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quién da cincuenta, tres con veinticinco, oíd, no es mucho pedir por un envase para el cepillo de dientes pintado a mano, última oportunidad y queda vendido. ¿Tres veinticinco?, ¿veinticinco? Tres, pues, adjudicado por tres a esa señora de allá, gracias. Bien, aquí tenemos un estupendo cuenco de porcelana, también pintado a mano, y es una monada. Levántalo hacia allá, George, para que nuestros amigos puedan verlo. No es moco de pavo, ¿eh? Qué son, ¿pájaros? Este también está firmado por la señora Pimber, justo aquí. Levántalo más, George, para que nuestros amigos puedan verlo. Oh, decidme a ver con cuánto empezamos. ¿Veis los pájaros? ¿A que son bonitos? Cuánto me ofrecéis. Ahí dentro cabe un buen montón de puré de patatas, muchachos. Bien, bien, bien, empecemos pues, ¿cuánto ofrecéis por este cuenco pintado a mano?

      Una araña de patas largas, como un pequeño guijarro pulido andante, cruzó un ladrillo y se detuvo en una franja de argamasa. Si avanza otra fila la aplasto, pensó Israbestis, pero la araña recorrió tres y se detuvo, agitando una pata fina como un hilo. Israbestis cubrió la araña con la sombra de la mano. Se frotó las patas. Del extremo marchito de una caléndula se balanceaba otra araña de un hilo de seda. Esta era pequeña y negra con puntitos amarillos. Un revuelo de hormigas junto al muro, persiguiéndose unas a otras de acá para allá. Israbestis se enjugó la frente y se dejó caer contra la casa. Podía sentir la sangre palpitándole en el estómago. No hables con viejos verdes.

      Disculpe. Quizás pueda usted decirme los años que tiene aquella cuna. La que está al lado de la mantequera, allí junto al árbol.

      La sombra del joven oscureció la araña de Israbestis. Esta corrió rauda dos hiladas y se detuvo a pleno sol. Israbestis siguió el dedo del joven y sacudió la cabeza. Tendría que verla, dijo, aunque lo más probable es que lo sepa.

      No se moleste. Solo pensé que quizás lo sabría.

      Vi cómo levantaban esta casa. La primera de la calle.

      ¿De verdad?

      Vi cavar el sótano y cómo ponían el primer ladrillo. De hecho estaba en esta casa el mismo día que Bob Stout, el que la construyó, se cayó de aquel campanario de allí.

      ¿De verdad?

      Bob era todo un albañil. Salta a la vista. Mire qué ladrillos. Todos hechos a mano. Se cayó justo encima de la verja que la rodeaba. Era sábado. Entre el Viernes Santo y Pascua.

      ¿La metodista? Mi esposa y yo vamos allí.

      ¿De verdad? Bueno, pues esa es… de la que se cayó. Antes de aquello ahí estaba la Iglesia del Redentor. O muy cerca… muy por la zona.

      Inclinándose sobre la cuna había una joven, claramente embarazada, que la empujaba con un dedo cauto, balanceado ligeramente la cabeza a la vez que la mecía.

      Es la mar de bonita, dijo.

      Israbestis notó que se le revolvía el estómago. Gases, resolvió. Israbestis conocía aquella cuna, por supuesto, pero ¿cómo la había conseguido Lucy Pimber? Luchó por reponerse.

      Esa, esa era la cuna de Brackett Omensetter, dijo Israbestis. La señora Pimber, la mujer de esta casa, nunca tuvo hijos.

      E Israbestis continuó hablando mientras se preguntaba. ¿Había estado en esta casa todos estos años? ¿Y qué pudo significar para ella? ¿Cómo la había conseguido?

      Cuántos años diría que tiene, dijo el joven.

      Es bastante vieja. Me parece que es bastante vieja. No sé cuánto hacía que la tenía Omensetter el día en que llegó aquí en su carreta. Eso fue… fue en el 90. Más o menos.

      Pero el reverendo Jethro Furber llenaba la piel y las ropas de Tott. De pie junto a la cuna, sombrío como un rincón, recitando… cancioncillas. A Tott le dolía la cabeza; notaba una presión contra el interior de los ojos. El niño había muerto. Pero el niño había sobrevivido.

      Tenía manos de artesano, Omensetter. Es probable que la construyera él mismo. Manos rápidas como gatos. Y había dos niñas, cuando llegó tenía dos hijas. Veamos. Debió de ser… La mayor tenía nueve. ¿No era así? Nueve. Digamos que era 1880 quizás.

      ¿Se acuerda de eso?

      No muy bien, pensó Israbestis. No muy bien. No muy bien. ¿Por qué? El niño había sobrevivido y se marcharon río abajo. Pero si el niño hubiese sobrevivido, se habrían llevado la cuna con ellos.

      Me acuerdo de cuando llegó Omensetter, alcanzó a decir Israbestis. Todos los que por entonces vivíamos aquí nos acordamos.

      De qué está hecha, ¿de pino?

      Sí. Pino.

      Pero el reverendo Jethro Furber ondeaba en sus ropas. Hacía calor ahora, como en invierno. El sol a plomo nevaba. Y sujetándose el estómago, Jethro Furber se puso a cantar una canción para Samantha:

      una solterona joven y avariciosa

      se comió, viva, una langosta

      y ahora cada invierno

      cuando se sienta a cenar

      como una especie de protesta

      por dentro la pellizca sin parar

      Esto recordó Israbestis. Esto oyó claramente.

      Es la mar de bonita.

      No creo que pidan mucho por ella. Quizás podamos conseguirla. Vamos. ¿Cariño?

      Imagino que no pujará nadie que se acuerde, dijo Israbestis.

      ¿Por qué no? Es una monada.

      Demasiado viejos, pensó. Demasiado muertos. Demasiado atónitos. Omensetter debió de haber abandonado la cuna –la abandonó en la casa de los Perkins– y en algún momento, al cerrarla o al alquilarla, Lucy Pimber se la encontró allí. Y jamás dijo una palabra. Todos estos años.

      Es una larga historia, decía Israbestis, una larga historia. Esta es la cuna de Brackett Omensetter. Un nombre que a usted no le dice nada, imagino, pero todavía quedamos algunos, como hojas viejas, supongo –cacareaba desesperado Israbestis– que estábamos aquí cuando Omensetter entró en el pueblo en su carreta. Nunca ha ocurrido nada igual. Aquí no. Ni nunca ocurrirá, creo yo. Omensetter, bueno, era…

      ¿Cariño?

      Demasiado viejos, pensaba. Demasiado muertos. Demasiado atónitos. La forma en que lo había contado siempre, era la suerte.

      Había sido una primavera húmeda, como sabéis, continuó Israbestis, bueno, más húmeda de lo que la mayoría de vosotros gustáis de llamar húmeda, y el camino de Windham a Gilean estaba todo embarrado y lleno de rodadas y de hondos hoyos marrones. Apenas hubo un día que no lloviera, pero el día en que Brackett Omensetter apareció fue tan cálido y tan claro como el de hoy. Cuanto poseía lo llevaba apilado en la carreta con esa cuna atada a lo alto, y sin nada que lo cubriera. Brackett Omensetter era de esa clase de personas. Sabía que no iba a llover más. Confiaba en su suerte.

      No se preocupe por mis dientes, la boca la tengo…

      Sam Peach llegó de pronto y la gente se derramó en torno a él. A Israbestis lo empujaron por detrás. Sam estaba hablando en voz alta y señalando la mantequera. Movió el mango arriba y abajo. Israbestis batalló contra la multitud. Había piernas extrañas junto a las suyas. Empujó hasta el margen, con el estómago revuelto. Sam rio a carcajadas. Rugió la multitud. Las risotadas cayeron como golpes sobre él. Un granjero alto dio palmas y aulló. Peach estaba vendiendo la cuna. Que perezca con el propietario, qué sensato.

      Israbestis descansó bajo un olmo que moría enfermo. ¿Aquella era Mabel Fox? Mabel Fox tenía la cabeza más grande y las orejas como las de un zorro. Cuando era niño, y Mabel una chiquilla, los chicos decían: ¿conocéis a Mabel Fox?, y luego reían con estridencia. Solían corear: Mabel Fox tiene orejas de zorro; ponedle una caja en la cabeza y tirémosle piedras. Aquella no podía ser Mabel Fox. Tenía la cabeza demasiado pequeña. Qué habrá sido de Mabel, se preguntó. También muerta, lo más probable. Se quedó

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