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escarapela de papel, cuatro arañas planas muertas hacía mucho y guardadas debajo de una piedra en el fogón; un serrucho, un martillo, una escuadra, una almádena, otros objetos a los cuales llamaban muñecas pero que eran más bien hierba prensada o piñas o palos con formas extrañas o piedras raras; cualquier clase de caparazón de tortuga, de cascarón de petirrojo o de concha de caracol; y no en cajas: un barril y un arado desmontado, una azada, una pala y un hacha, una mantequera, un balde de madera y una tabla para la colada, y una gran palangana blanca y un gran cántaro blanco y una gran cacerola blanca y esmaltada con la tapadera descascarillada que por las mañanas estaba terriblemente fría; una escopeta y varios arreos y una rueca, una brújula que siempre apuntaba al sudoeste en un estuche de cuero, y flechas para que el chico aún por nacer disparara a las hojas que caen y a los gorriones en otoño. Las apilaron, una encima de la otra, hasta que en la carreta se hizo una torre. A lo alto ataron la cuna. La torre se tambaleó al ponerse en marcha la carreta. Dijeron: igual se cae todo por el camino, pero en realidad no lo pensaban, y no se preocuparon de cubrir nada. Pues claro que va a escampar, dijeron, y así fue. Omensetter enganchó el caballo a la carreta. Se montó con una gran floritura y se dirigió al mundo con los brazos. Todos disfrutaron con aquello. La mujer de Omensetter se subió también. Ella apoyó una mano en su muslo y le estrechó la rodilla. Las hijas de Omensetter ulularon en la trasera. Se acurrucaron debajo de las colchas. Se hicieron una casa en la torre. Todos rezaron por el muñeco de nieve muerto una semana atrás. Entonces Omensetter sofocó una risita, ladró el perro y salieron hacia Gilean en el Ohio donde el aire era puro y bueno para los chicos. Tras ellos dejaron, donde hubieron compartido besos y charlas, el ligero gotear del agua desde los aleros de su último hogar feliz.

      Todavía quedaban algunas personas en Gilean cuando llegó Brackett Omensetter. No había llovido, cosa rara, en todo el día. El remolque de George Hatstat se había quedado atascado en el lodo de South Road a pesar de que South Road desaguaba en el río, y Curtis Chamlay se había dado la vuelta en su carreta aquella tarde en la colina occidental, hombre terco que era, tres horas después de que esta empezara a derrapar por los ribazos amarillos. Eso significaba que la colina estaba intransitable dado que la otra ladera estaba por lo general peor. En consecuencia todos quedaron absolutamente maravillados al ver la carreta de Omensetter deslizándose cuesta abajo y remolcar su tambaleante cumbre de muebles y herramientas y ropas hasta el interior del pueblo por detrás de un solo caballo maltrecho. Miraron las colchas sin proteger, las cajas y los zancos, el perro embarrado, la bamboleante cuna atada a lo más alto con asombro desconcertado, pues durante todo el día, en la distancia, cargadas nubes grises habían dejado caer sus aguas en los bosques, e incluso mientras observaban la llegada de la carreta, lejos sobre la colina occidental, a la luz del sol que desde allí brillaba, había una zona de lluvia claramente definida.

      Parando tan solo para pedir indicaciones, Omensetter condujo enseguida hasta la herrería, berreando su nombre antes de que la carreta se hubiese detenido del todo y anunciando su oficio con voz enorme y áspera a la vez que se bajaba de un salto, hundiendo tanto sus talones en el suelo blando que por un momento este lo retuvo, dando tumbos, mientras se frotaba la nariz con la parte superior del brazo y Matthew Watson aparecía en el umbral parpadeando y sacudiéndose el mandil. Omensetter corrió a la fragua y se inclinó sobre ella con ansias, alabando la belleza y la calidez del fuego. Se tambaleó mientras se golpeaba una pierna que dijo que le hormigueaba, con la cara roja por las brasas y ondeando su sombra. Mat le preguntó qué asunto le traía. Omensetter gimió y bostezó, desperezándose con tal esfuerzo que le entró un escalofrío. Luego con una callada exclamación se arrimó a Mat y cogió un trozo de cuero del banco de trabajo; con él se envolvió el dedo como con un rizo de pelo; dejó que poco a poco se enderezara. Lo sostuvo con delicadeza en sus enormes manos marrones, frotándolo con el pulgar a la vez que hablaba. Lo hizo con monótona voz de ensueño cuyo flujo interrumpía de vez en cuando para escudriñar los rebordes de la tira que sostenía o para abatirla bruscamente contra su propio muslo, sonriendo ante el sonido del chasquido. Era muy bueno, dijo. Empezaría mañana mismo. En el pueblo no había nadie iniciado en el cuero, y Mat tenía muchísimas cosas que hacer. En efecto, aquello era cierto, pensó él. Ya vería Mat cuánto lo necesitaba. Movía rítmicamente el pulgar. Sus palabras eran felices y confiadas, y si las dudas de Mat suponían algún obstáculo, con serenidad fluyeron en torno a aquellas. Trabajaré muy bien y te puedes permitir sin duda contratarme. Antes de que Omensetter se marchara, Mat le dio el nombre y las señas de un amigo suyo, Henry Pimber, que tenía una casa que quizás le alquilara, ya que estaba vacía y desintegrándose y que se encontraba a la orilla del río igual que una rana.

      Henry Pimber sonrió al ver las ropas embarradas de Omensetter, a las niñas apoyadas contra un costado de la carreta, riendo; a él corriendo, al perro ladrando, a la esposa plácida, alejada; si bien tenía en mente más que nada a su propia esposa, ahora callada en la cocina, empeñada en oír. Láminas de agua relucían aún en el camino; murmuraba el cielo; la carreta sin embargo iba sin cubrir, las pertenencias apiladas en una torre; y Henry notó cómo el asombro le movía los hombros. Tres moscas caminaban sin pudor por la mosquitera que los separaba. Los alambres cuadriculaban a Omensetter. A Henry le pareció que estaba gordo y que hablaba con unas manos recias y sumamente bronceadas. Tenía el cinturón apretado pese a llevar tirantes. El pelo negro le caía por la cara y había dejado en el porche restos de barro, pero su voz era musical y dulce como el agua, sus labios húmedos sonreían alrededor de sus palabras, sus ojos destellaban desde la superficie de su habla. Dijo que trabajaba para Watson, arreglando arreos y echando una mano. Henry reparó en que había pintura obstruyendo varias cuadrículas de la mosquitera. Aquel tipo tenía un desgarrón en una de las mangas, y las uñas se le habían amarilleado. Goteaba arcilla de sus botas al porche. La esposa de Henry estaba ya en el recibidor, yendo y viniendo de puntillas. Se sujetaba las faldas. Dijo que se llamaba Brackett Omensetter y que venía de cerca de Windham. Era honrado, según dijo. Moscas tan pronto, pensó Pimber, y el matamoscas en el granero. Pero eran algo en lo que fijar la vista y por un momento lo agradeció. Luego su visión se deslizó más allá de la mosquitera y recibió la herida terrible de la sonrisa de aquel hombre. Le sorprendió su propia debilidad y se dejó caer pesadamente contra la puerta. Tenía un caballo, dijo Omensetter. Tenía un perro, una carreta, una mujer encinta y dos chiquillas. Necesitaban un lugar en el que vivir. Ni grande ni lujoso. Un cuarto para las niñas. Tierra suficiente para un pequeño huerto y alimentar al caballo. Henry quedó a la escucha de lo que decía su esposa y sacudió la cabeza. La mosquitera no era protección alguna –fútiles diagramas de aire–. Cambió el peso de pie y las cuadrículas obstruidas emborronaron la mejilla de Omensetter. El barro le llegaba a los muslos. Colgaba de las ruedas de la carreta y formaba cuajos en la tripa del perro. No tenía los dientes limpios del todo. Henry se dio cuenta de que tenía el mentón pronunciado y la misma solemnidad que Matthew Watson, la misma lentitud y cautela, como él la cabeza llena de gansos imaginarios, reproduciendo en ella continuamente el sonido de una escopeta, y sin embargo Omensetter lo había abrumado al instante, apaciguado sus temores, atendido a sus dudas y reemplazado su acostumbrada suspicacia con una confianza casi negligente; pero haber enviado a Omensetter a verlo de aquel modo no era algo típico de él, ya que Watson sabía muy bien que la antigua casa de los Perkins, que hacía bien poco había heredado Pimber, estaba muy pegada al río y que cada año era presa de las crecidas. Estaba perdiendo la pintura y la maleza no tardaría en hendir el porche. Henry suspiró y tiró de la mosquitera. Había abrumado incluso a Matthew. Matthew, que solo atendía a los fuertes graznidos de los gansos y a su propio martillo, y a quien el fuego de la fragua casi le había calcinado la vista.

      Tenía una casa, dijo finalmente Henry. Estaba bajando South Road cerca del río, pero no había pensado en alquilarla tan de sopetón, en una época del año como aquella. Había algunos inconvenientes… Omensetter se abrió de brazos y Pimber, temblando, rio. Lo ve, ya está; cuidaremos de ella y la mantendremos en buena vida. Pimber apretó el puño ante aquella curiosa frase. Su mujer estaba en el recodo de la puerta, sujetándose las faldas, respirando con cautela. Está bajando South Road, eso sí, dijo él, y cerca del río. A todos nos encanta el agua, dijo Omensetter. Lucy y yo le sentamos bien a las casas y pagaremos con prontitud.

      ¿Habrase visto semejantes botas? Cinco tablones estrechos entre sus pies. Tres moscas ganando de nuevo la mosquitera. Las sombras de las nubes en las cristaleras de agua.

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