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      Una de las motivaciones que llevaron a crear diccionarios provino de la teoría de la degeneración, aquella que en Psiquiatría fue responsable de horribles pesadillas, haciéndole creer a las personas que los padecimientos de las generaciones anteriores se potenciaban en las siguientes. Los diccionarios obrarían como escudos ante la potencial degeneración de la lengua, producto de su vitalidad, de su pasaje a través de las generaciones. Ese pasaje puede ser pensado como imprescindible vitalidad o bien como un temible camino, en el que acecha la degeneración.

      Del mismo modo que, viviendo, las personas probaban diferentes sexualidades, se identificaban con diferentes géneros, consumían algunas sustancias o tenían padecimientos mentales –cosas de la vida–, el lenguaje iría transformándose, fagocitando de otros idiomas, creciendo y cambiando. Pero esto no aparecía como positivo para la Academia. Así se expresaba el doctor Samuel Johnson en el siglo XVIII:

      Las lenguas, como los gobiernos tienen una tendencia natural a la degeneración; hemos conservado mucho tiempo nuestra constitución, hagamos ahora algunos esfuerzos por nuestro idioma (López Facal, 2010, p. 28).

      Conservar, evitar que la vida produzca cambios, se constituye en el eje del concepto de tradición, uno de los puntales de la autoridad clásica. La tradición intentará que la transmisión generacional se realice sin modificaciones, sin el menor cambio; de otro modo, degeneraría. Richard Dawkins pensó que, como los genes capaces de transmitir material genético, existían los memes, fragmentos culturales (canciones infantiles, cuentos, dichos, recetas de cocina, lo que sea) que se heredaban. Y, del mismo modo que podía haber cambios en los genes, también podrían producirse en los memes, a veces dramáticos, a veces minúsculos. La función de los diccionarios, en su origen, sería sistematizar lenguas en formación, pero luego se constituirían en policía del lenguaje para evitar que la gente común, el vulgo, influyera sobre la lengua.

      ¿Como se autorizaría una palabra? En los primeros diccionarios, el método fue restrictivo, basándose en el uso que hacía de ella un grupo selecto, el de autores (por entonces varones) considerados “autoridades”. La cita de un autor autorizado autorizaba (esta sucesión de términos resulta extraña, pero es imprescindible para el párrafo) el uso del término y así nacieron los “diccionarios de autoridades”. El doctor Johnson fundó la lexicografía de ese modo, un modo que ha variado poco hasta nuestros días. A diferencia de los diccionarios considerados “serios”, la fortaleza de su metodología no se llevaba mal con la ironía y/o la discriminación, como cuando definía “avena”: “Grano que en Inglaterra se le da generalmente a los caballos, pero que en Escocia parece que mantiene a la gente” (López Facal, 2010, p. 29).

      La autoridad de Johnson llegó a ser tanta que, cuando Webster emprendió su obra en los EE.UU., temió no estar autorizado a discutirlo: “La cuestión es si a un ciudadano norteamericano le está permitido corregir y mejorar los libros ingleses o estamos obligados a aceptar todo lo que nos den los ingleses” (López Facal; 2010, p. 31). Este temor es bien conocido por quienes hablamos/escribimos en castellano fuera de España, en relación a la RAE. No es un tema menor. El diccionario de la RAE ha dominado la lengua hispana en América Latina aun cuando el habla no respondiera a lo sostenido por sus autoridades. Para paliar esta situación se produjo el CREA (Corpus de Referencia del Español) en 1975. que:

      Recoge el léxico actual de España y de la América hispanohablante (al cincuenta por ciento) con todos sus usos regionales (área caribeña, mexicana, central, andina, chilena y rioplatense) y no solo de textos escritos, ya que el diez por ciento de su volumen procede de transcripciones de programas de radio y televisión; es, por así decirlo, un enorme diccionario en bruto (López Facal, 2010, p. 94).

      Esta obra no se hace para definir, sino para señalar el uso de los términos recogidos en las diferentes áreas; es un modo de visibilizar a millones de ciudadanxs que hablamos con otros términos o que los empleamos de manera diferente, pero el “auténtico” español/castellano es aquel del diccionario real para todx hispanohablante. No hay proceso alguno de ida y vuelta, a pesar de que un gran número de españolxs viven en América y adoptan modismos y otros tantxs latinoamericanxs viven en España y aportan sus variaciones. Todxs lxs argentinxs aprendimos la “lengua madre” en las escuelas, aun en las escuelas donde la población hablaba quichua, mapuche o guaraní. En nuestro país, el aprendizaje escolar del castellano tuvo ribetes patéticos. Todx estudiante aprendía a conjugar los verbos con la segunda persona del singular, “tú”, y la segunda del plural, “vosotros” aunque nunca las utilizara. Y aprendía en su casa, en la calle, por fuera de la escuela, a conjugar el “vos” y el “ustedes” sin que entraran en el aula o lo hicieran lateralmente, en algún cuento. Esas formas del habla quedaban desautorizadas académicamente, mientras eran autorizadas por el uso constante. Pero se trataba de dos formas de autorización diferente: la jerárquica de la Academia y la horizontal, de los pares, el vulgo. Un ejemplo de esta disociación atraviesa el vals de M. E. Walsh citado al comienzo. Ni ella ni nadie nacido y criado en la Ciudad de Buenos Aires utilizaba el tú a fines de los años 60. Pero era la “norma culta”; la habíamos escuchado, durante décadas, en canciones, en películas, seguía apareciendo en la televisión y, por supuesto, en la literatura. Era, también, el modo de incorporarse a América Latina y, sobre todo, a la Madre Patria, España; era el modo de respetar a las autoridades de la lengua e, inevitablemente, de desautorizarnos.

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