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La suerte de Omensetter. William H. Gass
Читать онлайн.Название La suerte de Omensetter
Год выпуска 0
isbn 9788412305975
Автор произведения William H. Gass
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Echado allí contemplando la pared en la penumbra parcial hora tras hora, el dolor surgiendo con la periodicidad de la marea alta y dejando solo un ligero reflujo de alivio al retirarse, Israbestis lamentaba amargamente su falta de formación. Se enviaba a sí mismo de viaje con tal esfuerzo que el sudor le brotaba en la frente y le humedecía las palmas de las manos y el dorso de las orejas. Subía al barco que bajaba las difusas grietas fluviales. Atajaba por las tortuosas junglas mate que designaban las hojas pálidas. A duras penas recorría vastos blancos de desierto y sediento bebía de hoyos embarrados. Los días que pasaba en la pared se consideraba ante todo marino. Conjuraba brillantes imágenes de veleros, verdes marejadas en los confines del océano, los bloques marrones en las embocaduras de ríos y el asombroso oleaje azul y el rastro de espuma de las aguas revueltas. Trepando los obenques, el somier de muelles crujiendo como una cubierta y un casco oscilantes y, como el cordaje en las poleas, avistaba una nube oscura que resoplaba desde el horizonte. Formando un embudo la nube arremetía contra el barco e Israbestis se agarraba un codo, agitando el otro brazo para zafarlo de las ropas, y gritaba, «Atención, se está acercando, atención, atención», pues no conocía los términos náuticos ni ninguno de los procederes del buen navegante. El dolor la emprendía contra sus ojos. El sudor le goteaba de la nariz. «Es un turbión, mi capitán, sí, es un tifón, mi capitán», exclamaba Israbestis. «El peor que he visto por estos mares». El siseo de sus palabras era como la espuma en la proa. Israbestis chillaba a fin de que le oyeran por encima del viento en las jarcias, que aullaba en las poleas y a través de los ojos de buey de la embarcación. Luego todo se esfumaba de repente. Observaba cómo la nube ahora más tenue y las aguas picadas desaparecían antes de quedar, por un momento, dormido.
De este modo visitaba los puertos del mundo. Era chino, hindú, un jeque; en la India montaba caballos asiáticos salvajes y a lomos de elefantes, y en camellos cruzaba los páramos africanos; pero cuanto más lejos viajaba, más estrambóticas y notorias eran sus aventuras, y menos satisfactoria su vida en la pared. Cada vez más su inventiva tenía que suministrarle objetos a su visión, tenía que inventarse incluso el curso y el color del sol, el tacto del suelo, tan distinto por todas partes, y por encima de todo, los olores que habitaban los confines de la tierra. Era consciente, siempre, de lo inadecuado de sus detalles, de la vaguedad de sus imágenes, de la falsedad de todos sus etcéteras implícitos, porque no sabía nada, no había estudiado nada, no había viajado a ninguna parte. En consecuencia jamás se hallaba del todo en la pared, estaba en parte asido a las sábanas, arañándose la piel de las piernas y mordiéndose los brazos. Solo en parte se encorvaba ante la lluvia, la arena o la cellisca, se encogía ante el ataque de leones o de tribus salvajes, nadando por su vida. Entonces el dolor golpeaba sin obstrucción, y como una araña Israbestis se cerraba sobre él.
Los mejores días abandonaba la pared aunque siempre comenzaba en ella. Cerrando con suavidad los párpados para que entrara una pestaña de luz, zarpaba de la orilla y costeaba las colinas hendidas, impulsándose con una pértiga por la mancha de grasa que era el marjal, y para cuando había encarnado su anzuelo y largado el sedal en el pegote de yeso se encontraba ya en la historia de su vida, fuera de la pared, en el lento y viejo mundo. Se sentaba junto al fogón de Lloyd Cate o se recostaba en un banco en el porche de Lloyd Cate con un tiempo estupendo. Daba su paseo matutino por el pueblo, el yunque tañendo, e iba tres veces al día a la terminal a por el correo. Paraba por casa Mossteller para charlar o por la panadería, pasando el tiempo del modo más placentero con las noticias de la gente, el estado de las tierras o de las cosechas, el parte meteorológico. Todos sus amigos aparecían con claridad en sus figuraciones. Los conocía por sus ropas, por sus maneras de caminar, por el modo característico en que se inclinaban y gesticulaban. Sus sueños no se avergonzaban de los clichés, y en cada uno sabía siempre cuál era el tacto preciso del aire, la manera en que cantaban los pájaros, la posición del sol, el tipo de nube, la forma de la emoción en su interior y en los demás, y todas las dichas de la vida. A medida que se aproximaban sus amigos él los saludaba a voces con regocijo. «Hola, Pete. Buenos días, Michael, Billy. Pero bueno, si es Claude Spink, por dios, y Nichol Ames». Venían a visitarlo durante su enfermedad. Hog Bellman. Una bala en la espalda. Prudente Lacy. Los pantalones desabrochados, una sonrisa tonta en la cara. Bob Stout con clavos en la boca. Samantha. Hermana. Como una caña en muaré. Él contaba una historia tras otra, todas una y otra vez, y las contaba bien o lo procuraba, maravillado de cuánto había olvidado y de cuánto recordaba. En todas ellas había un secreto y él intentaba descubrirlo. Cuando se incendió Hen Woods, por ejemplo, por la forma en que lo contó uno podía notar el sabor de las cenizas en la boca de Prudente Lacy. La indecisión era reflejada con la claridad con que uno ve una vaca en un campo. Luke Ford. Ben Jasper. Willie Amsterdam. Y luego May Cobb. Él por supuesto que no, pero sabía lo que se sentía al ser el hombre que la había poseído. Dios. No era bonita. No tenía las nalgas respingonas ni los pechos grandes, ¡pero dios! Cada una de sus arrugas era esencial. Eso también lo reflejaba con claridad. Hacía que pareciera que se le iban a escurrir todos los jugos del cuerpo. A veces la veía metida hasta los codos en nata. La boca torcida. ¿Me servirías un poco más de ponche?, preguntaba educadamente ella. La banda tocaba fortísimo.
Prudente Lacy a caballo por caminos secundarios; el fuego era una nube. Conocía el secreto que había en aquello. Recorría la totalidad de su pasado historiado, saludando a todos: a Kick Skelton, a Eliza Martin, a May Cobb. Él le besaba las marquitas del cuello. Estaban Brackett Omensetter, Lucy Pimber, Lemon Hank. Y todos los perros. Y todos los gatos y las reses. Hog Bellman con un cuchillo. Cerdos y ovejas. Madame DuPont Neff, de París, y sus ubres. Menuda francesa. Pero lo mejor de todo May Cobb y sus omóplatos. A veces Israbestis abría los ojos y bajaba de la cama como un muchacho sano y atravesaba los resonantes pasillos. Iba por toda la casa, febril, poniendo las manos sobre muebles y cachivaches hasta que se le volvían negras. Algunas veces subía al ático y palpaba las reliquias. Otras veces iba al granero de atrás o al sótano. Pero al final siempre se agotaba y caía de rodillas al suelo, allá donde estuviera, llorando ruidosamente. Era entonces cuando tenía los peores ataques.
Bien, amigos, aquí tenemos esta porcelana. Todos sabéis lo que la señora Pimber hacía con las pinturas. Sé que muchísimos de vosotros estabais a la espera solo de esto. Hace bastante calor así que pongámonos ya mismo manos a la obra. Tenemos aquí esto decorado, ¿esto es un envase para el cepillo de dientes, Grace?, un envase para el cepillo de dientes pintado a mano dice mi esposa. Es de porcelana, y está firmado con el nombre de la señora Pimber. ¿Veis? Bien, esto lo vais a querer todos así que cuánto va a ser, ¿cuánto? De acuerdo, un dólar, un dólar