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Apuntes sobre la autoridad. Silvia Di Segni
Читать онлайн.Название Apuntes sobre la autoridad
Год выпуска 0
isbn 9789875387614
Автор произведения Silvia Di Segni
Жанр Документальная литература
Серия Conjunciones
Издательство Bookwire
Una de las motivaciones que llevaron a crear diccionarios provino de la teoría de la degeneración, aquella que en Psiquiatría fue responsable de horribles pesadillas, haciéndole creer a las personas que los padecimientos de las generaciones anteriores se potenciaban en las siguientes. Los diccionarios obrarían como escudos ante la potencial degeneración de la lengua, producto de su vitalidad, de su pasaje a través de las generaciones. Ese pasaje puede ser pensado como imprescindible vitalidad o bien como un temible camino, en el que acecha la degeneración.
Del mismo modo que, viviendo, las personas probaban diferentes sexualidades, se identificaban con diferentes géneros, consumían algunas sustancias o tenían padecimientos mentales –cosas de la vida–, el lenguaje iría transformándose, fagocitando de otros idiomas, creciendo y cambiando. Pero esto no aparecía como positivo para la Academia. Así se expresaba el doctor Samuel Johnson en el siglo XVIII:
Las lenguas, como los gobiernos tienen una tendencia natural a la degeneración; hemos conservado mucho tiempo nuestra constitución, hagamos ahora algunos esfuerzos por nuestro idioma (López Facal, 2010, p. 28).
Conservar, evitar que la vida produzca cambios, se constituye en el eje del concepto de tradición, uno de los puntales de la autoridad clásica. La tradición intentará que la transmisión generacional se realice sin modificaciones, sin el menor cambio; de otro modo, degeneraría. Richard Dawkins pensó que, como los genes capaces de transmitir material genético, existían los memes, fragmentos culturales (canciones infantiles, cuentos, dichos, recetas de cocina, lo que sea) que se heredaban. Y, del mismo modo que podía haber cambios en los genes, también podrían producirse en los memes, a veces dramáticos, a veces minúsculos. La función de los diccionarios, en su origen, sería sistematizar lenguas en formación, pero luego se constituirían en policía del lenguaje para evitar que la gente común, el vulgo, influyera sobre la lengua.
¿Como se autorizaría una palabra? En los primeros diccionarios, el método fue restrictivo, basándose en el uso que hacía de ella un grupo selecto, el de autores (por entonces varones) considerados “autoridades”. La cita de un autor autorizado autorizaba (esta sucesión de términos resulta extraña, pero es imprescindible para el párrafo) el uso del término y así nacieron los “diccionarios de autoridades”. El doctor Johnson fundó la lexicografía de ese modo, un modo que ha variado poco hasta nuestros días. A diferencia de los diccionarios considerados “serios”, la fortaleza de su metodología no se llevaba mal con la ironía y/o la discriminación, como cuando definía “avena”: “Grano que en Inglaterra se le da generalmente a los caballos, pero que en Escocia parece que mantiene a la gente” (López Facal, 2010, p. 29).
La autoridad de Johnson llegó a ser tanta que, cuando Webster emprendió su obra en los EE.UU., temió no estar autorizado a discutirlo: “La cuestión es si a un ciudadano norteamericano le está permitido corregir y mejorar los libros ingleses o estamos obligados a aceptar todo lo que nos den los ingleses” (López Facal; 2010, p. 31). Este temor es bien conocido por quienes hablamos/escribimos en castellano fuera de España, en relación a la RAE. No es un tema menor. El diccionario de la RAE ha dominado la lengua hispana en América Latina aun cuando el habla no respondiera a lo sostenido por sus autoridades. Para paliar esta situación se produjo el CREA (Corpus de Referencia del Español) en 1975. que:
Recoge el léxico actual de España y de la América hispanohablante (al cincuenta por ciento) con todos sus usos regionales (área caribeña, mexicana, central, andina, chilena y rioplatense) y no solo de textos escritos, ya que el diez por ciento de su volumen procede de transcripciones de programas de radio y televisión; es, por así decirlo, un enorme diccionario en bruto (López Facal, 2010, p. 94).
Esta obra no se hace para definir, sino para señalar el uso de los términos recogidos en las diferentes áreas; es un modo de visibilizar a millones de ciudadanxs que hablamos con otros términos o que los empleamos de manera diferente, pero el “auténtico” español/castellano es aquel del diccionario real para todx hispanohablante. No hay proceso alguno de ida y vuelta, a pesar de que un gran número de españolxs viven en América y adoptan modismos y otros tantxs latinoamericanxs viven en España y aportan sus variaciones. Todxs lxs argentinxs aprendimos la “lengua madre” en las escuelas, aun en las escuelas donde la población hablaba quichua, mapuche o guaraní. En nuestro país, el aprendizaje escolar del castellano tuvo ribetes patéticos. Todx estudiante aprendía a conjugar los verbos con la segunda persona del singular, “tú”, y la segunda del plural, “vosotros” aunque nunca las utilizara. Y aprendía en su casa, en la calle, por fuera de la escuela, a conjugar el “vos” y el “ustedes” sin que entraran en el aula o lo hicieran lateralmente, en algún cuento. Esas formas del habla quedaban desautorizadas académicamente, mientras eran autorizadas por el uso constante. Pero se trataba de dos formas de autorización diferente: la jerárquica de la Academia y la horizontal, de los pares, el vulgo. Un ejemplo de esta disociación atraviesa el vals de M. E. Walsh citado al comienzo. Ni ella ni nadie nacido y criado en la Ciudad de Buenos Aires utilizaba el tú a fines de los años 60. Pero era la “norma culta”; la habíamos escuchado, durante décadas, en canciones, en películas, seguía apareciendo en la televisión y, por supuesto, en la literatura. Era, también, el modo de incorporarse a América Latina y, sobre todo, a la Madre Patria, España; era el modo de respetar a las autoridades de la lengua e, inevitablemente, de desautorizarnos.
La diversidad de hablas hispanoamericana es clara y rica. Para constatarlo basta sintonizar el canal de televisión especializado en cocina que se transmite en diversos países de América Latina y registrar los diversos modos de nombrar ingredientes de comidas y formas de cocinarlos. Esa riqueza fue considerada un problema, algo que había que normalizar (es decir, empobrecer) sometiéndolo a un orden jerárquico. Y ese orden estaría regido por la “norma culta”; aquello que hablaran los sectores populares no formaría parte de la lengua hasta que lo incorporaran, si algún día ocurría, las personas consideradas de sectores sociales medios y altos. Notablemente, desde la segunda mitad del siglo XX, la particular proletarización cultural que hicieron adolescentes y jóvenes de sectores medios urbanos en su lucha contra la educación burguesa asfixiante y la correlativa identificación con sectores populares, supuestamente más libres, no solo se reflejó en ropas y costumbres sino también en el habla (que valorizaba lo “vulgar” y dejaba de lado lo “académico”). De esa manera, lo popular fue autorizado y divulgado. ¿Por qué? Porque para poder liberar los cuerpos, las sexualidades, los afectos, los modos de vida y para crear libremente se necesitaban nuevas palabras. Estos procesos de cambio fueron muy fuertes y, en algunos casos, fueron percibidos por las academias. Es lo que ocurrió con la Academia Argentina de Letras que decidió tomar en cuenta la distancia entre ella y la vida cotidiana y publicar una colección, La Academia y la lengua del pueblo (título que deja en claro que la Academia no es parte del pueblo) que se presenta como: “Un puente allegador entre la disciplina académica y la espontaneidad popular, entre la biblioteca erudita y la calle populosa, entre el saber libresco y la cultura oral”. (3)
Esta definición es poco comprensible para quien no esté cerca de la Academia; los interlocutorxs con quienes dialoga son siempre lxs mismxs, las minorías. De todos modos, postular la necesidad de un puente demuestra el reconocimiento de una distancia profunda a superar: la que media entre el saber libresco y la cultura oral existe más allá de las cuestiones socioeconómicas. En la propia España, el Diccionario de la Lengua Española ocultó el sol con las manos y no contempló al catalán, al gallego, al euskera, al romaní ni al aragonés, que sus hablantes no abandonaron ni cuando la dictadura franquista representó una enorme amenaza para quienes lo hicieran. Fundada en 1713, hubo que esperar hasta 1925 para que la RAE aceptara que representaba, solamente, a la lengua castellana. La primera edición de su diccionario es de 1780; desde 2014 está vigente su 23ª. Como dato positivo, hay que mencionar que en 1784 la Real Academia aceptó a la primera (y única, hasta 1978) mujer en sus filas, doña María Isidra de Guzmán, doctora de la Universidad Complutense de Alcalá. Y será otra mujer, María Moliner, quien, a mediados del siglo XX, decida realizar su propio diccionario, diferente del Real, a partir de su formación como lexicógrafa, filóloga e historiadora: el Diccionario de uso del español. Un diccionario en el cual los hablantes fueran protagonistas. Si podemos confiar en Wikipedia, ella habría dicho: