder era preciso para que fuera guardiana.
—Todavía no entiendo bien cómo funciona su poder –comentó Magdalena, que luego sacó una manzana de la fuente de madera. Después de un buen tiempo, volvía a tener algo de hambre.
—Es capaz de sentir la energía, elemental u oscura, y canalizarla de vuelta; ese es un poder de guardiana, no de sanadora.
—Pero ella no quería ser guardiana.
—Ya lo dije: en tiempos de guerra, todo cambia.
—¿Y tú?
—Yo qué.
—¿Siempre quisiste ser guardián?
Emilio corrió la silla hacia atrás y se levantó. No había una sola señal en sus gestos que le dijera a Magdalena lo que pasaba por su mente. Desde abajo, ella y Gabriel lo miraron sin comprender por qué la repentina actitud.
—Se nos está haciendo tarde y quiero mostrarles cómo funciona todo el sector antes de la comida.
—Vamos –afirmó Magdalena, y Gabriel la siguió.
Si algo había aprendido en esos años de duelos, secretos y pérdidas, era respetar el dolor y los silencios ajenos.
La noche llegó después de lo esperado. Había olvidado que, en pleno desierto, el sol tendía a ponerse tarde. Una luz cobriza tiñó la tierra con sus reflejos cálidos. Poco a poco, las estrellas aparecieron en el cielo hasta transformarse en un manto de luz que Magdalena jamás había visto, ni siquiera en Puerto Frío. Si no hubiera sido por la ausencia de sus hermanas y la guerra inminente, seguramente habría podido disfrutar ese momento.
Las pocas cosas que llevaban en las mochilas ya estaban dentro del domo. Le parecía extraño dormir en el mismo lugar que Vanesa, Emilio, Ester e Irene –a quienes apenas conocía–, pero también estaba agradecida de la hospitalidad. Sintió un pequeño brote de culpa: incluso teniendo en cuenta las circunstancias o el hecho de que no sabían nada de ella ni de Gabriel, eran amables; aún más, les habían enseñado su hogar, sus costumbres, les daban alojamiento y comida. Quizás no estaba todo perdido para los clanes.
Antes de entrar al domo mayor se podía sentir el olor a carbonada, en especial del zapallo y la cebolla. En el interior, el clan se preparaba para comer; mientras algunos cocinaban, otros ponían la mesa. Había una energía distinta pero extraña, como si solo unas horas hubieran bastado para decantar el temor de su llegada. Tal vez, el hecho de haberlos visto todo el día en compañía de Emilio, y teniendo además el apoyo de Ester, era suficiente para la tranquilidad completa del clan. También en esas cosas eran muy diferentes, porque mientras su familia habría discutido, cada uno aferrándose a su punto de vista, a esta porción del fuego solo le bastaban algunas señales.
Tomaron asiento cerca de sus conocidos y al poco rato empezaron a circular los platos. A diferencia de la carbonada de su abuela, que llevaba caldo y verduras, esta era más bien un guiso seco con mucho zapallo y un poco de papas. Sin embargo, estaba riquísimo. Tragó la comida como nunca y agradeció que Emilio rellenara su plato con un poco más. Mientas comía en silencio, escuchó las conversaciones ajenas y el sonido metálico de los cubiertos, pero sobre todo, sintió la ausencia de Manuela y Marina.
Luciana no se había contactado con Vanesa ni Emilio por medio de la cruz solar, probablemente por la misma razón que ellos tampoco lo habían hecho: mejor perder la pista que terminar todos muertos.
—Maida… –la voz de Gabriel llegó de lejos, incluso estando él a su lado–: seguro mañana tenemos noticias de tus hermanas.
Ella le sonrió y puso la mano sobre su mejilla.
—Eso espero.
—¿Confías más en ellos? –le habló despacio mientras señalaba con su mirada al clan de fuego.
—Sí, cada vez más. ¿Tú?
—También…
—¿Pero? Viene un pero…
—No sé… tanta hospitalidad