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Es-cushe. Es-cushe. El perro pasa corriendo por debajo de la carreta. Nuestras mujeres se llaman igual, se sorprende diciendo Henry.

      Lo ve, ya está, dijo Omensetter, como si sus palabras incluyeran una explicación.

      Pimber rio otra vez. Está bajando South Road, iré a por la llave. Al alejarse la oyó crujirse los nudillos. Estaba detrás de él tiesa e inmóvil como un palo, lo sabía. Tampoco le haría gracia que hubiese barro en su porche. Él dijo los días de la semana. Siguiendo la costumbre de su padre. Dijo los meses del año. Luego salió por detrás a por su caballo y se preparó para ponerse al corriente de sus crímenes durante la cena. Cinco tablones entre sus botas. Barro en cada escalón. Le faltaba medio botón. ¿Cuántos en la bragueta? La cara se le quebraba al reír. Dios, se preguntó Henry, santo dios misericordioso, ¿qué me ha entrado de pronto?

      Omensetter dejó la carreta fuera toda la noche, y a la mañana siguiente bajó a caballo South Road y sacó del barro el remolque de Hatstat donde el día anterior tres caballos habían patinado, coceado y trastabillado. Luego fue a trabajar tal como dijo que haría, llevándose consigo al pueblo el carro de Hatstat mientras su mujer, sus hijas y el perro metían los objetos de la carreta y limpiaban la casa. Henry se despertó al amanecer. Su mujer estaba feroz. Envuelta en ropa de cama lo encaró como un fantasma. Él se demoró de camino a la casa de los Perkins hasta que oyó los gritos de las niñas. Trató de ayudar y de ocuparse por tanto de cuanto pudo: echó a hurtadillas un vistazo en las cajas y se sentó en las sillas y de habitación en habitación retrocedió disculpándose frente a escobas y mopas y el agua que estas despedían, observando y recordando, hasta que, obedeciendo a un impulso abrumador, pasmado y desconcertado por este, pese a que lo colmara del más delicioso de los placeres, a escondidas se metió en la boca una de las cucharas de latón. Pero este acto acabó por asustarlo, en especial el deleite que le produjo, y no tardó en volver a disculparse por estar en medio, y se marchó.

      Hatstat dio las gracias a Omensetter con gentileza, y tanto él como Olus Knox, que, con su caballo, había ayudado a Hatstat el día anterior y se le habían embadurnado de barro las ropas y se le habían inflamado las ingles, más adelante le contaron a los demás cosas estupendas sobre la suerte de Omensetter y, al mismo tiempo, pensaron en las crecidas.

      Durante una semana cayó la lluvia y creció el río, agua embistiendo agua, en mitad de la confluencia una fina capa de tierra y aire subía y bajaba. La lluvia golpeó sin pausa el río. Desaguó South Road. Bancos de arcilla pasaban deslizándose en silencio, se formaron charcos; los riachuelos se volvieron arroyos, los arroyos torrentes. Tablones dispuestos para cruzar la calle se hundían y se perdían de vista. Todos llevaban botas hasta las caderas, quienes tenían. Todos se preocuparon por el sur.

      No le contaste lo del río, verdad que no, decía ella de repente. Ahora cada vez que Henry estaba en casa su esposa lo seguía en silencio y en venenosa voz baja lo sorprendía con la pregunta. Ella esperaba a que estuviera a la mitad de algo, como rellenarse la pipa o sentarse a leer, a menudo cuando no tenía ni idea de que ella estaba cerca, mientras se afeitaba o se abrochaba los pantalones. No le contaste lo del agua, ¿verdad que no? ¿Cómo te vas a sentir cuando el río suba y tú estés allí abajo en un bote, rescatándolo? ¿O acaso no tienes intención? ¿Es peligroso aquello cuando el río se desborda? ¿No podrías ahogarte?

      Podría, podría. ¿Quieres hacer el favor?

      Luego ya no tendría esposo del que avergonzarme… No le contaste lo del río, ¿verdad que no?

      Ya lo sabe, dijo él; pero su mujer le ofrecía una sonrisa dulce y amable, y apenada se alejaba. Él intentaba leer o afilar su navaja –continuar con lo que fuese que hubiera interrumpido ella– pero de repente estaba otra vez de vuelta.

      ¿No podría ahogarse él?

      Antes de que pudiese dirigirle una respuesta había pasado ya a otro cuarto.

      ¿Te refieres a que vio la marca del agua en la casa? ¿Por eso lo sabe?

      Lucy, le dije que estaba bajando South Road.

      Ella se echó a reír.

      Y él conoce South Road, ¿verdad que sí? ¿No es de Windham? De manera que le dijiste que estaba bajando South Road. ¿Vio la marca en la casa o el musgo en los árboles?

      Oh, por el amor de dios, para.

      Esas cosas maltrechas que traía apiladas en la carreta quedarán a flote.

      No lo harán.

      Aun así no pareció importarle, verdad que no, que fueran a mojarse o no. Me da que no es buena señal por parte de un casero responsable. Tendrías que haberte dado cuenta al primer minuto, supongo, que con barro en las botas y la ropa y una carreta llena de trastos totalmente a la intemperie.

      Lucy, por favor.

      Todos y el bebé que ella lleva dentro… en tierras tan bajas.

      Cállate.

      Cuando él se levantaba de la silla o soltaba la pipa o estampaba la correa de afilar contra la pared, entonces ella se iba, pero no antes de preguntarle cuánto le había pedido por la casa.

      Paró de llover pero el río creció igualmente. Cruzó impetuoso South Road. Colmó los bosques. Anegó las ciénagas. Arrambló los cercados. Alejándose de sus márgenes, dejó cieno pegado a los lados de los árboles. Arrojó madejas de limo por encima de los setos. Se llevaba más de lo que daba. Olus Knox informó de que el agua se adentraba como unos treinta metros en el lado de la valla de Omensetter, y a Henry le pareció que había caído más lluvia de la que había caído en años, pese a que en el pasado la casa de los Perkins había mostrado la marca de las riadas bien alta en sus desconchados laterales. Las cosas le van bien a Omensetter, le dijo a Curtis Chamlay con lo que esperó fuera una sonrisa cómplice. Curtis dijo: por lo visto, y aquello fue todo.

      2

      Henry Pimber se convenció de que Brackett Omensetter era un hombre estúpido, sucio y descuidado.

      Primero Omensetter se clavó una astilla en el pulgar y observó divertido cómo se le inflamaba. La inflamación creció de manera alarmante y Mat y Henry le rogaron que fuese a ver al doctor Orcutt. Omensetter se limitó a meterse el pulgar en la boca y a hinchar los carrillos por detrás del tapón que se había formado. Hasta que una mañana, con Omensetter sujetando cerca, a Mat se le escurrió el martillo. El pus salió volando hasta casi el otro lado del taller. Omensetter sopesó el alcance del tiro y sonrió con orgullo, lavándose la herida en el barril sin decir palabra.

      Guardaba la paga en un calcetín que colgaba de su banco de trabajo, era ajeno a la hora o al tiempo que hiciera, con frecuencia dejaba que las cosas que había recogido igual que un colegial se le escurrieran por los agujeros de los bolsillos del pantalón. Guardaba gusanos bajo unos platos, piedras en latas, hurgaba todo el tiempo en la tierra con palitos y las ardillas comían de sus manos alubias y a veces fideos. Las herramientas rotas lo pasmaban; a menudo almorzaba con los ojos cerrados; y, huelga decirlo, se reía muchísimo. Se dejaba crecer el pelo; se afeitaba solo de vez en cuando; quién sabía si se lavaba; y cuando iba a orinar, dejaba caer los pantalones sin más.

      Luego Omensetter le compró algunos pollos a Olus Knox, entre ellos una gallina vieja cuya edad, según le contó más tarde Knox a Henry, creía que le había pasado desapercibida a su comprador. A la mañana siguiente la gallina había desaparecido mientras el resto corría atemorizado y volaba a brincos. Al principio pensaron que se había perdido en algún lugar de la casa, pero las niñas no tardaron en encontrarla. Estaban sumergidas, dijo Omensetter, escondidas bajo la niebla casi disipada, encorvándose para mirar por debajo y ver el mundo sobrenatural y las patas peladas de las demás persiguiendo con sigilo a los gigantes. La gallina yacía muerta al lado del pozo abierto y el perro le gruñía agachado junto al brocal. Henry había venido a cobrar el alquiler porque su mujer había insistido en que fuese en persona –cara a cara es más seguro, dijo ella– y Omensetter le enseñó los ojos del zorro reflejando la luna. Las niñas se contoneaban

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