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La suerte de Omensetter. William H. Gass
Читать онлайн.Название La suerte de Omensetter
Год выпуска 0
isbn 9788412305975
Автор произведения William H. Gass
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Un comportamiento propio de Furber. Tott estalló en risas, dolorido.
Estaba la historia del hombre que se hizo pedazos, y estaba la historia de la verja alta de hierro. Estaba la saga del tío Simon, el incendio en Hen Woods y la batida por Hog Bellman. Él las tenía todas. Horas, días, meses –una vida– le costarían. ¿Eran todas tan imprecisas como la de la cuna? Bueno, había dicho que al verano lo vería caer, y eso hizo… un pequeño logro. Que vería… Fue la mañana del seis de abril… la mañana del seis… Dickie Frankmann encontró degollados dos de sus cerdos Tamworth. Hacían, entre los de Huff y Staub y Gustin, ocho en seis días, y Ernie dijo que Hog Bellman, enloquecido como puede estarlo un hombre, lo había hecho. Curtis Chamlay cabalgó hasta la casa de Frankmann como había cabalgado hasta la de Huff y hasta la de Staub y la de Gustin. Frankmann cabalgaba a su lado, en exceso de pie sobre los estribos. Miró los cadáveres y la sangre. No había una sola huella pese a que la pocilga estaba embarrada y el peso de Chamlay forzaba el agua hacia el reborde de sus botas. Por ahora son solo los Tamworths, dijo Dickie Frankmann, y no hay muchos. ¿Qué puede tener un fantasma contra los cerdos ingleses?
Los zapatos frente a los suyos eran como los de él. Negros y agrietados como los suyos, tenían ganchos por ojales y llegaban por encima de los tobillos. Unos calcetines blancos de algodón sobresalían sucios de los zapatos y se amontonaban sobre unos pantalones holgados de reluciente sarga gris. Los pantalones tenían puntitos de manchas de grasa. Tenían tierra cuajada en las arrugas, la bragueta desabrochada. Unos tirantes de cincha amarilla y cuero marrón sujetaban los pantalones a un pecho encogido donde una camisa raída, sin cuello, formal, se plisaba bajo estos y bajo cintas elásticas de un azul florido. Es que acaso no oyes bien, exclamó el alguacil. Un coche salió bruscamente marcha atrás del camino de entrada. El alguacil se apartó, abanicando el aire. Israbestis se sonó el polvo de las narinas, pero se le había alojado entre los dientes mellados y le recubría los zapatos. Israbestis se frotó la pelusilla del mentón. Se hundió de espaldas con un quejido agotado.
Cuál es el gato más grande que has visto nunca, preguntó el chico.
Pues he visto algunos bastante grandes, dijo Israbestis Tott.
¿Cómo de grandes?
Oh, pues veamos. Estaba el gato de Mossteller, enorme y con los ojos amarillos, cuando murió tenía cerca de doce años y el tamaño de un perro.
¿Un perro cómo de grande? ¿Como un poni de grande?
No seas tonto. Ningún gato es tan grande. Aun así, te juro que el gato de Skelton podría haberse puesto así de grande, con el tiempo y las ratas suficientes, allá junto a la estación donde cazaba. Era vivaz. Por la noche había estrellas desperdigadas por entre los arcones del cobertizo, todos por pares, de un rojo gastado. Caray, recuerdo que si uno hacía rebotar una piedra allí dentro se formaba una desbandada como de hojas que un viento fuerte aventara por un camino. El gato de Skelton te bufaba por arruinarle el acecho, y veías cómo le centellaban de pronto los ojos desde lo alto de la caja en la que estuviera sentado, dando coletazos, me figuro, al compás de los latidos de su corazón.
Eso no se puede oír.
Desde luego que no. Yo no he dicho eso. Pero los gatos tienen corazón de cazador. Si sabes, y ojo que sencillo no es, cómo evitar que te cojan como a una canica y se te lleven a casa en el bolsillo, puedes oír sus pálpitos al anochecer, la hora justa en que puedes ver a través de sus ojos voraces, si los miras fija y atentamente mientras ensanchan por la noche, y ver a lo largo de sus estrechas hebras gatunas hasta el fondo mismo de su hambre.
¿En serio?
Tú escucha. Sencillo no es. Más silenciosa aún que sus pisadas es toda su charla interior; de igual modo, sus corazones hablan a la hierba y al rocío que cae y a la piedra.
¿Qué dicen?
Nada que pueda expresarse con palabras. Pero ya has visto cómo los gatos se agazapan en la hierba y fijan sus ojos en lo que vayan persiguiendo. ¿No has visto cómo les tiembla la boca sin que salga de ella sonido alguno? Quieren que el mundo entero se quede quieto mientras ellos se mueven.
¿Para que la rata no salga corriendo?
Sí, eso es, para que la rata no salga corriendo. También para que no salga volando el pájaro. Para que el saltamontes patilargo le cepille los dientes y que la carpa flote en el agua al alcance de su garra.
¿Qué edad tenía el gato de Skelton cuando pesaba casi lo mismo que un perro?
¿El gato de Mossteller?
El gato de Skelton.
Tenía casi la misma edad que yo entonces.
¿Qué edad era esa?
Puede que catorce.
Pues no era muy viejo. El mío tenía veintinueve.
¿De verdad? ¿Tan viejo?
Bueno, veintinueve o treinta y tres.
Es lo más viejo que he oído jamás.
Lo sabía.
Pero vivió demasiado y se puso demasiado gordo.
¿Qué le pasó?
Eso tiene su historia.
Lo sabía.
Sé que lo sabías.
Cuéntame la historia, entonces. Me gustan los gatos, al menos los mansos, los que no arañan.
Este no era un gato manso, chico. No señor. Tenía el pelaje de cuero, y en lo de arañar, caray, era capaz de dejar su marca en un ladrillo igual que Guy, bueno, igual que hace surcos un rastrillo en la tierra primaveral.
Caray. Lo sabía.
Sé que lo sabías.
Por favor, cuéntame la historia entonces, si tenía cuero por pelaje, caray. Eso me gusta. Me gustan las historias sobre Kick Skelton.
¿Te he hablado yo de Kick Skelton? Él es el hombre que se hizo pedazos.
Claro que lo hiciste.
No lo hice.
Sí que lo hiciste, ¿su gato salía a cazar con él igual que hacía su perro?
Tú espera. Como he dicho, el gato de Kick vivía junto a la estación. Vivía cerca durante la primavera y el otoño y el verano como viven las aves cerca de sus nidos. Supongo que también como las ratas cerca de la basura, pues eso hacían. Quizás el gato de Kick no vivía junto a la estación en absoluto. Quizás, como el vertedero no estaba lejos, y las ratas se quedaron a vivir cerca del vertedero, el gato de Kick se quedó a vivir cerca de las ratas y la estación estaba allí solo por casualidad. Nunca estuve seguro. Eso hizo, en cualquier caso, aunque nunca estaba en ningún sitio en particular, cuando mirabas. Pero todo era suyo y nunca andaba lejos. Si algo extraño ocurría: si dos cosas diferentes hacían ruido a la vez, o si alguien se reía de un modo que nunca antes había oído, o hacía crujir un par de botas nuevas o algún movimiento raro, como Able Hugo que a veces solía dar saltitos en el aire, por pura diversión; cada vez que sucedía lo más nimio fuera de lo normal, pues él estaba terriblemente en contra de eso, salía a mirar, y a todos los trenes. Cuando un tren venía con retraso él se sentaba en el balasto y se quedaba mirando las vías y daba coletazos hasta que sonaba el silbato. Aun así seguía allí sentado hasta que el tren se le echaba encima y en el último segundo, con la lentitud y la pereza que se le antojara, se daba la vuelta y se iba.
Caramba.
En invierno a menudo dormía en la estación. Sabía al centímetro a qué distancia dormir del fogón. Sabía dónde escupía todo el mundo y dónde nos sacudíamos a pisotones la nieve de las